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Mujer tenías que ser

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Hola.

Me presento.

Soy Andrea Tovar Pardo, binaria, casilla mujer, identificada con mi género biológico, heterosexual, CIS, del estamento clase media, graduada universitaria, ciudadana del primer mundo; y seguro que me dejo un montón de calificativos modernos que desconozco. Tengo unos mil y pico followers en IG, aunque me he desinstalado la app del móvil porque estaba un poco harta. Me gusta clasificarme como librepensadora, pero tiro para la izquierda. En realidad, la política actual me parece una profunda mentira y no comulgo con nadie.

Quizá me conozcan porque llevo unos cuantos años colaborando aquí de vez en cuando, quizá no porque en realidad soy más bien nadie. Por aquel entonces, en mis inicios, creía que había muchas cosas sobre feminismo que no se estaban diciendo, y me afanaba en decirlas con la pasión de una auténtica groupie. Ahora tengo la sensación de que sobre feminismo se ha dicho casi todo. Incluso de más, si se me permite. O las cosas incorrectas.

Si procedo a presentarme con el catálogo completo antes de que ustedes procedan a leerme —y me reservo mi elenco de desgracias personales, a pesar de que eso también se evalúa con grandes honores en la actualidad— es porque sospecho que eso es, en los tiempos que corren, todo lo que importa. Mucho más que lo que diga o haga a partir de aquí.

¿Por qué afirmo esto? ¿Cómo me atrevo a insinuar que en pleno 2022 la autoría, el carácter subjetivo de la pieza, se sitúa jerárquica y sistemáticamente por encima de la calidad material de la misma?

Porque es cierto.

Antes de defenderme, voy a introducir el calificativo de «feminista» en mi retahíla de etiquetas. Y, sosteniendo el carné muy fuerte a modo policía, voy a decir en voz alta y clara —pero no por ello menos temblorosa— que el feminismo parece haberse tomado una revancha histórica, y lo ha hecho de la mano del capitalismo más sucio: el que juega con los talentos artísticos.

En otras palabras: antes «mujer tenías que ser» era una expresión que denotaba desprecio. Ahora, más bien, es un requisito sine qua non para el acceso a ciertos mercados creativos.

Me explico: THE FUTURE IS FEMALE ya es un logo estilo Inditex. Es un criterio de selección de autores para las editoriales. Es Carmen Mola con tres trabucos detrás, pero con nulo estilo literario —lo cual es todavía más preocupante. Imagínense cómo será escribir una novela entre tres, con tres voces; si ya cuesta encontrar la propia—. Es la crítica en torno a las novelas en sí mismas, su envoltorio para comercializarlas. Dos ejemplos: Hamnet, de Maggie O'Farrell (Libros del Asteroide) versa sobre la historia ficcional de la familia de Shakespeare con el fallecimiento de su hijo varón, pero de pronto es un himno feminista donde se le niega el nombre al propio autor, en una suerte de castigo al que es considerado mejor dramaturgo de todos los tiempos. O la novela Valle inquietante, que narra la experiencia de Anna Wiener en Silicon Valley (Libros del Asteoide también), que se resume como un alegato sobre la discriminación de la mujer en el mundo de la informática. Una pista: si estos libros hablan sobre mujeres o su condición, es de forma residual y anecdótica. En absoluto es el eje del asunto. Pero, ay amigas, eso vende.

Más ejemplos. El feminismo es ahora esta productora que nos pide a mi compi y a mí que adaptemos el guion con todos los personajes femeninos, que nos perdamos la riqueza de probar otros. Es este látigo en la espalda que me hace musitar entredientes, en plena conferencia, «todos y todas y todes y todis», cuando yo soy más papista que el papa y me gusta a tope la lengua española, a pesar de que me haga quitarle la tilde al «solo» o a los pronombres demostrativos.

A mí antes me gustaba la literatura pop, pero el pop se ha convertido en mujeres que hablan de que son mujeres.

Yo ya soy mujer. Me interesan otras cosas también. Este asunto me aburre más que la pandemia, a veces.

—¡Antifeminista! ¡Traidora! —oigo gritar.

No sé. Yo no quiero vivir en un mundo donde se me dé vía libre para hablar o se me tape la boca solo por la condición de genital que ostente. Incluso cuando giran las tornas y eso me beneficia, ojo. Es tan absurdo que da risa.

Una amiga me sugirió hace poco que quizá era el momento de compensar: que hablaran, únicamente, las mujeres durante un tiempo. Así se podía llegar a una suerte de equilibrio. «Todo lo que hemos callado… ahora os vais a hinchar a escucharnos…».

¿Y la calidad?, pregunté yo. Ah, qué más da. «Todo el arte es política», me dijo.

Ahí ya me sulfuré. Porque la política da asco y el arte no.

No, no todo es política.

No dejemos que la política gane el premio Planeta —aunque quién se fía ya de los premios literarios, cuando las presentadoras de telediario los ganan a pares—. No dejemos que la política colme los estantes de novedades. Ni que nos pida un criterio en la plataforma de reproducción de series y pelis para producir de acuerdo a nuestros intereses. ¡Qué sabremos nosotros lo que es buena mandanga! No dejemos que nuestro criterio temporal —la política— guíe la producción cultural.

Si no, me temo, tendrá que venir alguien a subvencionar la calidad material de las artes.

Y todos, todas, todes y todis sabemos bien que no será el Estado.

Hola.

Me presento.