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El perseguidor: una lectura de 'Los nombres impares', de Alex Chico

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Si bien los textos que hacen de la presencia del yo-autor ficcionalizado como personaje, y que, en mayor o menor medida, lo cuestionan, refractan o falsifican, en un juego literario que suele ser central en la interpretación, pueden remontarse como mínimo hasta la Edad Media, el término autoficción parece cobrar densidad teórica y literaria desde la aparición, en 1977, del relato Fils, de Serge Dubrovsky. Desde entonces, la autoficción, el “pacto ambiguo”, como lo denominaba hace una década Manuel Alberca, ha sido uno de los fenómenos más atendibles en la literatura en español, así como uno de los intereses paradigmáticos de la crítica. El siglo XXI no ha hecho más que acentuar su cultivo, lo cual ha generado un debate muy relevante, que cuenta, recientemente, con voces que denuncian un cierto hartazgo del fenómeno. Baste remitir a los ensayos de Ana Caballé o Vicente Luis Mora para ilustrarlo. Estando lejos de los intereses de esta reseña abordar este debate en su complejidad, puede resultar útil recuperar algunas ideas que planteaba hace unos años Reinaldo Laddaga. El crítico argentino analizaba cómo una parte de las ficciones narrativas que determinaron el campo literario latinoamericano en la primera década del siglo XXI acompañaba esa figuración del yo-autor textualizado de la expresión de una cierta dificultad o tentación por no escribir: vale decir, la tematización de una problematización de la posibilidad de tomar la palabra para producir discurso, como si la propia literatura fuera el modo en que se da cuenta del esfuerzo de escaparle al silencio. Como si, para hacerlo, hubiera que verbalizar de algún modo el silencio como horizonte de posibilidad para seguir adelante, o como si salir de ese silencio requiriera forzar las costuras del yo que escribe, informando, en el texto, del proceso mismo de escritura. Ello puede leerse – dice Laddaga – en muchos autores decisivos para pensar el canon a uno y otro lado del Atlántico. Ocurre en ficciones de César Aira, Mario Levrero, João Gilberto Noll, Mario Bellatin o Enrique Vila-Matas. En todas estas firmas está en juego la cuestión de la manera en que se imbrican literatura y vida: el problema de cómo hallar un modo de hacer que la literatura transforme o modifique el orden de la vida, en un momento en el que la literatura (o el arte) tras la llamada posmodernidad había abandonado la tradición rupturista de la vanguardia.

En este sentido, el crítico Julio Premat plantea en un ensayo reciente cómo la cuestión de la vanguardia está en el centro de muchas de las poéticas más exigentes de la literatura latinoamericana desde los años noventa del siglo XX. De acuerdo con Premat, uno de los rasgos propios de la literatura argentina - y aquí encuentra concomitancias con otras literaturas en lengua española - es que viene siendo recorrida por lo que Damián Tavarovsky llamaba “el fantasma de la vanguardia”: un número atendible de autores argentinos de comienzos de los dosmiles o bien presentan una cierta propensión a considerar la idea de vanguardia un valor refugio, o bien muestran una obsesión por desarraigar el concepto de sus limitaciones históricas para así hacer en parte operativas en el presente algunas de sus características. Las figuraciones del yo que aparecen en muchos autores contemporáneos, algunas de las cuales analiza Premat, más allá de ser una fórmula o una moda, se ponen a funcionar como un recurso en un proyecto de hibridar de nuevo literatura y vida, esfuerzo que fue central en los programas de la vanguardia. Sin esta voluntad de cuestionar el estatuto de lo literario y sus límites, sin el proyecto de encarar el hecho literario desde la lógica de un cierto experimentalismo, de una cierta transgresión en lo político o de una búsqueda de un lenguaje que dé nuevas respuestas a los problemas que la literatura enfrenta, valores tradicionalmente asignados a la vanguardia, a menudo la figuración del yo se vuelve un ejercicio solipsista o gratuito y corre el riesgo de perder interés.

