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Tenemos que hablar de Kevin…y de esa maternidad de la que nunca nadie habla

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Empezaré diciendo que puede que me llueva arsénico por esta publicación, que puede que todo el peso de la maternidad hegemónica de las madres felices y ruborizadas de amor caiga como una plaga bíblica sobre mí. Los mandamientos de la maternidad patriarcal conforman el discurso de la servidumbre voluntaria sin letra pequeña, donde todo está atado y bien atado. Me propongo intercalar pasajes del libro con momentos de la película, porque en las incómodas y perturbadoras 607 páginas de la escritora y periodista Lionel Shriver hay tanto jugo que sería una pena no aprovechar para pensar sobre todo lo que no se ha podido incluir en 1 hora y 47 minutos de película.

Un corte de pelo es lo que ha elegido la directora escocesa Lynne Ramsay para señalarnos en qué tramo de la historia estamos, qué momento de la extraordinaria cronología materno-vital de esta mujer (brutal interpretación de Tilda Swinton) estamos recorriendo con ella: pelo corto para contarnos qué pasó, media melena para el qué está pasando en el presente y pelo largo con flequillo para mostrarnos cómo era Eva Katchadourian  antes de su hijo.

El hijo deviene minimarido o minijefe al que Eva se pliega y quiere siempre complacer, nunca contradecir, para que no se cabree, para que no llore, para ahorrarse el alcohol, las benzodiacepinas. El hijo como un extraño que la parasita dentro y la seguirá parasitando fuera, parasitando sus ganas de vivir o la libertad para hacerlo como quiera, es algo muy poco frecuente –y de hecho contrario- a lo que prescribe la maternidad siempre alegre, que narra con espeluznante romanticismo ese ser uno, esa mágica –nunca perversa- fusión de amor inconmensurable e inasible. Ah, las mentiras del amor incondicional. Esa es la prisión de más alta seguridad que existe y escapar de la maternidad patriarcal es la misión más imposible. Es la trampa perfecta. ¿Qué amor que no es correspondido, cuidado y protegido por todas las partes, debe ser incondicional, como si de un cheque en blanco se tratara? Y lo más importante, ¿quién dice que eso tiene algo de normal o de sano? Mantener relaciones que no son horizontales ni bidireccionales -sean del tipo que sean y haya o no libro de familia, ADN y sangre de por medio- es lo realmente enfermo, pues es el caldo de cultivo para el abuso y las relaciones de maltrato. Si el amor estuviera condicionado a que nos amaran, habría muchas menos colas en las farmacias, pues nos empeñaríamos mucho menos en medicalizar que tenemos que sobrellevar y permanecer cerca de aquello que nos hace daño. 

El valor de esta película estriba en colocar la cámara en la cara de la madre, en su angustia, sus miedos, frustración, agotamiento y culpa, algo que no solo en el marco socio-cultural patriarcal está prohibido expresar, sino que está totalmente tergiversado y ficcionado por las narrativas hiperromantizadas y ultraidealizadas en torno a la maternidad. Los primeros planos de las caras de las madres no son nada habituales en la maternidad sin pantalla, donde el foco de interés está permanentemente en las criaturas y muy rara vez en ellas. El bienestar de la madre, sencillamente, no es un tema. Me parece una historia valiente porque se atreve a verbalizar lo inefable: “Jamás había deseado tan plena y conscientemente no haber dado a luz a nuestro hijo. Creo que, en lo más íntimo de mi ser, lo que más me duele es que mi hijo me haya robado todo aquello que, en otro tiempo, yo significaba para mí”. Esta pérdida de identidad o transmutación de la identidad resulta muy paradójica: algo que te ha sido narrado para completarte como mujer acaba castrándote muchas de aquellas cosas que te definían como persona. Bajo este punto de vista, yo no veo suma ni completud, sino resta y amputación. En esta línea, escoger entre la carrera profesional y la maternidad/crianza de tu hijo es un dilema que no parece existir para Franklin, el papá, que como nos explicaba Jane Lazarre en El nudo materno, se ha “convertido en padre pero sigue siendo, a los ojos del mundo y a los suyos propios, una persona.”

