El contenido de una foto
“Hoy todo existe para culminar en una fotografía”
Susan Sontag (1933-2004)
Vemos una foto y callamos. Vemos tres fotos y callamos. En los tiempos de ahora, que corren a velocidad de vértigo, vemos cientos de fotos todos los días y guardamos silencio. Incluso llegamos a creer que esas imágenes se pierden para siempre como grano molido que va al río del olvido. Una imagen es sustituida por otra nueva y así continúa nuestra capacidad devoradora en una rueda sin fin, un tormento muy apropiado para un purgatorio. En realidad, así como todo rayo de sol que incide en una superficie, la modifica de algún modo, toda imagen observada va a alguna casilla de la conciencia o por supuesto, al océano profundo del subconsciente y ahí, medio olvidada, hace de agente de un posible cambio en nuestra percepción del mundo. Por ello pueden tener las imágenes una influencia que afecta a la formación del ser humano. Buena cuenta de ello han dado el poder político, los medios de comunicación tradicionales, la publicidad y ahora las redes sociales en el uso y, tal vez, en la manipulación de las imágenes que se hacen públicas.
En el pasado las únicas imágenes públicas que se conocían eran de santos, obispos, reyes, reinas y generales repetidos en las estatuas de las plazas, en los sepulcros de las catedrales o en las monedas de uso corriente; a partir del siglo XIX y después de la invención de la cámara por Fox Talbot en 1839, se extendieron en los periódicos las imágenes de las guerras coloniales, los retratos de los exploradores y los paisajes exóticos. La revista Life en 1936, fue la primera revista de gran tirada; se financiaba de la publicidad. Así que además de las cantantes de ópera y de los astros del cine, estaba el rostro sin nombre que emanaba del eslogan publicitario; después llegaron los años sesenta y las estrellas de la música pop y, ante su derrumbe físico cumplido el ciclo vital, pasaron a dominar en lo alto del altar, las imágenes de los deportistas en sus múltiples ámbitos. Hoy, de cada diez niños, ocho quieren ser deportistas. El poder de las imágenes define las aspiraciones de la gente. Cada retrato fotográfico tiene su propia parroquia de adoradores, llámese Donald Trump, Taylor Swift o Lamine Yamal el retratado.
En el caso concreto de la fotografía, habría que distinguir entre el uso privado y el uso público. Susan Sontag en “Sobre la fotografía” (Edhasa, 1981) y John Berger en “Mirar” (Gustavo Gili, 2001) han escrito con lucidez sobre el asunto. Afirma el segundo: “El retrato de una madre, la instantánea de una hija, una foto de nuestros compañeros de equipo, se aprecian y leen en un contexto que es una continuación de aquél de donde se lo sacó la cámara (¿de verdad era éste papá?) No obstante, este tipo de fotografías permanecen rodeadas por el significado del que fueron separadas. En tanto que artilugio mecánico, la cámara ha sido empleada como un instrumento que contribuye a la memoria viva. La fotografía es así un recuerdo de una vida que está siendo vivida. (...) En el uso privado el contexto de la instantánea registrada se conserva, de modo que la fotografía vive en una continuidad. La fotografía pública, por el contrario, ha sido separada de su contexto se convierte en un objeto muerto que, precisamente porque está muerto, se presta a cualquier uso arbitrario”. A partir de la década de los noventa del siglo pasado, la irrupción de Internet y la práctica y extensión de las redes sociales, nos ha llevado a que la distinción entre lo público y lo privado haya adquirido otros parámetros. La ceremonia del vértigo y la confusión de que todo, lo humano y lo divino, se haya expuesto a cualquier voyeur. Dónde termina lo público y dónde comienza lo privado en unos confines que fluctúan más en lo líquido que en lo sólido, ha dejado de ser una discusión bizantina y la suerte ya está echada. Son tan inciertos los territorios que ya no hay límites que los definan. Quizá mostrar muchísimo, como le sucede a muchos artistas, es una forma de ocultar algo. Un torrente de imágenes públicas y privadas, mezcladas de un modo aleatorio en un caudal que busca un delta, un remanso para morir una vez arrastrado el lodo de la vida.
