Desde el domingo por la mañana se ha instalado en mi corazón un dolor que llora en silencio sin descanso. Pienso en mi hijo, en mi hija, que ese día volvió a las seis de la mañana, pienso en el azar de la tragedia. Hago recuento de los hijos de amigos habituales de Teatre con un temblor de angustia. Avanza la mañana, no hay noticias de personas cercanas, y se hace cierto el lema inglés no news, good news. No nos ha tocado a nosotros esta vez, pero esta lotería de dolor reparte de forma ciega. Es inevitable, así es el alma humana, cuanto más cercana la tragedia más interpelados nos sentimos, precisamente por la angustia y el sobresalto que producen el sentimiento de que podríamos haber sido cualquiera de nosotros o de los nuestros.
Por ese motivo no puedo evitar identificarme con los padres y las madres, huérfanos hoy de hijos. No existe una palabra en castellano que designe al padre que pierde a un hijo, una hija, porque va contra natura. El lenguaje se resiste a definir algo que no debería suceder nunca. Me pregunto cómo se entierra a un hijo, a una hija, sin enterrar la propia vida con ellos. Cómo es posible que todo lo que han sido pueda quedar reducido a cenizas.
Pero sobre todo pienso en quienes han perdido la vida, en sus cortas vidas porque la mayoría eran jóvenes o muy jóvenes. En sus terribles últimos momentos antes del final. Qué injusto, qué injusto todo. Trece vidas, trece, el número aciago, más aciago hoy que nunca. Cómo ha podido pasar, qué ha fallado. Esto es algo que habrá que analizar con detalle porque es intolerable que algo así pueda suceder. Intolerable. Insoportable. Pero en este momento solo podemos atender a nuestro dolor. Sé que la indignación vendrá inmediatamente después.
Ojalá el dolor y la zozobra que me acompañan desde el domingo pudieran hacer más liviana la carga de quienes han perdido a sus hijos, hermanas, amigos, amigas, seres queridos. Solo aspiro hoy poner una mano en el hombro de quienes han perdido a alguien y acompañarlos en su dolor.
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