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Una joven prometedora: o la historia del miedo más viejo entre las mujeres

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Recuerdo perfectamente cuando cambió mi idea del miedo. Tendría nueve años, aproximadamente, y me quedé escuchando a mi madre y a un par de amigas suyas fingiendo que estaba jugando. Recordaban a una compañera de juegos de infancia, de la que habían tenido noticias después de mucho tiempo de no saber nada de ella. La recordaban como una brillante estudiante de Economía, que tras aprobar los dos primeros años de la carrera se retiró repentinamente a pesar de que su rendimiento era excepcional. El misterio de su repentina desaparición se develaba años después en esa conversación. Lo que escuché, caló profundamente en mí, y sentí cómo el miedo cambiaba de forma de manera repentina e inexplicable. Martha (no recuerdo exactamente el nombre) fue a una fiesta de Facultad, despertó al día siguiente en una cama de hotel con un gringo al que no había visto nunca, con el cuerpo adolorido. Un silencio largo e incómodo se instaló en esa sala cuando descubrieron mi rostro sorprendido. Las miradas nerviosas recorrían todo, y cuando empecé a preguntar me alejaron con un “no te metas, son temas de adultos”. Esos silencios incómodos , y el horror en los rostros de esas mujeres me mostraron un miedo añejo y enquistado del que no se debía hablar. 

A Martha no la olvidé, su historia me retumbaba en la cabeza, y me intrigaba su destino. Años más tarde, cuando se dispararon las tasas de violencia urbana y aparecían toda clase de argumentos securitistas en Quito, me volvía a la mente esta historia, y notaba con preocupación la ausencia de las consideraciones de género en el debate de seguridad urbana. A mi me generaba malestar que la centralidad del análisis y la percepción de inseguridad estuviera basada en la pérdida o la posibilidad de la afectación de bienes materiales. La silenciosa ( y silenciada) sensación/percepción de inseguridad de las mujeres recién está siendo medida por termómetros como el #MeToo, y otras iniciativas que tienen como objetivo romper el silencio y ser una plataforma de desahogo en temas de violencia sexual, pero ese miedo corrosivo ha estado como una lacra constante.

La primera parte del título de este artículo se refiere a la cinta de Emerald Fennell -'Promising Young Woman' (2020)-, que acaba de ser premiada con un Óscar por mejor guión original. La segunda parte es de mi cosecha, y uno de los aspectos éticos más relevantes que toca esta cinta. La naturalización de las múltiples formas de violencia sexual, seguida de la culpabilización sistemática, institucional e institucionalizada de la víctima, y la consabida disculpa para el agresor, es de manual (ya lo sabemos). La historia que muestra esta cinta va de eso, pero también aborda otro punto de vital importancia que hace posible este entremado: los amigos cómplices y encubridores. Esos que cambian versiones, desaparecen pruebas, se encargan de hacer más fuerte el círculo de apoyo al agresor, no para que asuma su responsabilidad, sino para construirle un cálido nido de solapamiento e injustificada compresión.

Cuántas veces no hemos escuchado aquello de “los hombres son mejores amigos entre sí, las mujeres se atacan y se destruyen entre ellas”. La sororidad es algo a trabajar, es cierto, pero no es menos cierto que esa tan admirada y ponderada lealtad entre hombres, muchas veces, no conoce de límites éticos, y es más esa maraña fraterna usa el concepto de lealtad para fortalecer los privilegios, los abusos y construyendo también impunidad social y jurídica. Uno de los subtextos importantes en esta cinta es la visión crítica de ese despliegue de heterosocibialidad fraternal, en contrapartida a la constante observación-objetivación de las mujeres. Y mientras ese amor fraternal devenido tóxico, nos produce un ascazo infinito, el motor de la protagonista es un amor sororo profundo hacia su mejor amiga-hermana.