Este juego de problemas o asuntos destaca en la obra de Roberto Bolaño. Autoficción y vanguardia se dan la mano particularmente en Los detectives salvajes, verdadero retrato generacional más autoficticio que autobiográfico, donde Bolaño acompaña el devenir de una miríada de personajes pertenecientes a los infrarrealistas – los “realvisceralistas”, así llamados en su novela –, grupo poético mexicano al que perteneció el autor, disfrazados en su mayor parte con nombres ficticios en un subyugante juego de identidades. El componente autobiográfico en la novela forma parte de un mundo ficcional donde Bolaño se toma el trabajo de desmitificar con ironía el campo literario de la neovanguardia mexicana de los sesenta y setenta, desarticulando sus utopías e ingenuidades, pero construyendo al hacerlo una mitología que homenajea en la derrota a sus personajes entre la realidad y la ficción. Al leer a Bolaño, muchos quisimos ser detectives salvajes, quisimos encontrar, junto a Ulises Lima y a Arturo Belano, a nuestra particular Cesárea Tinajero por los desiertos de Sonora. Si disfrutamos tanto del viaje de los personajes de esa novela en pos de alcanzar un fragmento siquiera mínimo del absoluto que prometía la literatura o el arte, es porque a una parte de nosotros también nos habría gustado que nos fuera la vida en hallar aquello no contaminado por la derrota de todas las utopías. A pesar de la muerte de toda posibilidad de vanguardia, de la melancolía o el desencanto que nos invade al término de la novela, comulgamos con aquello de lanzarse una vez más a los caminos contra todo pronóstico, para vivir la ficción – o hacer que la ficción viva en nosotros – de ser redimidos por la literatura y, de alguna manera, salvar la vida, al menos el tiempo en que esos personajes habiten en nuestra imaginación. 

Los nombres impares (Candaya, 2021) es la novela de un enamorado de la literatura de Bolaño. La firma Álex Chico (Plasencia, 1980), un narrador que, puede decirse sin temor a errar, es ya uno de los nombres más originales de la última narrativa española. Lector de Sebald y Carrère, Chico es autor de tres novelas publicadas en la Editorial Candaya. El procedimiento creativo que exhibe en cada una de ellas configura una poética que lo singulariza en el panorama literario actual. Los tres títulos se mueven dentro de lo que podríamos denominar ensayo-ficción, término que el propio Chico ha defendido teóricamente. En el ensayo-ficción, como apunta Ginés Cutillas en un esclarecedor artículo, el escritor reconstruye “los espacios de conjetura que crea el ensayo y los huecos ficcionales que crea la autoficción para erigir obras con clara intención literaria”. Las ficciones de Chico son un ejemplo paradigmático de esta corriente. Un final para Benjamin Walter (2017) propone una investigación que especula sobre los posibles finales del filósofo en Port Bou, búsqueda que lleva al autor a recorrer los espacios físicos por donde aquel se movió. Por su parte, Los cuerpos partidos (2019) propone una ficción a caballo entre el ensayo y el relato intimista que busca recuperar la memoria del periplo del abuelo migrante en Bélgica, persiguiendo entender qué pudo haber sentido y cómo pudo haber vivido ese desarraigo primitivo en que se refleja en claroscuro el propio desarraigo identitario del narrador. Por último, esta novela, Los nombres impares, se inscribe en la tradición bolañeana, y podría pensarse un capítulo añadido de una ficción transmedia que embarca a un narrador/autor y personaje llamado Álex Chico en un documental ficticio sobre la vida de Rubén Darío Galicia Piñón, el infrarrealista perdido. En las tres obras de Chico, los narradores se encuentran ante una imagen, unos hechos, una figura que disparan la trama, y pese a que el autor ya domina todos los materiales y la información a partir de los cuales narra, se introduce en su texto como un personaje que limita su perspectiva y nos va informando en tiempo real de los pasos que va dando en su investigación, ofreciéndosenos como alguien que ignora más de lo que sabe, como un acompañante en un paseo, aproximándose más al narrador de una novela que al profesor que escribiría un ensayo literario.

Como hizo Bolaño, Álex Chico, en su tercera novela, parte del intersticio entre la realidad y la ficción en que se escriben Los detectives salvajes. Ahora bien, si Bolaño emplea la realidad para transmutarla en ficción, en su novela, y después emplea dicha ficción para seguir disparando otras ficciones, como hace con Estrella distante, Chico se instala del lado de la realidad y recupera al escritor debajo del personaje, el desaparecido Darío Galicia, poeta homosexual vinculado a los infrarrealistas y transformado en Ernesto San Epifanio por Bolaño en Los detectives. Galicia desapareció del panorama literario en los años setenta y muy poco se ha sabido de él desde entonces. El “fantasma de la vanguardia” del que hablaba Tavarovsky reaparece en la novela en este poeta maldito, objeto del asedio del narrador.

