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'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.

Decepción de Nobel: una lectura de 'Cuando fuimos huérfanos', de Kazuo Ishiguro

El Nobel de Literatura japonés Kazuo Ishiguro

Lola López Mondéjar

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El confinamiento deja más tiempo libre para leer ficción y, también, más dispersión en la elección de las lecturas, de manera que me dejo llevar por esporádicas visitas a la biblioteca, donde se acumulan demasiados libros que no han tenido aún la oportunidad de ser leídos. Es así como ha llegado a mis manos 'Cuando fuimos huérfanos', de Kazuo Ishiguro, premio Nobel de literatura 2017. A pesar de sus 400 páginas se deja leer con mucha facilidad, dado que se trata de una novela de detectives donde el crimen a descubrir es la desaparición de los padres del narrador, en Shangai, cuando este tenía unos nueve años. El argumento es atractivo a priori, y las mañas del escritor para llevar entretenido al lector a través de una historia que abarca desde 1930 hasta 1958, muchas. Porque, vamos a decirlo de una vez por todas, este libro está pensado como un bestseller, está construido como una novela negra, está bien escrito, pero es indigno de un premio Nobel de literatura. Claro que si nos atenemos a la historia, el jurado de los premios Nobel de literatura es de los que menos aciertan. Por poner solo un famoso ejemplo, el año 1905, que contó entre sus candidatos con Tolstoi, lo ganó el escritor polaco Henryk Sienkiewicz quien, convendrán conmigo, no ha dejado una considerable huella en la historia de la literatura. Pero vayamos a la novela de Ishiguro.

Está dividida en siete partes, tres de ellas se desarrollan en Shangai y cuatro en Londres. La trama podría ser verosímil si el escritor hubiera puesto más cuidado en la construcción y en el montaje de la historia, que está repleta de saltos inexplicables, de acontecimientos cuya aparición no viene precedida de ninguna circunstancia que los haga creíbles, de casualidades propias de una mala película. Y digo película, porque, es evidente, también, que esta novela estuvo escrita para ser llevada al cine. No soy la primera, al parecer, en observar este descuido del autor, que ensambla aquí y allá lo que le parece bien para hacer el asunto más ¿atractivo?, en el peor sentido que el término atractivo puede tener en literatura. No soy la primera, decía, pues ya en 2000, cuando se publicó en inglés, el The New York Times dedicó una crítica a este libro en la que se afirmaba que se trataba de “Una novela decepcionante”, y donde el crítico, elucubraba sobre si el texto lo había escrito en colaboración con un programa informático, de lo automatizado y esquemático que le parecía su estilo, según recogía David Alandete en su reseña.

Pero veamos de qué defectos estamos hablando trayendo algunos ejemplos aquí. Si la primera parte, la infancia del niño en Shangai, la relación con su amigo japonés Akira y con su tío Phillip, es atractiva y está coherentemente construida, los problemas surgen a partir de la mitad de la novela, las cuatro últimas partes, donde el autor tiene que hacer extraños malabarismos para llegar a la resolución de su investigación, hasta descubrir qué les sucedió a sus padres. Cuando observamos los vericuetos incomprensibles que recorre para demorar la solución, incluso el lector menos atento pensará que se trata de un autor diletante, que emprende una primera novela sin ninguna maestría, sin lecturas previas ni autocrítica alguna. Pueden comprender que mi decepción no sería tan profunda si no se tratase de la obra de un Nobel, una obra que se supone modélica, elegida para entrar a formar parte del canon. En caso contrario, ni siquiera me hubiese molestado en trasladar aquí mis opiniones.

El uso del recurso deus ex machina, es decir, la aparición de una fuerza externa inesperada cuya única lógica es la de servir al autor para los fines que se propone, sin que se atenga a ninguna coherencia narrativa ni relación con la historia, es recurrente. Veamos algunos de los muchos ejemplos que podríamos traer aquí.

