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Romper con el silencio es una forma de hacer justicia: dinamitar el corporativismo familiar que cierra filas en torno a la pederastia

Linda Porn, Lucía Barbudo

23 de febrero de 2022 09:11 h

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Este artículo se escribe para hacer justicia a una menor que fue agredida sexualmente por un hombre ya fallecido. Romper con el silencio es una forma de hacer justicia. Estamos acusando a un muerto, pero también al tejido familiar que en su momento lo sostuvo. La pederastia sabemos que se da en distintos escenarios: bajo los faldones de los curas, en los centros de acogida, bajo la mirada de las instituciones de presunta protección al menor o contenida en el SAP (el inventado Síndrome de Alienación Parental que construye psiquiátricamente la criminalización de las malas madres y sus maternidades arrebatándoles la custodia y entregando a las criaturas a los padres pederastas). Pero el caso del que vamos a hablar tiene otro contexto, si cabe, más terrorífico: la familia nuclear.

No hay justicia si no hay nombres y apellidos, así que allá vamos: se llamaba José Antonio Rodríguez, era vecino del barrio del Carmen (Murcia) y trabajó como crupier en Murcia de 2008 a 2012. Un hombre como cualquier otro (como nos enseñó Hannah Arendt, la monstruosidad es de apariencia anodina), divorciado, padre de dos, fue abruptamente echado del domicilio donde residía por la madre de sus hijes. Antonio vivió este episodio como una injusticia aparejada de una pérdida de poder ante la madre de sus hijes, una deslegitimación ante algo que, quizás él pensaba, le correspondía de pleno derecho.

Antonio tenía 40 y la niña 4. Entró en la vida de ellas ofreciendo una figura parental que abarcaba todos los aspectos de la paternidad: atención y responsabilidad económico-afectiva; en definitiva, el rol de padre. La madre era una mujer joven, soltera, migrante, sin lazos familiares, sin papeles: un esquema vital de vulnerabilidad perfecto para cualquier hombre que quisiera cometer un delito sin consecuencias. No queremos entrar en unas narrativas victimizantes en torno a estos perfiles de mujeres, pero sí nos parece relevante explicar el contexto para tener la foto. Los abusos sexuales sucedieron en un piso del barrio del Carmen de 2009 a 2013, es decir, desde los 4 hasta los 8 años de la menor. La familia de Antonio los visitaba constantemente, mientras que les dos hijes de su familia anterior parecía que hubieran desaparecido del mapa. Todos esos años de convivencia familiar idílica contrastaban con la ruptura definitiva de su anterior familia, no sólo se rompió definitivamente el contacto por parte de Antonio con sus hijes, sino también con las tías y la abuela; ya no había sobrines ni nietes. ¿Por qué nadie reclamó la restauración o siquiera la continuidad de esa relación? La pederastia en el contexto intrafamiliar se sabe y se oculta, no se destapa, cierra filas y se posiciona en torno al macho pederasta. Quién sabe si quizás esta segunda familia de madre migrante y su hija no sirvió a la madre y a las hermanas de Antonio, y al propio Antonio por supuesto, para revalorizarlo y resignificarlo otra vez como buen padre, para resarcir su figura parental, al tiempo que restaba credibilidad a las posibles acusaciones de su anterior mujer.

El penúltimo capítulo de esta historia (porque el último es este artículo) arranca con la niña de doce años que por fin habla. Antonio llevaba muerto cuatro años. Antes de que la niña hablara, pasaron dos años de descomposición: la cría estaba permanentemente triste, tenía una relación muy conflictiva con su cuerpo, con la desnudez natural, debido a todo el proceso de vergüenza y estigmatización al que se estaba enfrentando. Entró en una fuerte depresión, una etapa de desconexión e incomunicación, se aisló, no tenía amigues, no quería ir al colegio. Se hizo el silencio. El primer intento de suicidio llegó con 14 años. Este es el efecto último que tiene el abuso sexual, las agresiones y las violaciones en personas pequeñas, no maduras e increíblemente vulnerables: el suicidio. Pocas cosas más tristes y que más nos hablan de nuestro fracaso como sociedad que un niño o una niña se quiera morir.

