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Un día perfecto

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El director de cine Win Wenders nació en 1945, así que el año próximo cumplirá ochenta años. Yo era un joven estudiante cuando vi en Madrid uno de sus primeros largometrajes: Alicia en las ciudades (1974). Estaba rodada en blanco y negro, en sonido mono y en 16 mm, como si fuese una película de aficionado. Me sorprendió por su formato y por la historia que contaba. Desde entonces, me convertí en un adicto a su filmografía.

No he visto toda su obra, porque ha realizado una gran cantidad de cortos, películas de ficción y documentales, además de exposiciones de fotografía y ensayos sobre cine. En 1977 estrenó El amigo americano, basada en la novela de Patricia Highsmith El juego de Ripley. La rodó en color, en estéreo y en 35 mm. Además, la banda sonora era de Ennio Morricone y contaba con actores como Bruno Ganz y Dennis Hopper. Todo ello hizo que recibiera varios premios y lanzara a Wenders como un director reconocido. En los años ochenta realizó dos grandes películas: París, Texas (1984) y Cielo sobre Berlín (1987).

Entre sus documentales, destacaré cinco muy diferentes: Relámpago sobre el agua (1980), sobre los últimos días de Nicholas Ray; Tokio-Ga (1985), sobre el gran director de cine japonés Yasujirō Ozu; Buena Vista Social Club (1999), sobre un grupo de excelentes músicos cubanos de avanzada edad que casi habían sido olvidados; Pina (2011), un bellísimo testimonio sobre la coreógrafa Pina Bausch; y La sal de la tierra (2014), realizado junto con Juliano Ribeiro Salgado y dedicado al padre de éste, el fotógrafo brasileño Sebastião Salgado; y El Papa Francisco: un hombre de palabra (2018), dedicado al primer papa jesuita y no europeo de la historia de la iglesia católica.

Este breve recorrido por la obra de Wenders es sólo un preámbulo para referirme a su última película: Perfect Days (2023). Rodada en Tokio, la ciudad más poblada del mundo (40 millones de habitantes), y protagonizada por el gran actor Kōji Yakusho, narra la vida cotidiana de Hirayama, un hombre maduro que trabaja limpiando los aseos públicos de la ciudad. Aunque el director de la película es alemán, su estilo narrativo es el de Yasujirō Ozu. Es muy significativo que haya sido seleccionada para representar a Japón en la categoría Mejor Película Internacional de los Premios Óscar 2024.

Hirayama vive solo, realiza de manera escrupulosa su trabajo y cultiva unas cuantas aficiones que los demás consideran anticuadas y excéntricas: lee libros usados, oye casetes de música de los años sesenta y setenta del siglo pasado, hace fotos a los árboles del parque con una cámara analógica, da paseos en bicicleta y frecuenta un par de pequeños bares de los que es cliente habitual. Es una forma de vida muy sencilla que ha elegido deliberadamente y con la que se siente satisfecho. Por eso, la repite de forma metódica y es como una burbuja que lo protege del caos de la gran ciudad.

Aparecen también varios personajes secundarios con los que Hirayama se encuentra en su rutina diaria, o que se le presentan de forma inesperada. Con todos ellos trata de ser amable y generoso, sea su joven compañero de trabajo, su sobrina adolescente, la persona anónima que juega con él a las tres en raya o el hombre que le confiesa su enfermedad terminal. Hirayama parece haber encontrado en su madurez un equilibrio estoico y apacible entre la soledad y la sociabilidad. Cada día, para él, es «un día perfecto». Perfect Day, en singular, es una canción compuesta por Lou Reed en 1972. La película concluye con esa canción y un largo primer plano del rostro de Hirayama.

Desde que la vi el 20 de enero, tras la manifestación de apoyo al pueblo palestino masacrado por Israel, no he podido dejar de reflexionar sobre la cuestión crucial que nos plantea: la relación entre la soledad y la sociabilidad, entre la forma de vida que cada uno de nosotros elige o podría elegir y la que se nos impone desde fuera por las muchas constricciones políticas, económicas, tecnológicas y culturales de la sociedad a la que pertenecemos hoy los más de 8.000 millones de habitantes del planeta Tierra.

