Aurelio se reponía de una operación cuando le dijeron que debía quedarse ingresado y aislado. Se quedó noqueado, no se sentía mal y apenas había tenido unas décimas de fiebre. No lo podía entender ¿Cómo se había contagiado si apenas había tenido contacto con nadie que no fuera el personal del centro?
Pero sí notó como pasó de ser el Aurelio simpático, educado y agradable a convertirse en un número encerrado solo en una habitación y sin contacto con nadie.
Reconocía a enfermeras y médicos por la voz, buscaba sus miradas que muchas veces eran huidizas. Había temor en el ambiente, y el miedo huele, se nota, se palpa.
¿Qué demonios le había pasado para que le cayeran tantas peplas seguidas?
De pronto se vio en el lado de la noticia que tantas veces había leído y casi había obviado después de tantos meses de verlas repetidas.
Se convirtió en una noticia callada, en un número de la estadística diaria.
Unas décimas le habían convertido en un asterisco, en una línea de una pantalla y en un dato más del pulsioxímetro.
Poco a poco el aislamiento fue apoderándose del enfermo. Antes siempre disfrutaba de sus momentos de soledad hospitalaria cuando no había visitas ni le atendía el personal. Su ingreso hospitalario se lo había tomado como un impasse y se había provisto de una buena cantidad de libros y también había traído su tablet para ver alguna película que tenía pendiente. De pronto todo aquello, sencillamente, desapareció, se vio desnudo y vació y no era capaz nada más que de mirar al techo.
Él ya estaba convencido de que sus últimos días los iba a vivir en soledad y alejado de todo. Estaba asustado y el miedo se iba apoderando de él. Durante los meses anteriores había leído, escuchado y visto hasta la saciedad cuál iba a ser su evolución inmediata. Aquí no valía la mentira piadosa, ni el engaño absurdo al moribundo. Él conocía punto por punto los pasos que iba a dar y qué iba a ocurrir en cada uno de ellos.
Era un guion que se había repartido en los telediarios, en las radios y en los periódicos y jamás se creyó que le hubieran dado un papel en esa obra macabra. Pero ahí estaba él protagonizando su, tal vez, última actuación.
Recordó las noticias de las reuniones familiares de la Navidad pasada, las fiestas tumultuosas y clandestinas, las personas sin mascarilla que hacían alarde de su actitud. No sentía ira contra ellos, ni tan siquiera enfado.
Se dejaba llevar por una honda tristeza que le invadía y le sumía en un extraño y desconocido sopor.
No podía controlar nada y se dejaba ir hacia ese final sin luchar.
Cuando alguien se acercaba pensaba: -¿Me van a sedar ya? Pero sin temor ni angustia, sabía que él no iba a ser distinto y recibir un trato diferente.
En su duermevela comenzó a ver pequeños fragmentos de vivencias que casi tenía olvidadas . No era una revisión de su vida, eran retazos deshilvanados que se aparecían descolgados por alguna rendija de la memoria. Eran escenas claras, vívidas, casi palpables, pero que ya tenían muchos años. Olía las fragancias de su niñez, escuchaba la música de la verbena, saboreaba los helados de los cumpleaños.
Todo era hermoso, todos estaban vivos, sonrientes, felices. Ni una lágrima ni ningún atisbo de amargura, todo fluía mansamente.
Si ese era el final estaba muy bien, que aunque no fuera lo que él se había imaginado sí que merecía la pena esa manera de acabar. Sin sufrimientos y acompañado por la parte hermosa y entrañable de su vida.
Un “-Buenos días, Aurelio, nos has dado un buen susto-” disipó su sopor y repentinamente comenzó a sentir su propio cuerpo.