Para la gran ensayista norteamericana, Susan Sontag, “las fotografías son quizá el más misterioso de todos los objetos que constituyen y densifican el medio ambiente moderno. En realidad, las fotografías son experiencia capturada y la cámara es el arma ideal de la conciencia en su afán adquisitivo”. Hoy todo el mundo hace fotos con la cámara del móvil y certifica una presencia corporal que es superior a la propia imagen captada del lugar o del acontecimiento. Si no hicimos fotos, es que no estuvimos allí, parece ser el mantra común y repetido. Hacemos una foto para que el mundo vea la verdad de nuestra presencia dentro de un rectángulo, en la diminuta y ridícula pantalla del móvil. En este plan dudo que adquiramos conciencia como apuntaba Susan Sontag o más bien sucede que el tamaño de nuestra conciencia se empequeñece para poder adaptarse al tamaño de la pantalla del móvil. La importancia del tamaño no es cuestión de centímetros, es de pulgadas. Si el medio donde vemos fotografías o donde leemos textos es una pantalla pequeña, el predominio de imágenes sin ningún comentario o de textos de no más de medio folio, es lo más habitual. Y esta condición que determina la forma o el tamaño de la cosa, es aplastante para la inteligencia humana o para aquellos que les gusta leer. Escribir cinco párrafos, que es lo mínimo, y no digo ya, cinco folios y colgarlo en las redes, es ir a contracorriente. Esto se lo comenté, hace poco, a mi amiga Pilar Arteaga a raíz de lo que sentía yo mismo. El medio en que leemos y miramos el mundo parece que no permite nada más allá de un eslogan publicitario. Cortito y rápido que detrás vienen más. Con mil imágenes y dos frases damos por explicado el mundo, el evento, el dolor o la alegría. En las redes sociales, en la propia prensa digital, es muy difícil encontrar textos de fondo, reportajes, seis o siete folios. Todo ello porque se entiende que tardamos mucho tiempo en leerlos. Pongamos diez o quince minutos; lo que no pensamos es que para la escritura pueden ser más de dos días y muchos años de memoria. Y no está el horno para bollos con el estrés reinante y con el whatsapp petado. No hay quien escriba textos largos, ni tampoco quien los lea. Es lo que hay. Por eso, levantamos una piedra y sale un terraplanista aunque haya estudiado en la universidad. No sé si es engaño o ignorancia o las dos cosas juntas. Youtube y Tiktok, y ándate luego, que aquí los marcianos son los que leemos libros desde hace más de cincuenta años.
Pero no perdamos el hilo y sigamos a contracorriente. La visión de una simple fotografía, de ese momento que permanece detenido, puede ser capaz de detenernos también a nosotros mismos. Parece que el mundo va a velocidad de vértigo, y no precisamente en la buena dirección; la fugacidad define todos los estados de la materia contemporánea, no estamos bien a nivel mental y eso lo dice la alta cantidad de ansiolíticos que consumimos, y sucede que una fotografía puede hacer que nos miremos a nosotros mismos y seamos capaces de sentir un momento de ingravidez, libres de la vorágine del mundo y a salvo de nuestro propio aburrimiento. Tomar conciencia de nuestro tiempo, año 2024, a través de la visión de una fotografía hecha en la década de los cincuenta del siglo XX, en la isla de La Palma. En dicha fotografía que acompaña este texto, se ve de pie y cuerpo entero, a dos mujeres y un hombre, los tres jóvenes, en la plaza de mi pueblo, Los Sauces. Van vestidos de gala para la ocasión. Por las banderillas que cuelgan encima de sus cabezas, se sabe que eran en las Fiestas de Septiembre. Duraban tres días seguidos y eran una cita ineludible en un mundo en el que no existía la televisión ni había neveras en las casas; la democracia quedaba lejos y a cambio sufrían el retraso de una dictadura en pleno apogeo. La foto de autor desconocido, es una belleza, y por supuesto, es en blanco y negro, como debe ser; está hecha por la tarde según adivinan las leves sombras, era un día de finales de verano con nubes y claros. Se ve gente asomada en las ventanas abiertas. Los tres de la foto son hermanos: tía Lilia, tía Concha y tío Alfredo. Ellas, con vestido claro por debajo de las rodillas y sin escote según la moda de entonces, recogidos en la cintura con cinturón estrecho, medias y zapatos de tacón bajo. Él, con pantalón beig claro, camisa blanca, americana y corbata oscura. Cuando mi primo Carlos subió la foto al washapp del grupo familiar, hice este comentario: “En la década de los cincuenta ellas y él eran los jóvenes de entonces. Elegantes y apuestos bajo las banderillas de la plaza en fiestas, iban mucho más guapos que nosotros ahora. No es nostalgia, es que todo degenera”.