El tráiler de la película es un pequeño abrebocas (que ciertamente siembra otras expectativas con respecto a la historia, o al menos con respecto a lo que esperamos del final de una historia de esas características). Pero quizás uno de los momentos más interesantes, que muestra el tráiler también (por eso lo comento) es cuando una voz masculina, entre sollozos, menciona: “ser acusado de algo así es la peor pesadilla para un tío”- y la protagonista remata con esta lapidaria pregunta“¿adivinas cuál es la peor pesadilla de una mujer?”.

Con la emergencia del #MeToo, Yo También, o Balance Ton Porc (en francés literalmente: nombra a tu cerdo), brota también este miedo masculino del miedo al “desprestigio social” tiene tintes de cinismo e hipocresía, porque sigue sin cuestionarse la “naturalización” de la violencia sexual, y a qué se refiere ésta, siendo el único temor la visibilización y la pérdida de status. De allí que también el tema de la violencia sexual vaya de la mano con la clase y la etnia. Recordemos sino aquella tristemente célebre decisión de un juez de castigar un delito sexual con una pena irrisoria por considerar que podría arruinar la carrera de un joven con mucho futuro en el deporte, un exabrupto de juventud.

La historia de la joven prometedora y brillante con la que inicié este artículo, se truncó a raíz de ese lamentable suceso, que llegó de la mano con el abandono familiar, el estigma y el despojo. Y aunque no dudo de la resiliencia que tienen las víctimas para pasar página y continuar, es digno de resaltar (de manera negativa) la indolencia y la apatía con las que la mirada cisheteropatriarcal trata a las víctimas, cuando el victimario es una persona con cierto poder y posición.

Preocupa, y mucho, la podredumbre mental (que persiste a pesar del supuesto paso evolutivo de la especie humana) de encontrar “excitante” o “divertido y juvenil” aprovecharse de un estado de inconsciencia para tener sexo con alguien. Mientras el foco no se ponga en esas lamentables cimientes culturales (es decir observar al agresor y su conducta, y no a la víctima) habrán amigas-hermanas (como en la película) dispuestas a ejecutar justicia. El miedo tiene que cambiar de bando.

Recuerdo perfectamente cuando cambió mi idea del miedo. Tendría nueve años, aproximadamente, y me quedé escuchando a mi madre y a un par de amigas suyas fingiendo que estaba jugando. Recordaban a una compañera de juegos de infancia, de la que habían tenido noticias después de mucho tiempo de no saber nada de ella. La recordaban como una brillante estudiante de Economía, que tras aprobar los dos primeros años de la carrera se retiró repentinamente a pesar de que su rendimiento era excepcional. El misterio de su repentina desaparición se develaba años después en esa conversación. Lo que escuché, caló profundamente en mí, y sentí cómo el miedo cambiaba de forma de manera repentina e inexplicable. Martha (no recuerdo exactamente el nombre) fue a una fiesta de Facultad, despertó al día siguiente en una cama de hotel con un gringo al que no había visto nunca, con el cuerpo adolorido. Un silencio largo e incómodo se instaló en esa sala cuando descubrieron mi rostro sorprendido. Las miradas nerviosas recorrían todo, y cuando empecé a preguntar me alejaron con un “no te metas, son temas de adultos”. Esos silencios incómodos , y el horror en los rostros de esas mujeres me mostraron un miedo añejo y enquistado del que no se debía hablar. 

A Martha no la olvidé, su historia me retumbaba en la cabeza, y me intrigaba su destino. Años más tarde, cuando se dispararon las tasas de violencia urbana y aparecían toda clase de argumentos securitistas en Quito, me volvía a la mente esta historia, y notaba con preocupación la ausencia de las consideraciones de género en el debate de seguridad urbana. A mi me generaba malestar que la centralidad del análisis y la percepción de inseguridad estuviera basada en la pérdida o la posibilidad de la afectación de bienes materiales. La silenciosa ( y silenciada) sensación/percepción de inseguridad de las mujeres recién está siendo medida por termómetros como el #MeToo, y otras iniciativas que tienen como objetivo romper el silencio y ser una plataforma de desahogo en temas de violencia sexual, pero ese miedo corrosivo ha estado como una lacra constante.