Los humanos somos animales sociales, tal vez los más intensamente sociales de todos los primates, porque nacemos prematuramente, con una vulnerabilidad física extrema, y necesitamos que nuestras madres, padres y demás adultos nos proporcionen toda clase de cuidados (alimento, cobijo, protección y afecto) y nos transmitan los hábitos, conocimientos y normas que nos permitirán llegar a ser también adultos.

Pero, al mismo tiempo, somos los animales con una experiencia más profunda de la soledad. Desde la infancia aprendemos con temor y temblor que nuestra identidad es única, que nadie puede vivir o morir por nosotros, que hemos de asumir ineludiblemente la responsabilidad de nuestro propio destino. Hay quienes eligen, incluso, practicar una vida solitaria y ascética, como los eremitas hindúes, budistas y cristianos, o como los amantes de la naturaleza salvaje al estilo de Henry David Thoreau, autor de Walden.

Sin llegar a esos extremos, la mayoría de nosotros procuramos alejarnos de nuestros semejantes de manera más o menos periódica para cultivar los placeres de la soledad, sea en la intimidad de nuestra casa, en el anonimato de una gran ciudad o en parajes naturales más o menos despoblados. De vez en cuando, uno necesita abandonar las obligaciones de la vida social, borrar su nombre, hacerse invisible, no tener que dar cuentas de sus actos a nadie, volar libre como un pájaro y anidar en cualquier parte.

Tal vez uno de los grandes problemas de nuestro tiempo es que estamos perdiendo la capacidad para estar a solas y en silencio, para suspender nuestros frenéticos quehaceres y nuestra ajetreada vida social, para tomar distancia con respecto al mundo y sus urgencias, para detenernos tranquilamente y hacernos compañía a nosotros mismos. Nos cuesta mucho vivir en el aquí y el ahora, mirar y escuchar con atención todo cuanto nos rodea, los objetos que forman parte de nuestra vida cotidiana, las plantas y los animales que viven a nuestro alrededor, las personas con las que nos cruzamos a diario.

Para luchar contra la barbarie que está haciendo cada vez más injusta e inhabitable la Tierra, tal vez no baste con salir a la calle y participar en toda clase de movilizaciones sociales. Tal vez tengamos que dejar también tiempo y espacio a la soledad, al silencio, a la escucha, al recuerdo, a la reflexión, a la imaginación, a la vida interior. Tal vez tengamos que encontrar un cierto equilibrio entre nuestra sociabilidad y nuestra soledad. Tal vez así logremos construir una humanidad más amable y más civilizada. Y mientras tanto, de manera inesperada y milagrosa, tal vez gocemos de un día perfecto.

El director de cine Win Wenders nació en 1945, así que el año próximo cumplirá ochenta años. Yo era un joven estudiante cuando vi en Madrid uno de sus primeros largometrajes: Alicia en las ciudades (1974). Estaba rodada en blanco y negro, en sonido mono y en 16 mm, como si fuese una película de aficionado. Me sorprendió por su formato y por la historia que contaba. Desde entonces, me convertí en un adicto a su filmografía.

No he visto toda su obra, porque ha realizado una gran cantidad de cortos, películas de ficción y documentales, además de exposiciones de fotografía y ensayos sobre cine. En 1977 estrenó El amigo americano, basada en la novela de Patricia Highsmith El juego de Ripley. La rodó en color, en estéreo y en 35 mm. Además, la banda sonora era de Ennio Morricone y contaba con actores como Bruno Ganz y Dennis Hopper. Todo ello hizo que recibiera varios premios y lanzara a Wenders como un director reconocido. En los años ochenta realizó dos grandes películas: París, Texas (1984) y Cielo sobre Berlín (1987).