En Murcia la educación de los menores de dieciséis años es obligatoria, universal y supuestamente gratuita. Esta obligatoriedad implica que la relación de los padres con los educadores no comienza teniendo una naturaleza de confianza, sino de imposición. En la práctica esta situación puede cambiar, o no hacerlo.
Esta obligatoriedad muestra también el convencimiento del estado, nacional y autonómico, (no sólo de una ministra concreta) de que los niños no son de los padres, sino del propio estado, al menos en una cierta medida. Considero esta cuestión extremadamente espinosa y potencialmente causante tanto de tensiones entre el estado y la ciudadanía como de situaciones injustas.
El estado se apropia de los niños y los adolescentes y los recluye durante una proporción significativa de su tiempo en colegios (centros de educación infantil y primaria) y en institutos (de educación secundaria). Allí son instruidos con información y adoctrinados con los valores del momento para formar buenos ciudadanos. Esto se justifica considerando que se hace por el bien de los niños, pero es inevitable que el estado tenga en ello un conflicto de intereses. De hecho, es difícil no conectar la promoción de la docilidad que se realiza en los centros educativos con el despliegue espurio de los intereses del estado.
Esta imposición se dulcifica permitiendo a los niños (o a sus padres) un cierto margen de elección de centro educativo, incluso abierto a los modelos concertado o privado, siempre y cuando estos centros se atengan a las imposiciones curriculares y de otra índole que determine el estado.
En esta situación, los centros educativos asumen la responsabilidad de proteger y vigilar a los menores que les han sido encomendados, adoptando las medidas y restricciones que consideran oportuno para ello. Es habitual que los centros educativos impidan a los menores de dieciocho años abandonar sus instalaciones durante el horario escolar. Esta restricción resulta difícil de justificar en adolescentes que salen a la calle solos de manera habitual cuando están a cargo de sus padres. Aún más difícil es justificarla a partir de los dieciséis años, cuando ya disponen de la mayoría de edad sanitaria, al ser considerados suficientemente maduros para ello. Aún complica más la justificación de esta medida el hecho de que existan excepciones a este principio, como algún caso de instituto que carece de patio interior.
Resulta paradójico pensar que en los años ochenta y noventa del siglo pasado, cuando estábamos saliendo de una dictadura, los niños salían de los institutos durante el tiempo de recreo y conforme hemos desarrollado la democracia se han reducido libertades. Es cierto que en aquella época se entraba en los institutos con dos años más de edad de lo que se hace ahora. He oído justificar la restricción generalizada de movimientos a los alumnos por las dificultades logísticas de determinar y controlar quién puede salir en cada momento y quién no. Espero que estas razones no sean las “oficiales”, dado que difícilmente cuestiones logísticas pueden justificar medidas a gran escala y prolongadas en el tiempo que afectan a derechos fundamentales.
La obligatoriedad de asistencia a clase se acompaña de su control, y la necesidad de justificar las faltas cuando, por indisposición u otro motivo, éstas ocurren. Esta justificación la realizan los padres, considerándose que aunque los menores puedan tener madurez suficiente para abortar sin permiso paterno, no la tienen para faltar a clase. En algún instituto los padres son notificados por email cada falta de su hijo, con mensajes procedentes de una cuenta de correo electrónico que no admite respuestas.
Cuando un centro educativo asume la responsabilidad de controlar la presencia de menores, por una imposición legal que los padres tienen que acatar, sin permitir a los adolescentes salir del centro cuando no tienen clase, y desde una posición de autoridad tal que establece comunicaciones unilaterales con los padres que no admiten respuesta, lo menos que se puede esperar es que sean escrupulosos en la realización de esta tarea y sepan dónde tienen a los menores.
Cuando los padres son avisados de faltas de sus hijos mientras éstos están en una excursión organizada por el centro educativo, de viaje de estudios, o han abandonado el centro, estando indispuestos, previa llamada a los padres por parte de un miembro del equipo directivo, no para informar, sino para que éstos asuman la responsabilidad de la salida (que posteriormente tendrán que justificar), se transmite la sensación de que una tarea esencial no está siendo realizada con la suficiente diligencia.
La asunción de poder y control puede ser excesiva o inadecuada, pero forma parte de la estructura social. Sin embargo, si no se acompaña de la responsabilidad correspondiente nos sitúa en la arbitrariedad y la tiranía.
En Murcia la educación de los menores de dieciséis años es obligatoria, universal y supuestamente gratuita. Esta obligatoriedad implica que la relación de los padres con los educadores no comienza teniendo una naturaleza de confianza, sino de imposición. En la práctica esta situación puede cambiar, o no hacerlo.
Esta obligatoriedad muestra también el convencimiento del estado, nacional y autonómico, (no sólo de una ministra concreta) de que los niños no son de los padres, sino del propio estado, al menos en una cierta medida. Considero esta cuestión extremadamente espinosa y potencialmente causante tanto de tensiones entre el estado y la ciudadanía como de situaciones injustas.