Cuando el narrador, Christopher, ya un famoso detective en Londres, cuya fama trasciende las fronteras, regresa a Shangai, dice saber de antemano quienes fueron los autores del secuestro de sus padres, y pregunta a las autoridades del consulado inglés por una tal Serpiente Amarilla, un espía, que trabajó para los comunistas chinos del que nadie puede darle pistas, de momento. Sus pesquisas las ha realizado desde Inglaterra, a través de periódicos, pero al llegar a Shangai, no busca de inmediato a su querido amigo Akira para obtener alguna información al respecto, ni siquiera por motivos afectivos; y tan llamativa resulta esta falta de interés en encontrarse con Akira, que hasta el propio narrador tiene que excusarse ante el lector de forma harto increíble. Tampoco pregunta por el paradero de su tío Phillip, que jugó un papel muy confuso en su marcha a Inglaterra, ni por su antigua casa, ni por su niñera china, Mei Lei. Nada, de todos estos personajes se irá sabiendo de forma tan casual como alejada de las leyes más elementales de la lógica, de manera tan apresurada como inverosímil, en las últimas treinta páginas de la novela. Sarah, una joven frívola que gustaba de codearse con la alta sociedad londinense, se casa finalmente con un viejo lord para irse a Shangai y jugar allí una última y superflua baza en la trama. Sin que contemos con ningún antecedente que anticipe su decisión, le propone a nuestro narrador fugarse con ella a Macao, y de la misma forma imprevista acepta nuestro protagonista esta aventura. Un protagonista que hasta ese momento no tenía otra misión que cumplir en su vida que enfrentarse al crimen en Londres y rescatar a sus padres en Shangai, secuestrados hace dieciocho años. Sin dar explicación alguna al lecto, nuestro hombre está convencido de que siguen vivos en el mismo Shangai, imagino que alimentados y cuidados por sus amables secuestradores, para fines que nunca se explican tampoco. Claro que, el mismo día de su cita con Sarah, nuestro detective recibirá una llamada del comisario que investigó entonces el secuestro, un anciano decrépito que ha recordado de improviso la casa que se dejó sin investigar entonces, sirviéndose de una última pipa de opio, ¡ay!. Entonces, en un rocambolesco, nuevo y ridículo deus es machina, el joven taxista que debe recoger a Christopher para llevarlo hasta Sarah sabe dónde se encuentra la casa en cuestión, enfrente de la de un actor ciego, e intentará conducirlo hasta allí en mitad de una batalla entre japoneses y chinos, en la que, por dios, no se lo pierdan, encuentra a su querido amigo Akira, que le ayudará a orientarse entre los escombros hasta conseguir su objetivo. Infructuosamente para sus propósitos, todo hay que decirlo, pero no para los del narrador: hacerlo regresar sano y salvo a la zona Internacional, donde continuará con su investigación. A todo esto, Sarah se habrá marchado y no sabremos más de ella, ni de los sentimientos que a Cristopher le produce faltar a su cita, como no hemos sabido prácticamente de ningún otro afecto anterior, más que de forma, podríamos decir “protocolaria”, artificiosa, literaria –esto último también en el peor sentido del término–.

Todo queda resuelto al final, porque el tío Phillip, como no podía dejar de suceder, aparece de improvisto como protagonista de este entuerto, y le cuenta a nuestro Christopher la verdad. Amén. Una verdad que, por otra parte no tiene desperdicio. El círculo se cierra, la madre que era bella, habrá tenido el destino de las bellas de tantas novelas; el padre se descubre menos glorioso, el tío más taimado, Sarah afortunada, todos encuentran su final, y el lector cierra el libro sorprendido de que la Academia sueca haya siquiera tomado en cuenta a este escritor, al menos si lo juzgamos solo por este libro. Espero acercarme cuando salga de mi shock a otra de sus novelas, para darle una nueva oportunidad.

Si añadimos a todo lo anterior una prosa cuidada, pero que suena a demasiado obsoleta, como salida de una novela de Arthur Conan Doyle; la prosa encorsetada y rutinaria propia de un autor mimético, y unos sentimientos tan lábiles y egocéntricos en casi todos los personajes que apenas podemos pensar que sean humanos, solo cabe decir que Cuando fuimos huérfanos, acaba dejando huérfano al lector… de buena literatura.

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