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Un arma para el feminismo

19 de enero de 2022 06:01 h

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La prueba viva de que Juan Manuel de Prada tiene razón cuando, al reseñar ‘Madrid será la tumba’ de Elizabeth Duval, invoca la cita de Garrigou-Lagrange “uno puede no transigir en sus principios, si de veras cree en ellos, y en cambio ser tolerante en la práctica, si de veras ama” somos mi abuela y yo.

Mi abuela y yo no tenemos mucho más en común que la consanguinidad (y la mano para la cocina): ella se escandaliza de mí cuando le cuento que este sábado llegué a las seis de la mañana a mi casa, borracha y sin mi pareja; y yo me escandalizo de ella cuando, tras confesarle que no uso perfume ni tengo intención de hacerlo, me replica que las mujeres por naturaleza somos coquetas.

Ambas estamos convencidas de los principios que nos mueven al escándalo respectivamente y, aún así, nos amamos. Como Elizabeth y Juan Manuel, supongo.

La deconstrucción de los roles de género es la brecha más profunda en el conflicto generacional entre ella y yo. Aunque, por definición, todas las edades enmiendan a sus predecesoras, creo que la ruptura entre la suya y la mía es especialmente heavy.

El modelo de vida hegemónico en su época, basado en la idea de la mujer como madre y cuidadora, recatada, sumisa y bien perfumada, no solo no me atrae lo más mínimo: es el diametralmente opuesto al que quiero tener.

Pero como en toda ruptura hiriente y liberadora, el vacío es directamente proporcional al tamaño de lo que dejamos atrás. A mi generación se le suma precariedad con la orfandad. Y, por lo menos en mi caso, la solución no pasa por volver al pueblo con Ana Iris Simón.

Cuando el debate sobre la ley trans dio lugar a una cruenta temporada entre las integrantes de las posiciones a favor y en contra, tomaba café con una buena amiga mientras conversábamos inocentemente sobre el meollo de la cuestión: “okay, yo entiendo que las personas trans no se identifican con el género que les asignaron al nacer y quieren cambiarlo. Encantada de que alguien se sienta mujer y quiera formar parte de mis luchas. Pero, ¿qué significa ser mujer? ¿Cuál es el elemento determinante del género femenino?¿Por qué se quiere pasar a ‘mi bando’? ”

Se nos enfrió la taza mientras descubrimos que sabíamos perfectamente qué no es ser mujer -la sumisión, el recato, el perfume, los tacones, la regla, la gestación, los cuidados- pero que no teníamos ni idea de qué sí lo era. Las personas cisgénero que nos reconocemos mujeres sabemos que lo somos, pero una vez rotos los roles de género y su vínculo con el sexo no sabemos por qué.

Podríamos trazar las fronteras del concepto de mujer en torno a la violencia como denominador común. Da igual que seas cis o trans, que tengas o no la regla, que lleves o no tacones, que seas o no madre: la violencia de género en sus diferentes etapas es un denominador común a la amplia mayoría de mujeres. Desde los pendientes al nacer hasta Sara Pina, la última mujer asesinada presuntamente por violencia machista en España a fecha de escribir este artículo.

Entonces ¿la mujer es aquella persona que sufre violencia por parte de los hombres y el sistema patriarcal por el hecho de serlo?

El género (o no género) es parte de nuestra identidad, de cómo nos reconocemos a nosotras mismas, con los demás y hacia los demás. Podríamos construir un nuevo sistema de referencias a partir de la narrativa épica de la supervivencia: somos mujeres porque luchamos. Y sobrevivimos.

Podríamos incluso definirnos en gerundio porque los derechos y la vida nunca dejan de conquistarse: somos mujeres porque estamos luchando. Y sobreviviendo.

Pero, ¿cuál es el horizonte? Si el objetivo como sujeto político de las mujeres es terminar con la desigualdad y la opresión que sufrimos, ¿qué queremos para nosotras mismas cuando lo consigamos?

Sería un error suplir la abolición de las estructuras impuestas por el género con más estructuras, pero eso no quita que tengamos derecho a descansar en modelos, referentes y ejemplos que nos hagan la existencia un poco más amena. Por eso, creo que desde el feminismo también deberíamos articular una respuesta que conteste a la pregunta de qué es ser mujer.

Sin esa bala de oxígeno, podemos caer hacia atrás. Si la crítica al rol que nos oprimía no viene con una solución, es fácil que ante la falta de opciones nos volvamos al pueblo y al carricoche. Y lo que es más importante, sin una respuesta a qué es ser mujer que concilie las necesidades de las cis y las trans, difícilmente vamos a poder desarrollar una narrativa bajo la que enterrar el hacha de guerra.

Aplicando a Gabriel Celaya, la imaginación es un arma cargada de futuro. También para el feminismo.

La prueba viva de que Juan Manuel de Prada tiene razón cuando, al reseñar ‘Madrid será la tumba’ de Elizabeth Duval, invoca la cita de Garrigou-Lagrange “uno puede no transigir en sus principios, si de veras cree en ellos, y en cambio ser tolerante en la práctica, si de veras ama” somos mi abuela y yo.

Mi abuela y yo no tenemos mucho más en común que la consanguinidad (y la mano para la cocina): ella se escandaliza de mí cuando le cuento que este sábado llegué a las seis de la mañana a mi casa, borracha y sin mi pareja; y yo me escandalizo de ella cuando, tras confesarle que no uso perfume ni tengo intención de hacerlo, me replica que las mujeres por naturaleza somos coquetas.