En el ensayo-ficción, como lo entiende Chico, el tema de las investigaciones acaba siendo crucial en la configuración de la identidad o la intimidad del narrador, una intimidad que encuentra el modo de hablar también a sus lectores. En las tres novelas del autor placentino vislumbramos a un personaje que persigue una sombra con la esperanza de que esa sombra lo ilumine. Como era Johny Carter para Bruno en el relato cortazariano de “El perseguidor”, Galicia significa para el narrador de la novela una metonimia de todos los escritores que entregaron su vida a la literatura, que lo arriesgaron todo – incluso la razón – de acuerdo a unos códigos de exigencia donde no cabían concesiones al mercado., representantes de una vanguardia en minúsculas que después fueron olvidados. Galicia en la novela es un espejo incómodo que nos devuelve al mismo tiempo fascinación, terror, tal vez nostalgia y melancolía sin que esté muy claro qué es lo que predomina. Un rasgo constitutivo de la poética de Chico es el extraordinario poso lírico que se desprende de cada página. Los nombres impares está plagada de interrogantes y reflexiones que afectan a la propia creatividad del autor, a cómo la memoria deshace los hechos, a cómo es necesario robar una historia para poder hoy seguir escribiendo, a cuáles son los límites o líneas rojas que es lícito o no cruzar en los diferentes pactos de lectura, a cómo continuar imbricando, en definitiva, vida y literatura a pesar de todo.

Quizás, el rasgo más propiamente novelesco de este libro provenga del policial. Así, las pesquisas del narrador/autor buscan identificar a un desaparecido que algunos habían dado por muerto, sobre el que recae una leyenda negra que llega hasta hoy. El narrador – un escritor que atraviesa un bloqueo creativo – decide acompañar como guionista a su amigo cineasta, Tomás Acosta, en el proyecto de rodar un documental sobre Damián Gallego, identidad bajo la que, de acuerdo con la novela, se ocultaría el autor de La ciencia de la tristeza. Gallego es un escritor sexagenario y enfermo que pasa sus últimos años en el nada glamuroso barrio barcelonés de Vallcarca. A través de Ida, la chica que cuida de él, los dos amigos logran entrar en su piso para examinar toda una serie de cajas con fotografías, recortes de prensa, libros y notas manuscritas. A partir de estos documentos y el concurso de otros personajes que desfilan por la novela, como el poeta Bruno Montané – Felipe Müller en la obra de Bolaño –, o el también escritor Eduardo Ruiz Rosa, el narrador va tejiendo conexiones entre Damián Gallego y la figura de Galicia, enfant terrible de la neovanguardia mexicana que, de acuerdo con lo que se dice en la novela de Bolaño, llegó a proponer la boutade de la fundación del primer Partido Comunista Homosexual de México. Chico, que ha declarado en varias entrevistas que el periodo de documentación le resulta el más gratificante de su trabajo de escritor, arma este mosaico con diversos materiales que entreteje de manera muy inteligente: el testimonio de otros escritores, lo expresado por Bolaño en Los detectives salvajes a propósito de Ernesto San Epifanio, las referencias a Galicia en antologías, como la de Gabriel Zaid, o la serie de estudios y artículos periodísticos que recuperan la figura de Galicia (los más importantes, dos artículos que le dedica la mexicana Ana Clavel, escritora e investigadora de la literatura, aparecidos en el periódico Milenio). Además de un preciso trabajo de documentación a propósito de la neovanguardia mexicana de la época, Chico espolvorea el libro con multitud de citas de autores de muy diversa índole que enfrentaron el proyecto de recuperar la memoria en sus escritos y engarza esas citas con habilidad en beneficio de la narración.

