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Las malas víctimas y la patologización como arma política dentro de las estructuras patriarcales

El DSM3 no es el modelo de una nueva Termomix, ni un nuevo juego sexual de dominación sado-masoquista. Aunque sin duda estas siglas guardan relación con la subordinación y las relaciones de poder (las relaciones que no son horizontales y por consiguiente igualitarias suelen tener algún elemento coercitivo) estamos totalmente en un plano bien distinto al de las relaciones consensuadas.

Estas siglas se corresponden con lo que el mundo clínico considera que es «la Biblia en psiquiatría»: el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) escrito por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (American PsychiatricAssociation, APA por sus siglas en inglés). Ah, lxs expertxs, siempre jodiéndonos la vida. La necesidad de patologizar todo tipo de comportamientos y clasificarlos de «trastornos mentales» me produce la misma reacción-erección a la altura del tercer dedo de la mano que cuando alguien utiliza el adjetivo «normal» para justamente señalar lo opuesto: lo anormal, lo enfermo, lo socialmente inaceptable.

Patologizar lo que muchxs consideran fuera de la categoría «normal» despierta -afortunadamente- una sana controversia incluso entre profesionales. Creo que la mejor respuesta a tanta experta estulticia mantenida durante cientos de años es que lo normal es un programa de mi lavadora. El DSM3 recogió la homosexualidad en su listado de enfermedades mentales hasta 1973 (paradójicamente, la homosexualidad no se despenalizó en Estados Unidos hasta 2003) pero mantuvo el término «homosexualidad egodistónica» para todas aquellas personas que sufrían a causa de su orientación sexual. En el texto revisado en 1986, lxs expertxs concluyeron que en realidad el conflicto no partía del paciente sino de su entorno y así desapareció el término pues se entendió que ese sufrimiento era producto de la homofobia social. Es decir, no eran las personas las que estaban enfermas, sino la sociedad; «No es sano estar adaptado a una sociedad profundamente enferma», decía el filósofo y orador hindú Jiddu Krishnamurti.

En posteriores manuales, desde 2003, el DSM5 ya no considera enfermxs mentales a las personas trans (en Europa la OMS despatologizó la transexualidad este año 2018) y eliminó el trastorno de identidad de género de su lista, aunque, similarmente a lo sucedido con la homosexualidad, todavía conserva el vocablo «disforia de género»: la angustia experimentada por una persona trans por el hecho de serlo.

Esta tendencia clínica lógica -si pensamos en clave de evolución social y avances en la conquista de derechos- a cambiar el diagnóstico y reinterpretar enfermxs me lleva a reflexionar sobre las continuas revisiones del feminismo y sus sujetos políticos: me parece errado el diagnóstico hecho por algunas corrientes que se denominan feministas cuyas siglas evocan la onomatopeya de una flatulencia: las TERF (Trans-exclusionary Radical Feminist), esto es, el «feminismo» transexclusivista y tránsfobo que no considera que las mujeres trans sean mujeres, ni los hombres trans, hombres. Sí, exactamente igual que lxs del autobús naranja y el Opus Dei. Qué cosas. Francamente, se me hace muy cuesta arriba llamar a eso feminismo. Defender un biologicismo de corriente determinista cuando el feminismo lleva ya décadas desmontando cuñadismos darwinianos me parece un atraso, políticamente hablando.

Además, para las TERF el determinismo biologicista es una falacia cuando lo usan contra ellas (que de repente se acuerdan de que son foucaltianas), pero no cuando ellas lo esgrimen como argumento contra lxs demás. También observo una fuerte misoginia interiorizada y grandes dosis de hipocresía y cinismo cuando utilizan la hiperfeminización para acusar a las mujeres trans de perpetuar roles y estereotipos asociados al género femenino. El feminismo que se parece a cuando bajaban a los judíxs de los trenes y hacían dos filas para llevarlxs a pabellones diferentes no me interesa ni me representa. El feminismo de cerrar filas y dejar colectivos fuera es concentracionario, no liberador. El feminismo sin las, los y les trans es un feminismo ario que no sabe analizar la TRANSversalidad de la represión. Y el feminismo ario no existe, es sólo opresión muy mal maquillada. Como dice Paul Enorme Preciado, «La arquitectura corporal es política (…) El sexo no es ni un lugar biológico preciso ni una pulsión natural. El sexo es una tecnología de dominación heterosocial.»

