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“Au revoir les hommes”, o cómo pasar el duelo que supone dejar de ser hombre

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Louis Malle estrenaba con éxito en 1987 Au revoir les enfants, que además de ser una crónica del drama bélico de la Segunda Guerra Mundial en la piel de unos adolescentes, era también el relato del tránsito de la niñez a la edad adulta. Un amanecer vital, con el correspondiente duelo que eso implica: despedirse de los ojos inocentes de la infancia y despertar a los ojos realistas de la vida de un adulto. De forma análoga, creo que a los hombres de nuestra época nos está costando vivir algo parecido: un duelo por la pérdida de la hombría. Inevitablemente, hoy esa hombría está herida, casi de muerte, y se hace difícil decir que pueda sostenerse. Y requiere un duelo. Un duelo que Elisabeth Kübler-Ross supo desgranar como nadie y que tiene cinco etapas, no necesariamente consecutivas ni alternas, pero sí necesarias para superar una pérdida, y todo sea dicho de paso, y desde el punto de vista de quien escribe, para preparar una bienvenida. Perder algo es ganar algo. Así que dichoso sea este duelo, si nos lleva a algo mejor.

La primera etapa es la negación del problema. Creo que ningún hombre ha dejado de pasar por esto; el hecho de intentar negar que a los hombres nos pase algo, o cuestionar que ser hombres se asocie a un malestar, o que haya algún problema con la igualdad entre hombres y mujeres. Bien, es cierto, que a ti como hombre individual puede que no te pase nada (este artículo no es para ti, no te preocupes). Pero a todos, en general, como colectivo, parece que sí. La sociología es un buen espejo, y el INE también cuando nos da cifras vinculadas al sexo masculino de entre el 80 y el 90 % en aquellos aspectos de la vida que no son ni mucho menos agradables o deseables: corrupción, violencias, suicidios, adicciones, proxenetismo, siniestralidad... Negar que algo pase es una defensa, quizá lógica cuando ver la realidad cara a cara es duro, y no ves por donde salir. Pero meter la cabeza debajo de la tierra como los avestruces no resolverá nada. La realidad, que no hace falta ya contar, seguirá estando ahí salpicándonos más pronto que tarde y más cerca que lejos. Así que aunque por un tiempo lo neguemos, hay que asimilar la pérdida, será ineludible mirar alrededor.

Una vez descubierta la coprorrealidad toca buscar responsables. La segunda etapa es la ira o la frustración frente al problema. Alguien tiene la culpa de que toda esta mierda, de ahí lo de copro, esté pasando. Esa es la colateralidad que rodea al hombre patriarcal. Lo normal es que le echemos la culpa a las mujeres que ahora protestan por todo, nos increpan en todo, se enfadan con todo y saben además de todo. Claro, han dejado de ser dóciles, sumisas, cuidadosas, dependientes y tiernas, y ahora son todas unas guerreras que nos asustan y amedrentan. Nosotros reaccionamos mal y somos las víctimas. Por ello, estamos cabreadísimos: formamos clubes de hombres difamados, escarniados por procesos injustos de divorcios y custodias, por derivas de pareja insostenibles, por relaciones laborales viciadas a causa de mujeres impertinentes y autoritarias. Es normal, entonces, que nos juntemos en asociaciones para ver como recuperarnos y defendernos. La presión se hace insoportable y lo odiamos todo: esta sociedad, y la justicia de su lado, va contra nosotros; menos mal que nos quedan el fútbol, los bares y los clubs, y sus locales, donde todavía quedan mujeres que no protestan y nos quieren bien. Normal: el vacío de ser hombre nos deja un hueco sin fondo que duele de manera insoportable, y educados para la autoridad, y tener siempre la razón, como estábamos, el pensar que podamos ser responsables de ese dolor que nos asola es casi, en esta etapa, imposible. Nosotros no hemos hecho nada.

La tercera etapa es la pseudoaceptación o negociación del masculinismo. Es la etapa del equilibrismo, o como ser un buen feminista sin dejar de ser un buen hombre. No hace falta que se muera la hombría. Tampoco hay que ser radicales. Podemos dejar latente un poquito de hombría para no perder nuestra virilidad, para sentir que nuestros testículos de 25 gramos aun pesan algo más. O como dice un colega de viaje, que no perdamos “los huevos” en este tránsito. En este momento nos volvemos pro-feministas, hacemos asociaciones de hombres buenos, femeninos, que seguimos saliendo bien en las fotos: centrados, limpiando la casa y con las criaturas en brazos, practicando yoga o fitness, cocinando, y cuidando mucho nuestras plantas de jardín. Más libres sexualmente, más tolerantes. No somos ya el típico perfil patriarcal, pero lucimos bien como “nuevos hombres”. Seguimos teniendo tirón como varones posmodernos y nos cambiamos el perfil de “Hombre Aquí” a “Nuevas Masculinidades”, donde ya no somos los masculinos de antaño, pero nos asumimos de otra manera, sin perder la esencia. Así nos convencemos que el cambio está en marcha. En el fondo, nos resistimos a creer que algo tan hegemónico, ancestral y natural haya terminado, y lo rescatamos aunque sea refinado, virtual y maquillado. Necesitamos que de algún modo se nos siga reconociendo imprescindibles como hombres. Que se muera lo malo y se quede lo bueno, nos decimos. Sin darnos cuenta que Jekyll y Hyde son las caras del mismo personaje, aunque Jekyll sea posmoderno y feminista, y Hyde se haya vuelto más sutil y detallista.