A lo largo de la novela, el autor placentino va tejiendo una historia al hilo de sus preocupaciones e intereses como investigador, ofreciéndonos todo lo que se sabe de Galicia. Se nos recuerda cómo, en un poema de Los perros románticos, el propio Bolaño afirma ir a visitar a su amigo convaleciente, en compañía de Mario Santiago, tras haber sido operado aquel de dos aneurismas en condiciones muy precarias, sugiriendo que tras esa operación en realidad hubo una lobotomía promovida por su familia para “curar” su homosexualidad. Pese a ello, Galicia, aun con facultades mermadas, siguió publicando algunos poemas, cuentos y artículos a lo largo de los años, e incluso fueron apareciendo algunos libros suyos, pero desde los años ochenta se le pierde la pista. Bolaño muere en 2003 imaginándolo muerto. Algunos testimonios lo identifican en situación de calle en México DF en 2008. Fue aparentemente fotografiado ese año vagabundeando por la ciudad e inclusive - como recoge en su texto Ana Clavel - la escritora Carmen Boullosa escribió sobre él en prensa para reivindicar la necesaria dignidad debida a los intelectuales, cargando las tintas contra las autoridades mexicanas por permitir un deterioro semejante. Después vuelve a perderse. Hasta aquí lo que se sabe, pero donde no llega el ensayo o la historia, logra llegar la ficción. Álex Chico fabula, imagina cómo puede haber sido la vida de Galicia y la hace vivida por su Damián Gallego, que finalmente, en el momento de mayor intensidad de la novela, toma la palabra para hablar por sí mismo en una entrevista grabada en su piso de Vallcarca. Chico imagina los versos y manuscritos que pudo haber compuesto y que nunca publicó; sus muchas anécdotas de comienzos de los setenta junto a los “infras”; sus viajes a Culiacán; su encuentro con Octavio Paz; un período en la cárcel en México; cómo vivió entre delirios la operación en que trepanaban su cráneo y cómo fue el postoperatorio; cuál fue su relación con su familia; una etapa como clochard en París; sus solitarios recitales poéticos en los lugares más inverosímiles de la ciudad; cómo sufre un episodio de esquizofrenia en sus calles; su posterior decepción de las figuras centrales del infrarrealismo – “ni detectives ni salvajes”, llega a decir de Santiago y Bolaño –; su amistad con el argentino Néstor Sánchez, otro escritor bohemio y poco difundido, amigo de Cortázar, admirador, como Damián Gallego, de Gurdjieff y autor de Diario de Manhattan (un libro que se convierte en Los nombres impares en otro, titulado Crónica de París, firmado por Gallego); cómo recibió la noticia de la muerte de su padre; su afición por recluirse en una cárcel a cielo abierto, como es el desierto, que a su llegada a España lo hizo visitar los Monegros y Tabernas; la idea de la ocupación literaria como el servicio esclavo a un amo al que no se conoce; su crítica feroz al sistema editorial; la inútil aspiración a eso que puede llamarse posteridad, y el silencio como única utopía factible en adelante. El resultado es, en definitiva, perfectamente verosímil, tanto, que sus lectores pensamos que, efectivamente, el narrador ha logrado devolvernos al poeta, al fin, lúcido y vivo, en parte descreído y en parte orgulloso de su pasado, elegante y sarcástico, derrotado y, por lo mismo, magnífico, respondiendo a las preguntas para el supuesto documental de Acosta y Chico. La trama novelesca está tensionada por este juego de identidades – Gallego, Galicia, San Epifanio – que se solapan, tensión que no se resuelve hasta el final del libro. La conjetura que empuja al narrador no termina de satisfacerse: ¿Gallego es o no es Galicia? ¿O es otra vez Cesárea Tinajero para el narrador de esta novela? ¿Álex Chico es o no Álex Chico? ¿Y si alguno de ellos no lo fuera, acaso importaría? El espejo de Gallego ¿qué rostro nos devuelve? ¿El de la utopía, el del miedo, el de la nostalgia o el del desencanto? ¿Se puede decir la verdad mintiendo si se miente lo mejor posible? ¿Es preferible lo verosímil a lo verdadero? ¿Escribir, como dice el narrador del libro, no es acaso añadir un capítulo a la obra de aquellos escritores que más admiramos, para escribirnos a nosotros mismos en esa estela o, por decirlo junto a Rafael Cadenas, para que por un instante “seamos reales”? ¿Qué fue y qué será la vanguardia?

Álex Chico, en Los nombres impares, construye una autoficción que participa en el debate en curso sobre la autoficción misma. El cuestionamiento del propio procedimiento de escritura se incluye dentro de la trama en la forma de una discusión sobre los límites de la imaginación en el documental entre los personajes de Chico y Acosta, sentados en una terraza de Gràcia. Una discusión en la que Chico defiende la poesía y la ficción como una forma superior de conocimiento, donde “faltarle el respeto al espectador es no construir la mejor historia que le puedo contar (…) con todas las trampas. (…)”. Chico defiende la legitimidad de la ficción al documentar la historia de Gallego: “la diferencia entre el poeta y el historiador” es el poder de contar “lo que sucede” o “lo que podría haber sucedido…” (210). Acaso de una forma u otra ese punto de ficción resulta inherente a toda aproximación a la realidad que cabe postular. Como apunta en otro lugar de la novela el propio Chico, en un párrafo que podría definir también el trabajo de investigación:

“Tiras del hilo, pero no deshaces la madeja. Simplemente añades más capas. (...) Lo único que puedes hacer es aumentar el volumen de la madeja, superponer más capas, rodearla con nuevos hilos. Hasta que alcance una dimensión suficiente como para saber que ese objeto podrá acompañarte durante un tiempo. Antes de que eche a andar por su cuenta y te sientas, otra vez, habitando un lugar solitario” (125).