La antropóloga social argentina Dolores Juliano  se preguntaba «¿Qué tienen en común una mujer que ejerce la prostitución, una que ha sufrido una violación y otra que busca reconocimiento legal a su identidad de género? Que serán creídas y apoyadas en la medida que asuman un discurso victimizador.» Según esta investigadora, las trabajadoras sexuales son apartadas por no cumplir con las conductas deseables para las mujeres conforme a los esquemas o preceptos patriarcales.

Juliano propone desmitificar los argumentos propuestos por el sector abolicionista que sólo tienen como destino la desautorización o incluso la castración de la voz puta. Y lo cierto es que resulta extraño la validez del discurso de la «buena víctima» (la validez del sufrimiento: esta cosa tan católica) como el único legítimo en la lucha antipatriarcal.

Reconocerse víctima, verse víctima, leerse víctima, sentirse víctima, socializarse víctima para recibir ayudas o apoyo por parte del Estado, de determinadas asociaciones o incluso de la ciudadanía, es una manera de despolitizar, de desarmar el argumento combativo intrínseco a todo proceso de empoderamiento apuntalando estereotipos machistas y patriarcales referidos al sujeto mujer: debilidad, fragilidad, necesidad de protección, sumisión y dependencia. En el extremo opuesto a esta visión capacitista en la que a las mujeres se les niega agencia y se las quiere eliminar de la sintaxis política como sujeto, están las trabajadoras del sexo politizadas mediante la organización en sus colectivos pro-sex y pro-derechos.

Creo que resulta revelador leer a través del Devenir perra de Itziar Ziga cómo se va configurando la reivindicación puta: cómo se vacía la palabra de insulto patriarcal y se llena de reivindicación feminista; es fascinante cómo nos estamos construyendo este maravilloso boomerang. Los mecanismos que pone en marcha el patriarcado para desacreditar una voz cuando ésta es mujer, y más aún cuando es puta, son muy poderosos por estar fuertemente arraigados y normalizados en nuestros códigos culturales.

Por suerte, las redes sociales nos brindan todas las facilidades para ir confrontando el estigma. Georgina Orellano, Secretaria General Nacional de AMMAR (sindicato de trabajadorxs sexuales de la Argentina), suele escribir bastante en su Instagram  (sí, hay personas que utilizamos esta red social para algo más que para hacer narcisistas selfucks) textos que te hacen explotar la cabeza. También comparte mucho de su activismo sobre las charlas que da en universidades y en todo tipo de espacios por Argentina sobre feminismo y trabajo sexual en contextos neoliberales, ahondando a través de sus vivencias personales en los procesos de transformación política necesarios para alcanzar el respeto social y los derechos laborales.

Acusa a través de sus RRSS a las abolicionistas de «desplegar un mayor estigma social sobre la palabra utilizada históricamente para aleccionar a las que nos salíamos de las normas y mandato establecidos por el patriarcado». A eso de «Ninguna mujer nace para puta», Georgina contesta: «todas las mujeres y los cuerpos femeninos somos explotadas, cosificadas y mercantilizadas en este sistema machista, capitalista y patriarcal»

La configuración de la mujer en el espacio público nunca fue tan amplio como cuando hablamos de prostitución: público en la calle donde muchas de ellas trabajan y público en los foros y espacios de acción política feminista.

En definitiva, existen pocos temas que inviten tanto a la reflexión feminista como la prostitución o el movimiento trans; en ambos volcamos qué es, cómo debe ser y de qué manera ha de comportarse la mujer basándonos en un ideario político que debería estar más cerca de la inclusión que de la animadversión.

 Mientras que el machismo lleva siglos sin cuestionarse absolutamente nada, los feminismos dan muestras de tener el músculo de la autocrítica bien desarrollado; a pesar de que la impresión de muchxs sea que la pena y la rabia nos lleva a moñearnos de manera aparentemente inútil gran parte de nuestro tiempo en todo tipo de espacios, en realidad esto no significa más que una cosa: resulta sintomático el cuestionamiento constante de las viejas estructuras a través del replanteamiento de los discursos.

Y tengo la sensación de que estamos desmantelando el sistema público de servicios patriarcales. Estaría genial, la verdad, sentirnos todas putas (¿no te lo han llamado nunca? ¡Créetelo!), putos y putes y así, todxs debajo del mismo paraguas político, todxs, las putas vocacionales y las profesionales, sonreír triunfalmente en esa foto de familia de zorras empoderadas.

El DSM3 no es el modelo de una nueva Termomix, ni un nuevo juego sexual de dominación sado-masoquista. Aunque sin duda estas siglas guardan relación con la subordinación y las relaciones de poder (las relaciones que no son horizontales y por consiguiente igualitarias suelen tener algún elemento coercitivo) estamos totalmente en un plano bien distinto al de las relaciones consensuadas.