La cuarta etapa es la depresión masculina. Os confesaré que estoy más o menos en ésta, aunque a veces resurjo y aparezco en alguna de las de antes. Que siento una tristeza extraña. Vale, ya traicioné al hombre que era, lo dejé: “y ahora qué”. Se me cayó el ídolo y parece que me haya arrastrado con él. Perdido, desorientado, sin ganas de estar con nadie, sin ansias de volver a ningún grupo: “un desencontrado que no tiene quien lo encuentre”, me reconozco en Viglietti. Son las cosas del apego, como una melancolía que se afianza en la seguridad de que esa masculinidad es una asunto del pasado: como el que se empeña a jugar a algún juego que no pudo jugar de niño y se da cuenta que no puede, que ya nada es igual, ni las fuerzas ni la capacidad para disfrutar. Es fácil reconocernos en esta etapa en la que nos hemos alejado de los colegas, de los amigos, de las costumbres. Y es posible que todavía compartamos espacios pero no estamos, no es nuestro sitio. Esgrimimos una tibia sonrisa pero esas cosas “de hombres”, viejos o nuevos, no me aportan nada. Esa visión de mundo por muy renovada y progre que sea, me deja hueco. Como que estuviera agotado de cubrir expectativas. Qué más da todo, si se acaba el hombre. Un desierto.

Pero es importante que la desesperanza aparezca: probablemente el más honesto de los sentimientos en este caso, porque solo cuando llegamos ahí podemos encontrarnos sorpresivamente con lo que olvidamos. El aquí y el ahora sin más atención que a lo que nos pasa. Los hombres, en esta depresión de género multidimensional, se vuelven invisibles, extraños, bocetos de sí mismos, taciturnos y aislados. Unos raros. Si lo que creía ser se derrumba, yo también me derrumbo. Un misterio de posibilidad en lo que somos, vagabundos de la identidad: errancia necesaria para poder aprender el desapego.

Y sin embargo, nada está perdido. Quinta etapa. Aceptación: el género re(des)generado. El fin es el comienzo. Lo más importante es el final de las historias. Es cuando ya hacemos las paces con lo que sucede y nos dejamos estar, sin necesidad de sentir presión por ser algo o alguien. Entonces es cuando acontecen las cosas más extraordinarias que nos puedan pasar. Nos reencontramos con la vida, una vida extraña y rara que pide cosas inexplicables, como en permanente cambio, como recreándonos de manera metamórfica. La soledad aprendida en la depresión nos da la seguridad de que no tenemos que responder ante nadie para sentirnos bien, sino ante un sentimiento de vida intensa que ahora nos cruza. Lo demás es un juego ilusorio de marcas que nos hacía daño y nos volvía sombras de lo que queríamos ser, monstruos. Dejamos de identificarnos como hombres para acercarnos a algo que desconocíamos: personas. Personas que como su nombre indica quiere decir sonar a través de. Nos encontramos de repente haciendo de toma de contacto con la vida y las demás. Somos un sonar desmitificado. Estamos de nuevo reconectados y desconocemos qué seremos, pero sabemos que podemos ser lo que queramos ser, sin miedo a lo que pueda pasar. De tener los brazos caídos, pasamos a ser la vida que nos pasa, dándole la expresión liberada que necesita. Nos sobran referentes, y necesitamos reaprender. Hombres deshechos convertidos en personas con una expresión de género difusa, abyecta, sin espejo: los vemos cercanos a una locura de género porque cruzan ciertos límites, porque se resisten a ser figuras (les dan igual las fotos y los éxitos); y porque con su presencia equívoca nos revelan que la consistencia de lo masculino tiene el peso relativo de una bocanada de humo lanzada al aire y dibujando una sonrisa.

Louis Malle estrenaba con éxito en 1987 Au revoir les enfants, que además de ser una crónica del drama bélico de la Segunda Guerra Mundial en la piel de unos adolescentes, era también el relato del tránsito de la niñez a la edad adulta. Un amanecer vital, con el correspondiente duelo que eso implica: despedirse de los ojos inocentes de la infancia y despertar a los ojos realistas de la vida de un adulto. De forma análoga, creo que a los hombres de nuestra época nos está costando vivir algo parecido: un duelo por la pérdida de la hombría. Inevitablemente, hoy esa hombría está herida, casi de muerte, y se hace difícil decir que pueda sostenerse. Y requiere un duelo. Un duelo que Elisabeth Kübler-Ross supo desgranar como nadie y que tiene cinco etapas, no necesariamente consecutivas ni alternas, pero sí necesarias para superar una pérdida, y todo sea dicho de paso, y desde el punto de vista de quien escribe, para preparar una bienvenida. Perder algo es ganar algo. Así que dichoso sea este duelo, si nos lleva a algo mejor.

La primera etapa es la negación del problema. Creo que ningún hombre ha dejado de pasar por esto; el hecho de intentar negar que a los hombres nos pase algo, o cuestionar que ser hombres se asocie a un malestar, o que haya algún problema con la igualdad entre hombres y mujeres. Bien, es cierto, que a ti como hombre individual puede que no te pase nada (este artículo no es para ti, no te preocupes). Pero a todos, en general, como colectivo, parece que sí. La sociología es un buen espejo, y el INE también cuando nos da cifras vinculadas al sexo masculino de entre el 80 y el 90 % en aquellos aspectos de la vida que no son ni mucho menos agradables o deseables: corrupción, violencias, suicidios, adicciones, proxenetismo, siniestralidad... Negar que algo pase es una defensa, quizá lógica cuando ver la realidad cara a cara es duro, y no ves por donde salir. Pero meter la cabeza debajo de la tierra como los avestruces no resolverá nada. La realidad, que no hace falta ya contar, seguirá estando ahí salpicándonos más pronto que tarde y más cerca que lejos. Así que aunque por un tiempo lo neguemos, hay que asimilar la pérdida, será ineludible mirar alrededor.