Los vestidos de mis tías seguramente se los hizo mi madre que disponía de una máquina de coser Alfa. Fueron hechos para ser estrenados en las fiestas de la virgen de Montserrat. Recuerdo que mi madre siempre me dijo que tío Alfredo le dio la última peseta para comprarla, como él le había prometido para que se animara a ahorrar el dinero que hacía falta. Si no recuerdo mal, creo que costó 101 pesetas; era la década durísima de los cuarenta, plena posguerra de carencias y racionamiento. Menos la americana, el resto de la ropa que aparece en la foto, solía hacerse a mano y mi madre era muy diestra en el asunto. En la fecha de la fotografía ya estaba casada desde 1949, pues era mayor que tía Concha y tía Lilia que era la menor de todas las hermanas. Tía Carmen era la mayor. En aquellos años las chicas no iban solas a la fiesta sino siempre acompañadas por madre, por hermanas o por amigas. Los chicos acudían al evento sobre todo para encontrar novia, pues era una de las pocas ocasiones a lo largo del año en que se podía hablar con una chica que vivía lejos. En la foto aparecen muy elegantes, siento un orgullo familiar, casi olímpico. Tía Lilia a la izquierda con el pelo recogido, un poco más seria, medalla de plata; tía Concha en el centro con media melena, muy risueña, medalla de oro; y tío Alfredo a la derecha, alto y apuesto, cejas rectas y fino de cara, con la americana desabrochada como un Gary Cooper palmero, medalla de bronce. Los tres mirando a la cámara. Entre mis tías hay como un enlace que no lo es. Las dos tienen el brazo derecho camuflado en la espalda y sujetando el brazo izquierdo aparece la mano derecha de cada una de ellas. Son hermanas hasta en la pose. Tal vez era el día de Bajamar, el lugar donde nacieron, como mi madre. Era un día hermoso y en sus caras se trasluce la alegría expectante del momento, del momento que después de tomada la foto, siguió trascurriendo. La foto solo fue un alto en el camino. Entonces había fotógrafos que se dedicaban a ello. La imagen llegaba semanas o meses después y el fotógrafo te la llevaba a casa. Espero que los dioses tengan a este fotógrafo en la gloria, por habernos dejado este legado que me habla de mí mismo, de mi pueblo, de mi madre y su máquina de coser Alfa, de mis tías y tíos, de aquellos seres que en los años sesenta, cuando con mi madre subía y bajaba la Verada que daba al imponente barranco de La Herradura, me parecían héroes homéricos. La vaca de tío Tomás, el podenco canario de tío Valentín, Felisa en la ventana, la venta de Ramón con una silla de peluquero y el camión rojo que había quedado varado en la ladera de enfrente en un trágico accidente. La Fajana Perna, El Masapé y María Pospos. Sí, era el tiempo de las guaguas rojas y amarillas, aquellos increíbles motores Austin traídos de Inglaterra. “Este asiento está reservado para los mutilados de guerra”. Tirabas de un hilo y sonaba la campanilla. Todavía sigue sonando, madre. De Las Lomadas a Bajamar a ver a abuela María. Echábamos el día completo y a mí me fascinaba. Al regreso traíamos caña de azúcar y pepinos o boniatos amarillos. Como si de una solución salomónica se tratara, las hijas y el hijo de mi abuela llegaron al acuerdo de que lo mejor para todos era que mi abuela para ser cuidada como se merecía, pasara dos meses, a veces tres, en