'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
Sin querer, pero sin cuidado
El otro día estaba rascando el cazo con el estropajo de níquel y me vino la idea con la que os escribo. «Sin querer, pero sin cuidado» contesta mi madre cuando le dices «es que ha sido sin querer». Es la respuesta con la que mi madre condensa la ética de los cuidados en nuestra educación, ética necesaria para tratarnos bien, para no desperdiciar, para usar la generosidad por el bien común.
Tengo un cazo de acero inoxidable, heredado de casa de mis padres, que ni recuerdo desde cuándo está en mi poder. El cazo parece eterno, porque a mí, y a mis hermanos, mi madre nos ha enseñado a cuidar las cosas. Y no os podéis imaginar cuáles son sus estándares, o los de mis abuelas, que diosa las tenga en su gloria. Eran hijas de una época de austeridad forzosa, por un lado, y buenas señoras mediterráneas (¡murcianas!), por otro. Las podríamos denominar «ingenieras del hogar», toma responsabilidad. Mi abuela Maruja, la madre de mi madre, ¡hasta tenía oficio además de casa que atender!
Pues eso, a valorar lo que tengo mi madre me lo ha enseñado como parte de una actividad especializada que sigue infravalorada: llevar una casa. Llevar una casa implica estar pendiente de que no te falten alimentos, de que la camas sean agradables e higiénicas, de mantener bien la ropa, de prolongar la vida útil del menaje, de limpiar en el orden más eficiente, de cocinar para alimentar… tratar bien lo que tienes, mantenerlo, para que dure, forman parte de esta aptitud. Por eso al cazo hay que quitarle lo quemado y cuidarlo. Son principios básicos de respeto a los recursos que explotamos, a las personas que han trabajado para que existan y a nuestro propio bolsillo. Ahí es nada.
Mi madre es una persona inteligente, cuidadora y didáctica, valores no solo propios e inculcados por mi abuela Maruja, sino necesarios para poder vivir dignamente como mujer no acomodada, más aún durante el siglo veinte. Cuando dio a luz a un varón, luego otro, y por último un tercero, me parece que tuvo claro que no quería que estas personas dependiéramos de nadie, ni esclavizáramos a nadie. Personal, familiar y culturalmente aprendió lo que en el feminismo se ha dado en denominar «los cuidados». Se trata de aquellas actividades que se realizan para el mantenimiento de la vida y de la salud. Los cuidados han estado invisibilizados históricamente, relegados al ámbito doméstico y atribuidos a las mujeres. Mi madre es una persona cuidadora y le gustan las personas que lo son.
La ética del cuidado es la perspectiva que nos permite entender cómo interactuamos con la vida de las personas que nos rodean para que esté sustentada, atendida y con los mínimos cubiertos, físicos o mentales, alimentarios o emocionales. La ética del cuidado nos habla de previsión y responsabilidad. Cuidar ese cazo, cuidar a tu vecina, cuidar que la escuela enseñe para entendernos, no para odiarnos, y así.
Se le puede responder «sin querer, pero sin cuidado» a infinidad de irresponsabilidades, desde lo público hasta lo privado, desde lo intangible hasta lo más material:
Sin querer —pero sin cuidado— la bolsa se desploma una y otra vez, y cunde el desempleo.
Sin querer —pero sin cuidado— su hijo es homófobo.
Sin querer —pero sin cuidado— la policía salta ojos a inocentes.
Sin querer —pero sin cuidado— tu hija es tránsfoba.
Sin querer —pero sin cuidado— tu feminismo es excluyente.
Sin querer —pero sin cuidado— «quien quiera sanidad que se la pague» y luego: epidemias.
Sin querer —pero sin cuidado— solo hablas de lo que te dictan los fachas.
Sin querer —pero sin cuidado— los bancos no devuelven nada, pero siguen forrándose. Ah, perdón, que esto lo han hecho a conciencia.
Algo está cambiando, menos mal, para algo luchamos. Es posible que hayáis leído algún tuit que dijera que un hombre que sabe cocinar no es sexy, es un adulto funcional o que hayáis escuchado lo de «las chavalas ya no saben hacer las cosas como antes». Pienso que cuando las mujeres hacen cosas típicamente consideradas de hombres (como dejar de aprender a cuidar, peer fuerte o mandar en política), por contraintuitivas que algunas parezcan, es que el termómetro de la igualdad está subiendo grados: abandonan la segunda categoría, liberándose de patrones predefinidos. La medida de persona de primera categoría ha sido la de los hombres. Y —aunque el machismo reparte roles sin piedad— los hombres siempre han contado con mayor poder, más libertad, pero ¿y qué hacen con sus responsabilidades? Si el «sector femenino» está adquiriendo valores típicamente masculinos ¿qué recórcholis está haciendo el sector masculino? Poco, amores míos, poco. Deberíamos presentarle la ética del cuidado a la hombridad, para que terminen de entender la responsabilidad que hay en tener cuidado.
Como dicen las Supremas de Móstoles «todos somos marujas y quien no lo sea es un guarro: todos, hombres y mujeres [yo añado: “y demás”], tenemos que hacernos la casa y salir a trabajar». Señoros, caballeras y personas no binarias: debemos conseguir que lo que aprendamos no sea por inercia cultural, sino por cuidados, autocuidados y elección propia. Responsabilicémonos del presente y del futuro. ¿Muy difícil? Pues bien que has aprendido a hacer cuentas para que no te timen. Todo se aprende, los valores con los que mejorar, también.
¿Y ustedes, cuidan al resto? ¿Exigen que los hombres de su entorno se impliquen a fondo? ¿Son ustedes hombres que cuidan?
El otro día estaba rascando el cazo con el estropajo de níquel y me vino la idea con la que os escribo. «Sin querer, pero sin cuidado» contesta mi madre cuando le dices «es que ha sido sin querer». Es la respuesta con la que mi madre condensa la ética de los cuidados en nuestra educación, ética necesaria para tratarnos bien, para no desperdiciar, para usar la generosidad por el bien común.
Tengo un cazo de acero inoxidable, heredado de casa de mis padres, que ni recuerdo desde cuándo está en mi poder. El cazo parece eterno, porque a mí, y a mis hermanos, mi madre nos ha enseñado a cuidar las cosas. Y no os podéis imaginar cuáles son sus estándares, o los de mis abuelas, que diosa las tenga en su gloria. Eran hijas de una época de austeridad forzosa, por un lado, y buenas señoras mediterráneas (¡murcianas!), por otro. Las podríamos denominar «ingenieras del hogar», toma responsabilidad. Mi abuela Maruja, la madre de mi madre, ¡hasta tenía oficio además de casa que atender!