“Esta tarde me voy a tener que tomar un orfidal”, dice un dependiente escuchimizado parapetado junto a la caja registradora de un supermercado mientras escanea la etiqueta de los productos a toda velocidad. Realmente está muy pálido. “Pero aquí estamos; no nos queda otra”, añade. No les ha dado tiempo a barrer adecuadamente el local y los papeles se amontonan en los pasillos; tampoco a reponer algunas estanterías. La estampa tiene algo desolador.
Al igual que el personal sanitario se encuentra abrumado en los hospitales donde se está atendiendo a enfermos y evaluando a pacientes 24 horas, los cajeros de los supermercados o quienes despachan en una farmacia también se están enfrentando, además de al miedo de tener que tratar con decenas de personas todo el día, al estrés de los clientes en un momento de pánico colectivo.
El COVID19 está afectando gravemente a la economía con la paralización de muchas actividades -el Ibex 35 ha sufrido la mayor caída de su historia-, al mundo de la política -ya son varios representantes políticos relevantes infectados como Javier Ortega Smith, Santiago Abascal, Ana Pastor, Irene Montero y Carolina Darias- y a la sociedad: hay que dejar de socializar como buenos mediterráneos y encerrarnos en casa con la compañía de Netflix o de libros. “Nuestros abuelos vivieron la guerra civil, pero nunca pasaron por esto”, se escuchaba al fondo de la cola del súper.
El coronavirus está dejando ver las costuras más frágiles de la sociedad española: la dificultad del cuidado de los más pequeños que suele recaer sobre las mujeres, la precariedad económica del mundo de la cultura y de tantos autónomos, los recortes en sanidad iniciados durante la crisis, la inseguridad del empleo en la hostelería, los titubeos iniciales en la adopción de medidas contundentes por parte de gobiernos y organizaciones como fuera el hecho de no cancelar la convocatoria del 8M o el mitin de Vox en Vistalegre… Esto sin tener en cuenta aspectos más éticos como la falta de civismo en la sociedad o existenciales como el miedo a la muerte.
No nos hemos recuperado de 2008 y aquí estamos de nuevo, sacudidos por un virus inesperado que quizás venga de un chino que quizás se comió un pangolín que quizás se contagió de un murciélago.
Mientras que China da por superado el pico de la pandemia que surgió en ese país asiático a finales de diciembre tras adoptar una serie de medidas muy drásticas, también allí el virus ha sacado a la luz otras realidades menos triunfalistas. En la ciudad de Quanzhou, en la provincia de Fujian, el pasado 8 de marzo más de veinte personas murieron y otras tantas quedaron atrapadas al desplomarse un hotel que se encontraba en malas condiciones a donde habían sido trasladadas desde otras provincias fuertemente afectadas por el COVID-19 para aislarlas en cuarentena. Un recordatorio de los fallos sistémicos que asolan al país.
Debemos apelar a la responsabilidad de las instituciones. También asumir nuestra corresponsabilidad social y quedarnos en casa. Pensar en la capacidad de los hospitales, el abastecimiento de los supermercados, los mayores. Ojalá que estemos a la altura de las circunstancias estos días que no sabemos cuánto durarán. Todos los otros días.
“Esta tarde me voy a tener que tomar un orfidal”, dice un dependiente escuchimizado parapetado junto a la caja registradora de un supermercado mientras escanea la etiqueta de los productos a toda velocidad. Realmente está muy pálido. “Pero aquí estamos; no nos queda otra”, añade. No les ha dado tiempo a barrer adecuadamente el local y los papeles se amontonan en los pasillos; tampoco a reponer algunas estanterías. La estampa tiene algo desolador.
Al igual que el personal sanitario se encuentra abrumado en los hospitales donde se está atendiendo a enfermos y evaluando a pacientes 24 horas, los cajeros de los supermercados o quienes despachan en una farmacia también se están enfrentando, además de al miedo de tener que tratar con decenas de personas todo el día, al estrés de los clientes en un momento de pánico colectivo.