Para todas las personas que estén pensando en la justicia como algo que sucede dentro de una sala con jueces, abogades, denuncias y demás fanfarria, sirvan todos los casos de madres que, habiendo denunciado para buscar protección, vivenciaron cómo la Justicia Macha les pasaba por encima aplastándolas y apartándolas de sus hijes, introduciéndolas en procesos de psiquiatrización, medicalización y narrativas de peligrosidad que acabaron con la custodia en manos de los padres acusados de pederastas: el caso de Silvia Aquiles, el caso de la niña María en Barcelona, el caso de Infancia Libre o el caso de Rosa en la Región de Murcia. Como nos recuerda Dolores Juliano, en la construcción social de la desvalorización y el rechazo, tienen tanto peso los discursos como los silencios y la credibilidad que otorgamos a las cosas que escuchamos depende de la autoridad que le reconocemos a quien lo dice.

Este es un artículo que quiere hacer justicia pero también quiere ser un altavoz a favor de las infancias que, por definición, son vulnerables, que sufren violencias que viven con invisibilidad porque no se les escucha. Escribimos este artículo conjuntamente porque la justicia social y política se articula colectivamente; como mujeres, como madres, como amigas, como feministas, como activistas, tenemos el deber y la obligación de reparar, de abrazarnos las miserias y ver de qué manera podemos seguir hacia delante, emprendiendo un camino de lucha y reivindicaciones políticoactivistas que sirvan para reparar y recomponer las infancias maltratadas, las infancias abusadas, agredidas, violadas. Echamos de menos una red de apoyo entre madres-mujeres que nos sirva para avisarnos y protegernos de los pederastas; igual que compartimos información sobre maltratadores y violadores, tenemos que salvaguardar nuestra supervivencia psico-emocional y la de nuestres pequeñes. No podemos permitir que el pederasta salga de nuestras vidas sin más para entrar impunemente en otras. Este artículo es otro paso más en el proceso de justicia y reparación para esta niña. A ella le preguntamos antes de escribir este artículo. La reapropiación de su vida y su cuerpo pasa por esta verbalización y visibilización de su historia. Esta historia, y tantas otras, trascienden lo individual porque las violencias derivadas de la pederastia son estructurales y sistémicas del patriarcado. Este artículo es un paso más en el proceso de sanación y empoderamiento de esta adolescente de 17 años.

“Llamarlas víctimas es volver a gacharlas otra vez. Y otra vez. Es convencerlas de que les cagaron la vida, de que su historia empieza y termina ahí, con el tipo adentro. Les hacen creer que son a partir de él, que su identidad se construye a partir de la violación, que sus derechos fueron vulnerados y que ya nadie les va a garantizar que no se las vuelvan a coger. Las convencen de resguardarse puertas adentro, de cerrar las piernas, de que son responsables y por eso merecen su propio castigo. Sí. Porque primero son víctimas de él y después de ellas mismas: una vez que él acabó adentro, ya están listas para acabar con la mierda que les quedó, con su vida. Sí, como escuchaste. Así que subite la pollera y preparate, que el próximo paso es desangrar. Pero por dentro.” (Texto extraído de la novela “Por qué volvías cada verano”, otra forma de justicia que encontró la argentina Belén López Peiró para airear su rabia, su dolor y señalar culpables.)

Este artículo se escribe para hacer justicia a una menor que fue agredida sexualmente por un hombre ya fallecido. Romper con el silencio es una forma de hacer justicia. Estamos acusando a un muerto, pero también al tejido familiar que en su momento lo sostuvo. La pederastia sabemos que se da en distintos escenarios: bajo los faldones de los curas, en los centros de acogida, bajo la mirada de las instituciones de presunta protección al menor o contenida en el SAP (el inventado Síndrome de Alienación Parental que construye psiquiátricamente la criminalización de las malas madres y sus maternidades arrebatándoles la custodia y entregando a las criaturas a los padres pederastas). Pero el caso del que vamos a hablar tiene otro contexto, si cabe, más terrorífico: la familia nuclear.

No hay justicia si no hay nombres y apellidos, así que allá vamos: se llamaba José Antonio Rodríguez, era vecino del barrio del Carmen (Murcia) y trabajó como crupier en Murcia de 2008 a 2012. Un hombre como cualquier otro (como nos enseñó Hannah Arendt, la monstruosidad es de apariencia anodina), divorciado, padre de dos, fue abruptamente echado del domicilio donde residía por la madre de sus hijes. Antonio vivió este episodio como una injusticia aparejada de una pérdida de poder ante la madre de sus hijes, una deslegitimación ante algo que, quizás él pensaba, le correspondía de pleno derecho.