Decía Henri Lefebvre que la ciudad, como obra máxima de la humanidad, está en peligro. En Murcia es fácil verlo, en los últimos años el Partido Popular ha convertido los barrios y las pedanías en un espacio diseñado con un único fin: la especulación. El resultado es que el transporte público está al servicio de intereses privados, los servicios públicos se han dejado en manos de grandes empresas que solo persiguen un mayor beneficio e, incluso, promotores inmobiliarios han tenido la posibilidad de construir y destruir barrios a su antojo, demoliendo de paso y sin ningún remordimiento una guardería pública para dejar su solar como un claro monumento a la desidia y la vergüenza. La zona cero de Murcia está en la Paz.
Es cierto que durante años muchos murcianos, embelesados por las luces de neón de los nuevos centros comerciales, por la revalorización de los terrenos de sus abuelos o porque sencillamente había que creer en algo, se dejaron deslumbrar por los cantos de sirena que anunciaban que, tras el cemento y el hormigón, se escondía una vida mejor. La huerta, ese gran jardín urbano único en Europa, era considerada una vieja reliquia sin utilidad real sobre la que se podían levantar sin remordimientos más y más kilómetros de autovías sin coches y bloques de edificios sin una planificación real. El patrimonio cultural podía dejarse caer a pedazos, como la casa del mismísimo Antonete Gálvez, porque no tenía valor al lado de las nuevas moles de cristal. Algo muy significativo si tenemos en cuenta que era el hogar de quien las coplas decían que “para ser hombre de bien pide justicia y trabajo, que no medren los de arriba y se mueran los de abajo”.
También es verdad que no es algo exclusivo de nuestro municipio, en la economía capitalista la urbanización siempre ha sido un sector seguro en el que invertir las ganancias de otras actividades económicas y la burbuja financiera, ese hacer dinero simplemente moviendo el dinero, generó una gran cantidad de beneficios en unos pocos afortunados (pocos pero no casuales) que en algún lado debían invertir, y en qué mejor lugar que en una ciudad con buen clima y cerca del Mediterráneo. Y si las élites locales colaboraban y modificaban los planes de ordenación territorial a su antojo, o se sacaban planes urbanísticos de la manga, pues mejor que mejor.
Pero ahora, una vez que se han apagado las luces de neón, los inquilinos de la Glorieta, quienes dirigieron la operación, se han quedado a oscuras y no saben qué hacer, como un animal frente a las luces de un coche que viene hacia él a gran velocidad. Ellos no estaban para planificar ni gestionar sino para facilitar la especulación, cuando no directamente para especular. Su papel no era ayudar a diseñar una ciudad para quienes la habitan sino firmar convenios y hacerse fotografías frente a grandes obras megalómanas. Qué más daba para qué sirvieran las granes infraestructuras, si partían barrios y vidas o quiénes las fueran a usar, lo importante era firmar y echarse la foto, firmar y echarse la foto.
Pero sin que se den cuenta, porque es imposible darse cuenta de lo que sucede en los barrios y las pedanías cuando pasas la vida en una burbuja (esta ya no inmobiliaria sino social), la situación ha cambiado. En esos barrios y pedanías se ha gestado un movimiento que nunca entenderán. Ahora, gracias a una herramienta ciudadana como Cambiemos Murcia existe la posibilidad, por primera vez, de pensar entre todas y todos en qué tipo de municipio queremos, y no es un mero lema de campaña.
Si Cambiemos fuera capaz de ilusionarnos e ilusionar a una gran parte de las personas que habitan en nuestro municipio, podremos utilizar metodologías participativas para pensar cómo queremos que sea el lugar en el que vivimos, barrio a barrio, pedanía a pedanía. No se tratará de un proceso fácil, requerirá mucho esfuerzo y colaboración de la ciudadanía antes y después de las elecciones, porque construir espacios para quienes los habitan es complejo. Tampoco podemos engañarnos, el resultado no será una Murcia convertida en el paraíso, pero al menos nuestra ciudad será nuestra y no de quienes se enriquecen a costa de lo que es de todas y todos.
Tenemos derecho a decidir en qué queremos que se inviertan nuestros impuestos, si en medios de transporte ineficientes a grandes almacenes o en una red de transporte urbano que comunique entre sí las pedanías y a estas con los centros de trabajo, los hospitales y el casco urbano; si queremos potenciar las cadenas comerciales que solo generan empleo de mala calidad o el pequeño comercio, las cooperativas y las pequeñas y medianas empresas ecológicas y con un fin social; si nos importa más garantizar las necesidades básicas de la ciudadanía que arreglar por enésima vez las aceras. Con voluntad política y una gestión decididamente transparente es posible y no hay que inventar nada porque ya se hace en otros lugares del mundo.
Ahora tenemos la oportunidad por primera vez de empezar a construir entre todas y todos la “ciudad que amamos y queremos”. Si somos capaces nuestro, municipio sería, además de nuestro hogar, como decía Henri Lefebvre, nuestra obra máxima. Es el momento, Cambiemos Murcia.
Decía Henri Lefebvre que la ciudad, como obra máxima de la humanidad, está en peligro. En Murcia es fácil verlo, en los últimos años el Partido Popular ha convertido los barrios y las pedanías en un espacio diseñado con un único fin: la especulación. El resultado es que el transporte público está al servicio de intereses privados, los servicios públicos se han dejado en manos de grandes empresas que solo persiguen un mayor beneficio e, incluso, promotores inmobiliarios han tenido la posibilidad de construir y destruir barrios a su antojo, demoliendo de paso y sin ningún remordimiento una guardería pública para dejar su solar como un claro monumento a la desidia y la vergüenza. La zona cero de Murcia está en la Paz.
Es cierto que durante años muchos murcianos, embelesados por las luces de neón de los nuevos centros comerciales, por la revalorización de los terrenos de sus abuelos o porque sencillamente había que creer en algo, se dejaron deslumbrar por los cantos de sirena que anunciaban que, tras el cemento y el hormigón, se escondía una vida mejor. La huerta, ese gran jardín urbano único en Europa, era considerada una vieja reliquia sin utilidad real sobre la que se podían levantar sin remordimientos más y más kilómetros de autovías sin coches y bloques de edificios sin una planificación real. El patrimonio cultural podía dejarse caer a pedazos, como la casa del mismísimo Antonete Gálvez, porque no tenía valor al lado de las nuevas moles de cristal. Algo muy significativo si tenemos en cuenta que era el hogar de quien las coplas decían que “para ser hombre de bien pide justicia y trabajo, que no medren los de arriba y se mueran los de abajo”.