Entre la realidad y la ficción, Los nombres impares invoca para sus lectores las figuras de Darío Galicia y Néstor Sánchez, pero también la de Bolaño, entre otras muchas referencias y citas, para recordarnos que escribimos, investigamos, leemos para añadir interrogantes que nos permitan continuar nuestra propia historia, para encontrar cobijo en aquello que escribimos y leemos, al menos por un tiempo, para reunir, como hace en esta magnífica novela Álex Chico, de un modo verosímil vida y literatura.

Si bien los textos que hacen de la presencia del yo-autor ficcionalizado como personaje, y que, en mayor o menor medida, lo cuestionan, refractan o falsifican, en un juego literario que suele ser central en la interpretación, pueden remontarse como mínimo hasta la Edad Media, el término autoficción parece cobrar densidad teórica y literaria desde la aparición, en 1977, del relato Fils, de Serge Dubrovsky. Desde entonces, la autoficción, el “pacto ambiguo”, como lo denominaba hace una década Manuel Alberca, ha sido uno de los fenómenos más atendibles en la literatura en español, así como uno de los intereses paradigmáticos de la crítica. El siglo XXI no ha hecho más que acentuar su cultivo, lo cual ha generado un debate muy relevante, que cuenta, recientemente, con voces que denuncian un cierto hartazgo del fenómeno. Baste remitir a los ensayos de Ana Caballé o Vicente Luis Mora para ilustrarlo. Estando lejos de los intereses de esta reseña abordar este debate en su complejidad, puede resultar útil recuperar algunas ideas que planteaba hace unos años Reinaldo Laddaga. El crítico argentino analizaba cómo una parte de las ficciones narrativas que determinaron el campo literario latinoamericano en la primera década del siglo XXI acompañaba esa figuración del yo-autor textualizado de la expresión de una cierta dificultad o tentación por no escribir: vale decir, la tematización de una problematización de la posibilidad de tomar la palabra para producir discurso, como si la propia literatura fuera el modo en que se da cuenta del esfuerzo de escaparle al silencio. Como si, para hacerlo, hubiera que verbalizar de algún modo el silencio como horizonte de posibilidad para seguir adelante, o como si salir de ese silencio requiriera forzar las costuras del yo que escribe, informando, en el texto, del proceso mismo de escritura. Ello puede leerse – dice Laddaga – en muchos autores decisivos para pensar el canon a uno y otro lado del Atlántico. Ocurre en ficciones de César Aira, Mario Levrero, João Gilberto Noll, Mario Bellatin o Enrique Vila-Matas. En todas estas firmas está en juego la cuestión de la manera en que se imbrican literatura y vida: el problema de cómo hallar un modo de hacer que la literatura transforme o modifique el orden de la vida, en un momento en el que la literatura (o el arte) tras la llamada posmodernidad había abandonado la tradición rupturista de la vanguardia.

En este sentido, el crítico Julio Premat plantea en un ensayo reciente cómo la cuestión de la vanguardia está en el centro de muchas de las poéticas más exigentes de la literatura latinoamericana desde los años noventa del siglo XX. De acuerdo con Premat, uno de los rasgos propios de la literatura argentina - y aquí encuentra concomitancias con otras literaturas en lengua española - es que viene siendo recorrida por lo que Damián Tavarovsky llamaba “el fantasma de la vanguardia”: un número atendible de autores argentinos de comienzos de los dosmiles o bien presentan una cierta propensión a considerar la idea de vanguardia un valor refugio, o bien muestran una obsesión por desarraigar el concepto de sus limitaciones históricas para así hacer en parte operativas en el presente algunas de sus características. Las figuraciones del yo que aparecen en muchos autores contemporáneos, algunas de las cuales analiza Premat, más allá de ser una fórmula o una moda, se ponen a funcionar como un recurso en un proyecto de hibridar de nuevo literatura y vida, esfuerzo que fue central en los programas de la vanguardia. Sin esta voluntad de cuestionar el estatuto de lo literario y sus límites, sin el proyecto de encarar el hecho literario desde la lógica de un cierto experimentalismo, de una cierta transgresión en lo político o de una búsqueda de un lenguaje que dé nuevas respuestas a los problemas que la literatura enfrenta, valores tradicionalmente asignados a la vanguardia, a menudo la figuración del yo se vuelve un ejercicio solipsista o gratuito y corre el riesgo de perder interés.