La culpa y el castigo operan en esta historia dentro y fuera de Eva. Cruzar el umbral de la maternidad te “transforma de pronto en una propiedad social”: criminalizada y señalada en su trabajo materno, Eva es agredida constantemente por y en su comunidad; y es que ¿no es ella la responsable de que su hijo haya salido así? (“kevin ha salido defectuoso, y yo soy quién lo fabricó”). Harriet también se preguntaba en El quinto hijo de Doris Lessing por qué desde que nació Ben a ella se la trataba como si fuera una delincuente: y es que no ser la madre que se espera que seas es, efectivamente, un delito. Culpar o responsabilizar a la madre de la futura persona que será el niño es un deporte social bien extendido, pero sucede que aquí tenemos esta suerte de Gran Hermano que nos deja ver al insoportable Kevin bebé, al impertérrito Kevin niño, al cruel Kevin adolescente y, justo al lado, siempre bien cerca, siempre bien pendiente, siempre marchitándose, Eva y sus esfuerzos 24/7 por cuidarlo, educarlo, quererlo. Somos testigxs de que lo intentó todo para ser la madre del año, por tener al hijo perfecto. Quiero abrazar a Eva y decirle que está bien querer divorciarse de ese hijo manipulador, chantajista, maltratador, vengativo, autoritario y déspota, y que es sano y que ella se lo merece. Merece que vuelvan su vida y su alegría; quiero verla borracha otra vez, rotando por las calles de un país ajeno y con la cabeza descolgándosele hacia atrás por la fuerza centrípeta de una carcajada. Quiero decirle a Eva que hay mucha violencia en que su marido Franklin invisibilice su malestar y que es ruin y despreciable que lo patologice.

Como nos recuerda June Fernández en Maternidades Cuir, la estela dejada por Simone de Beauvoir sigue resonando en nuestros oídos porque todavía podemos sentir la maternidad como un mecanismo de opresión que frena nuestra autonomía. Ciertamente es así, pero solo porque seguimos viviendo en un contexto fuertemente patriarcal; muerto el perro, se acabaría nuestra rabia. Pero incluso mientras el perro siga vivo, es urgente que vayamos desaprendiendo las 'Evas' que llevamos dentro. Siento que hay mucha verdad en eso que dice Hannah Arendt de que para que las cosas cambien es necesario que tengamos la capacidad de imaginar que las cosas pueden ser diferentes, ser capaces de desmontar «la mentira organizada» en torno a la maternidad. Terminaré diciendo –con mucho cuidado de no hacer spoiler- que para mí sin duda alguna el verdadero horror de esta historia no radica en lo que hizo Kevin, sino en la reacción final de su madre en los últimos cinco minutos de la película y en las últimas cinco líneas del libro. 

Empezaré diciendo que puede que me llueva arsénico por esta publicación, que puede que todo el peso de la maternidad hegemónica de las madres felices y ruborizadas de amor caiga como una plaga bíblica sobre mí. Los mandamientos de la maternidad patriarcal conforman el discurso de la servidumbre voluntaria sin letra pequeña, donde todo está atado y bien atado. Me propongo intercalar pasajes del libro con momentos de la película, porque en las incómodas y perturbadoras 607 páginas de la escritora y periodista Lionel Shriver hay tanto jugo que sería una pena no aprovechar para pensar sobre todo lo que no se ha podido incluir en 1 hora y 47 minutos de película.

Un corte de pelo es lo que ha elegido la directora escocesa Lynne Ramsay para señalarnos en qué tramo de la historia estamos, qué momento de la extraordinaria cronología materno-vital de esta mujer (brutal interpretación de Tilda Swinton) estamos recorriendo con ella: pelo corto para contarnos qué pasó, media melena para el qué está pasando en el presente y pelo largo con flequillo para mostrarnos cómo era Eva Katchadourian  antes de su hijo.