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La corrupción que mata

Cuando los teóricos de la Ciencia Política analizan la corrupción describen diversas formas en que ésta es vivida y percibida, llegando a afirmar Villoria en Combatir la corrupción, que tiene diversos grados o niveles en lo que se refiere particularmente al clientelismo.

Así, encontramos el clientelismo tradicional que se da con mucha frecuencia y en sectores sociales muy diferentes. En segundo lugar, tenemos el clientelismo de los grupos sociales, aquellos que se organizan y negocian su voto a cambio de beneficios. Otro tipo de clientelismo sería el localista electoral, que es el que busca obtener contrapartidas para su territorio. Y, por último, el clientelismo de los sectores más poderosos: grandes empresas y fortunas que luchan por no perder privilegios y ejercer lo que se conoce como capitalismo clientelar.

La forma en que se entremezclan estos clientelismos es peculiar en cada democracia y se produce según el momento económico, pero es esencial luchar contra cualquiera de sus manifestaciones por sus muchos efectos negativos. Uno de ellos es la existencia de fuertes desigualdades, que constituyen un círculo vicioso de la democracia, y que reducen las oportunidades que debe ofrecer el sistema a toda persona.

El Banco Mundial ha realizado amplios estudios y profundizado en cómo deben ser las instituciones públicas para que aporten las dosis de previsibilidad, de eficiencia y equidad esenciales para cumplir sus fines. Por un lado, el compromiso de desarrollar unos valores; por otro lado, generar confianza y buena coordinación; y por último, implementar un sistema de cooperación que trabaje por el bien común. Cuando estas condiciones no se cumplen -y por desgracia fallan con demasiada frecuencia- se llega a generar lo que Rothstein llama una trampa social que vive la sociedad y contamina a la ciudadanía porque todos van abandonando el cumplimiento de sus obligaciones y se despierta un deseo de acceder a los bienes públicos en un sentido depredador. En esa posición se actúa tanto para buscar favores como para obtener ayudas o subvenciones de los presupuestos públicos, y ello hace que los bienes comunes públicos sufran de forma insoportable.

Es bueno tener en cuenta lo que Klitgaard explica en su famosa ecuación M+D+C, en la que M es el monopolio de la toma de decisiones, D es la discrecionalidad y C es el control. Como ejemplo para comprender mejor lo que supone esta ecuación, analicemos lo que ocurre con las Comunidades Autónomas respecto a sus competencias en Medio Ambiente. ¿Qué está pasando? Que no toman las medidas necesarias para su defensa, ni controlan a quienes las incumplen, pues los lobbies ya se ocupan de presionar para que no se les impida explotar la naturaleza, llegando a su destrucción. Lo que vende es el volumen de su producción y lo que exportamos. 

Villoria nos dice también que pensemos sobre lo que ha sucedido con el urbanismo en España: se dio a los Ayuntamientos la gestión del suelo, y a sus alcaldes el monopolio de la firma de convenios urbanísticos; con ello se favoreció que promotores avispados compraran terrenos rústicos y posteriormente se reunieran con los alcaldes en restaurantes de lujo para ofrecerles proyectos fantásticos de urbanización y –cómo no- de creación de riqueza para la localidad, a cambio de que modificaran el plan urbanístico. Si además los alcaldes tienen una relativa discrecionalidad para decidir por dónde debe crecer la ciudad y, para colmo, nadie controla sus cuentas y su patrimonio, ni las de sus partidos… es evidente que de la inmensa riqueza que la firma de estos convenios aporta al promotor, una parte recalará finalmente en el alcalde, en el partido o en ambos. La conclusión es que hay que eliminar el monopolio y suprimir la discrecionalidad para que la corrupción no tenga tan fácil el camino para saltarse las normas.

La corrupción afecta a las finanzas públicas, incentiva el fraude y la evasión fiscal, distorsiona el sistema de contratación, impulsa la inflación, distorsiona el gasto público, reduce la productividad y la competitividad de las empresas. Como contabilizaron Alcalá y Jiménez, la calidad institucional aumentaría el PIB de España en un 1% anual. Esto es: no hay que bajar impuestos, hay que bajar a los corruptos que se han encaramado al poder.

Pero hoy el neoliberalismo ha comprado al poder y constatamos con estupor lo que reconoció el multimillonario Warren Buffett: “Los beneficios fiscales han hecho que yo pague menos impuestos que mi secretaria”; el juego de las deducciones y bonificaciones creado por la ingeniería fiscal funciona a favor del más poderoso. Exijamos un sistema fiscal redistributivo tal y como recoge nuestra Constitución, de modo que el que más tenga pague más, y que al que tenga poco se le garantice una subsistencia digna en salario, vivienda, educación y sanidad. No sigamos cayendo en creer las estupideces de los que fabrican mensajes envenenados.

Cuando los teóricos de la Ciencia Política analizan la corrupción describen diversas formas en que ésta es vivida y percibida, llegando a afirmar Villoria en Combatir la corrupción, que tiene diversos grados o niveles en lo que se refiere particularmente al clientelismo.

Así, encontramos el clientelismo tradicional que se da con mucha frecuencia y en sectores sociales muy diferentes. En segundo lugar, tenemos el clientelismo de los grupos sociales, aquellos que se organizan y negocian su voto a cambio de beneficios. Otro tipo de clientelismo sería el localista electoral, que es el que busca obtener contrapartidas para su territorio. Y, por último, el clientelismo de los sectores más poderosos: grandes empresas y fortunas que luchan por no perder privilegios y ejercer lo que se conoce como capitalismo clientelar.