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Una Latinoamérica de la mente: sobre 'Las alegres' de Ginés Sánchez

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Algo en mi interior, una fuerza poderosa que se suele denominar oficio pero que en mi caso tiende a hacerme llenar páginas y páginas de tópicos, casi teclea por mí un arranque diferente a este texto: Esta no será una reseña al uso. Así. A pelo. Sea lo que sea una reseña al uso, vamos a huir de ella. Casi estoy por añadir que toda reseña al uso empieza advirtiendo que no lo será.

¿Qué es, entonces, una reseña al uso? ¿Existe, es concebible una reseña al desuso? ¿Qué reacciones nos provoca la literatura usual? ¿Y la inusual? ¿Quién dice qué es el uso literario, qué el abuso, qué ha caído en desuso? ¿Qué libro ha quedado inconcluso, dejándote patidifuso, obtuso o tal vez hasta bielorruso? Esta reseña se va a ocupar de lo que entendemos por uso, descontando sindicatos.

En Las alegres (Tusquets, 2020), Ginés Sánchez ubica al lector en una Latinoamérica sintética, una Cheetah más collage que ficción que actualiza una tradición de toponimias literarias que pasa, sí, por Comala o Macondo, y también -claro- por la Santa Teresa de Bolaño, pero también por la San Cristóbal de Andrés Barba en República luminosa o el Puesto del Este de Cristina Fallarás.

La técnica es fragmentaria y coral, con la apabullante perfección técnica marca de la casa a que nos tiene acostumbrados Sánchez: cada escena marcha a un ritmo -narrativo y sintáctico- propio pero sincronizado con el tiempo macro de la novela. El trabajo con el lenguaje es ingente, si bien más sutil que en anteriores obras del autor, que ha hecho del virtuosismo con los infinitos registros del español americano seña de identidad desde Los gatos pardos. Documentos policiales, académicos, sociológicos, históricos, periodísticos se intercalan con diálogos que amplían la toma hasta los poros de la piel, en escenas de crudeza contenida, horror semielidido que toma del archivo subconsciente del lector el ingrediente que falta para una experiencia literaria intensísima.

Ahora deténgase, querido lector, y relea los dos últimos párrafos: he ahí mi reseña al uso, y he necesitado demostrarle que podía hacerla. Ya puede usted salir con toda tranquilidad de este texto, que transitará en adelante por un territorio estrictamente extraliterario.

Esto es, extraliterario si para usted la literatura es tiki-taka adjetival y virtuosismo en la relojería, y todo lo demás es literatura. En caso contrario no tema, en este texto no estamos a Rolex. O sí. Estamos a setas y a Rolex, como siempre. Tema setas: en Las alegres hailas. Muchas. Un grupo de mujeres se organiza, en un contexto de extrema violencia machista estructural, para pasar a la acción. Toda la novela persigue pistas de esa acción, que siempre parece quedar detrás de un velo, de un subgrupo dentro de otro subgrupo, de una conocida de una conocida. Sin embargo, y aunque la acción no pueda ser documentada, aparecen cadáveres. De hombres esta vez. No inocentes. La prensa de Cheetah, así como su masculinísima intelectualidad, enloquece: qué está pasando con estas mujeres locas, adónde vamos a llegar, qué nueva enfermedad corroe nuestra sociedad y nuestra moral.

Y aquí llegamos al triple salto mortal, el rasgo que le otorga a Las alegres su genuino sabor: cuando las críticas al uso que la novela ha despertado se emparentan con los textos que, dentro del libro, analizan sin mucha fortuna el alzamiento feminista que sacude el país. Los pero a dónde vamos a llegar se mezclan con los esto ya no es literatura, los cuando las mujeres usan la violencia pierden la razón con los qué necesidad había de hablar de esto (cito todo el rato de memoria). Límites. Usos. Quién los traza. Quién los vigila. Quién sanciona qué es terrorismo, qué protesta, qué panfleto, qué literatura.

Las alegres se instala en un terreno literario explosivo que sacude los cauces de un canon implosivo, se posiciona de otro lado, obliga a mentes bienpensantes al uso a remarcar esos buenos usos de toda la vida, cuando los libros no se salían del repertorio narrativo y moral reglamentario. Las alegres transita del lado de la vida, claro. Y también nos ayuda a nosotros, lectores de aquí y de allá, a encontrar en ese valiente pasarse de la raya una literatura que convive con la historia, con la violencia, con el pánico, con el dilema, con el valor. Con la vida de las mujeres, en suma.

Algo en mi interior, una fuerza poderosa que se suele denominar oficio pero que en mi caso tiende a hacerme llenar páginas y páginas de tópicos, casi teclea por mí un arranque diferente a este texto: Esta no será una reseña al uso. Así. A pelo. Sea lo que sea una reseña al uso, vamos a huir de ella. Casi estoy por añadir que toda reseña al uso empieza advirtiendo que no lo será.

¿Qué es, entonces, una reseña al uso? ¿Existe, es concebible una reseña al desuso? ¿Qué reacciones nos provoca la literatura usual? ¿Y la inusual? ¿Quién dice qué es el uso literario, qué el abuso, qué ha caído en desuso? ¿Qué libro ha quedado inconcluso, dejándote patidifuso, obtuso o tal vez hasta bielorruso? Esta reseña se va a ocupar de lo que entendemos por uso, descontando sindicatos.