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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

La mata de pelo

Aquel viernes por la noche salí con mi pareja. Excitados por la posibilidad de una coalición de izquierdas, dejamos que se nos fuera la mano con el tequila y estuvimos dando tumbos de fiesta en fiesta hasta las tantas de la madrugada. A la vuelta, nos vinimos arriba y contratamos los servicios de Awa, una divertida prostituta senegalesa que no recuerdo cómo y cuándo apareció.

Llegamos a mi piso, riendo y tropezando por las escaleras y, una vez allí, pasamos a mi dormitorio, donde nos dimos placer entre los tres de forma sistemática y prolongada hasta que llegó el amanecer y salió el sol.

Era un sábado espléndido. Me levanté a hacer café.

Cuando regresé al cuarto con los cafés, las dos mujeres se habían liado un porro de marihuana y debatían sobre el vello humano, un tema que, como mamífero, captó mi interés. Awa tenía una estupenda mata de pelo entre las piernas y tampoco se depilaba las axilas, lo que había causado furor entre nosotros en las horas previas. María, por su parte, iba impecablemente depilada por todo el cuerpo. Me gustan las mujeres. Así, soy capaz de admirar por igual a una Venus misteriosa que oculta la entrada a su templo tras el espesor de una selva tropical, como a una intrépida Diana que expone la nobleza de su anatomía sin el más mínimo pudor. Por mi parte, diría que no me depilo, aunque mentiría en parte si no matizara que me gusta llevar las pelotas al ras. Creo que proporciona mayor sensibilidad durante la faena. Observará algún crítico que esto me convierte en un consumista esclavo de la cosmética, por lo que no estará de más indicar que suelo llevar a cabo esta operación con jabón Lagarto y una navaja que heredé de mi abuelo.

Apenas habían pasado las nueve de la mañana cuando sonó el timbre. Los tres nos quedamos mirando. Ni siquiera estábamos escuchando música, por lo que era improbable que fuera algún vecino quejica. Como anfitrión que era, me puse un albornoz y me acerqué a abrir. Mi estado de embriaguez era todavía reseñable. Al otro lado de la puerta, la cara lavada, pendientes de perlas y chaqueta blanco nuclear veo a Rocío Monasterio junto a un señor alto que mantiene el mismo corte de pelo que le hicieron para la comunión, cuando la vida era de color sepia. Me pareció que era su marido.

Awa, que se ha levantado para ir al WC, tira de la cadena y se acerca a curiosear. Solo viste una raída camiseta de algodón. Sus pechos, libres como los de la capitana Rackete en un juzgado italiano, se bambolean despreocupados bajo la fina tela. El señor antiguo lanza una mirada furtiva hacia sus senos puntiagudos, tras lo cual le cambia el color de la cara. A ver si este va peor que yo, me digo pensativo.

Pero Rocío Monasterio, que desde que abrí la puerta tiene clavadas sus pupilas como aguijones en mí, no sé si practicándome algún extraño rito cristiano, ignora por completo tanto a su marido como a la divina senegalesa, esboza una sonrisa perturbadora, carraspea brevemente y me suelta:

— Buenos días, ¿has leído la Biblia?