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El gran carnaval de todos los días

Hace unos meses asistimos al espectáculo de la inmortalidad a través de Susana Grisso y Ana Rosa: entre anuncios de automóviles y detergentes, pudimos contemplar el milagro diario del niño del pozo que sobrevivía sin agua ni comida a una caída de medio centenar de metros. Los días pasaban y los medios consiguieron alimentar la esperanza de millones de morbosos que llenaban sus redes sociales de muestras de esperanza y rezaban por la salvación con vida del pobre chaval. Los platós fueron invadidos por todólogos/oportunistas, sesudos analistas y tertulianos que unas semanas antes te hablaban del procés y que, en cuestión de horas, se convirtieron en expertos en geología y fisiología de la supervivencia.

¿Quién se acuerda hoy de la familia? ¿Cesa el dolor cuando se esfuma el interés? ¿Algunas de las millones de personas que siguen con verdadera pasión los resultados de la autopsia de Blanca Fernández Ochoa la recordarán dentro de unos meses? ¿Por qué nadie se acordó de ella cuando bregaba con una enfermedad psiquiátrica, lastrada por la más absoluta de las intrascendencias? ¿La vida de una persona anónima u olvidada sólo tiene valor cuando la pierde?

Billy Wilder dirigió “El gran carnaval”, una película en la que un periodista sin escrúpulos y en horas bajas (maravilloso Kirk Douglas) manipulaba al entorno de una víctima para alargar su rescate en una cueva y convertirla en un espectáculo mediático.La película fue un fracaso en taquilla y provocó la ira, no sólo de la crítica (la revista Life pidió su “deportación”) sino de una sociedad que se vio reflejada en el espejo. Al ser preguntado por “El gran carnaval” Wilder contestó que «Nadie quiere gastarse cinco dólares para enterarse en el cine de que es un tipo miserable».

Este drama sórdido sobre la egolatría, la corrupción, el sensacionalismo, la falta de escrúpulos, la mafia en pequeñas y grandes estructuras, la ambición, la psicología morbosa de las multitudes y el inexorable fin de aquellos que, al apartarse de todo esto, son vistos y sentidos como perdedores, está más vigente que nunca. Hoy, Kirk habría alargado el rescate del niño del pozo, la investigación del asesinato del Pececito o el hallazgo de los restos de Blanca.

Kapuscinski, que adoraba “El gran carnaval”, decía que el periodismo tiene dos compromisos insoslayables con la sociedad: decir siempre la verdad y distinguir qué es susceptible del interés general y qué no lo es. El periodismo amarillista existe desde que existe el periodismo, pero internet y la cada vez más dañada capacidad crítica de la sociedad, han abonado el terreno a los mercaderes de la información, para ofrecer tétricos circos donde se rinde tributo a la violencia más abyecta y a la desgracia más casual. Programas, periódicos y diarios digitales que han transformado la inutilidad de informar sobre algo que no debería interesar a nadie con ética y sentido común, en el ingrediente secreto para lograr millones de clics, compartidos y debates morbosos. Ya no hay ningún interés por separar qué es susceptible de interés general y qué no lo es. El poder pedagógico del periodismo no sólo no da dinero, sino que lo quita. La verdad ya no importa, sólo importa el relato.

Desconfío de esas personas que derraman sus lágrimas por gente que no han visto en su vida. Me causa pavor ver a millenials (y no tan millenials) que no conocían a la esquiadora, llenar sus redes de DEP y fotografías de la susodicha. No quiero vivir en un mundo en el que la gente olvidada sólo es recordada cuando muere de forma escabrosa.

Lesser Samuels, guionista de “El gran carnaval”, definió como nadie el culto al morbo con una frase que fue retirada del libreto por el propio Wilder: “La verdad puede trocearse y a mí solo me importa aquella parte que te lleva a querer mentirte a ti mismo”.

Hace unos meses asistimos al espectáculo de la inmortalidad a través de Susana Grisso y Ana Rosa: entre anuncios de automóviles y detergentes, pudimos contemplar el milagro diario del niño del pozo que sobrevivía sin agua ni comida a una caída de medio centenar de metros. Los días pasaban y los medios consiguieron alimentar la esperanza de millones de morbosos que llenaban sus redes sociales de muestras de esperanza y rezaban por la salvación con vida del pobre chaval. Los platós fueron invadidos por todólogos/oportunistas, sesudos analistas y tertulianos que unas semanas antes te hablaban del procés y que, en cuestión de horas, se convirtieron en expertos en geología y fisiología de la supervivencia.

¿Quién se acuerda hoy de la familia? ¿Cesa el dolor cuando se esfuma el interés? ¿Algunas de las millones de personas que siguen con verdadera pasión los resultados de la autopsia de Blanca Fernández Ochoa la recordarán dentro de unos meses? ¿Por qué nadie se acordó de ella cuando bregaba con una enfermedad psiquiátrica, lastrada por la más absoluta de las intrascendencias? ¿La vida de una persona anónima u olvidada sólo tiene valor cuando la pierde?