casa de cada uno de ellos. Gracias a esta forma nómada de cuidado, todos los nietos pudimos compartir muchos momentos con ella y todos vimos como lenta, muy lentamente peinaba su larga melena de color marfil, sentada en una silla bajita de tijera y su pelo era un río luminoso sobre los mosaicos del suelo. La almohadilla del borde, la mantelería, el sonido de la aguja y la plata del dedal. Mi abuela era adorable y llegó a los 101 años de edad. De esta forma se mantenía la conciencia familiar y la circulación interior entre primas y primos, tíos y tías, hermanas y hermano. Algo que hoy a nivel general se halla completamente desmantelado, ya que la sociedad ha emigrado, ha cambiado y otras son las condiciones y otros los supuestos cuidados. Y también sucede que ahora somos menos y los y las que valían se han ido. La emigración y la dispersión que lleva consigo, produce soledad y melancolía y llena de hierba los caminos y los huertos.
Vuelvo a John Berger para poner todo esto en un contexto más amplio y abarcador, porque las cosas no solo nos suceden a nosotros:
“Las fotografías son reliquias del pasado, huellas de lo que ha sucedido. Si los vivos asumieran el pasado, si éste se convirtiera en una parte integrante del proceso mediante el cual las personas van creando su propia historia, todas las fotografías volverían a adquirir entonces un contexto vivo, continuarían existiendo en el tiempo, en lugar de ser momentos separados. Es posible que la fotografía sea la profecía de una memoria social y política todavía por alcanzar. Una memoria así acogería cualquier imagen del pasado, por trágica, por culpable que fuera, en el seno de su propia continuidad. Se transcendería la distinción entre los usos privados y públicos de la fotografía. Y existiría la familia humana”.
Aquella alegría. Aquel verano eterno que vuelve en una foto. Las primas que venían a las peras y a las guindas por San Pedro y hacían noche en casa, en lo alto del Lomo Grande, la guagua roja y amarilla, lo que borra la bruma que se adentra en el barranco de La Herradura y en el monte sagrado de Las Lomadas, la cumbre nevada, los hombres levantando paredes de piedra seca al borde del abismo, el porrón, la barra, la maza y el cincel, las huertas de caña dulce de Bajamar, la casita terrera de abuela en el Topo, San Estanislao debajo de Oropesa, lo que se veía desde la ventana del cuarto de abuela, sentado en el cofre y mirando hacia las chimeneas humeantes de las casas de Las Cabezadas, mientras mi madre hablaba con mi abuela y por ese hecho dialéctico, eran capaces de sostener el mundo entero. Las lágrimas de abuela cuando hablaba de los dos hijos que perdió. Huertas frondosas de ñame, el agua discurriendo por los barranquitos, las ranas, los grillos y los saltamontes que ya no se ven, las rodillas arañadas de tanto brincar por aquellos caminos que ahora no son transitables. ¡Anda, vamos mi niño!, que se va la guagua y se hace de noche, que se va el mundo, ¡venga, vamos antes de que la lluvia disuelva el color de las banderillas de las Fiestas de Septiembre! Se puede mojar o borrar una foto, pero nunca se disuelve lo que guarda una vez que la hemos mirado. El contenido de una foto.
Óscar Lorenzo
San Andrés y Sauces
Isla de La Palma
15-08-2024
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