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Opinión | Ya empezamos, por Antón Losada

Los pájaros que no pudieron volar

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La ilusión del posmodernismo nos ha mentido, nos ha dibujado una fantasía utópica digna de viralizarse en TikTok, una representación tan bien cuidada como mucha de la información fake que gobierna nuestros canales de transmisión. En el pasado, las generaciones anteriores pudieron experimentar una sensación de progreso y de crecimiento personal y laboral que los situó en un lugar de cierto confort. En la actualidad, la subida del progreso se ha inclinado y la ola de los avances tiende a desplazar su movimiento en dirección descendente. Mientras que nuestros padres comenzaban a trabajar a edades tempranas en la carrera de la mejora económica y social, por nuestra parte, hemos retrasado la entrada laboral en busca de una formación universitaria y profesional que, falsamente, se nos dijo que nos haría avanzar.

La juventud, en la actualidad, hemos estirado los años de duración y nos hemos encontrado con treinta e, incluso, cuarenta años llamándonos jóvenes. Porque la elección de una ocupación, la adopción de valores y el desarrollo de una identidad propia (elementos que según los teóricos marcan la adultez) cada vez se retrasan más, contribuyendo a la falta de independencia y autonomía económica y personal. Bajo esta realidad, empiezan a congregarse diversas generaciones (millenials, generación Z o alfa) bajo un mismo término. Ahora, los mal llamados “generación de cristal” somos todos y ninguno a la vez. En esta narrativa de la vulnerabilidad, se nos dice que hemos nacido en un nido de plumas, acolchado y preparado para no dañarnos, un nido que, en gran medida, nos ha propiciado las herramientas educativas y culturales necesarias para aprender a volar y ser libres. Pero al alzar el vuelo nos hemos dado cuenta de que nuestro cielo está contaminado, nuestras nubes nos impiden subir alto, nuestro aire nos empuja hacia abajo, las alas pesan demasiado. Además, como en la ley de la selva, en nuestro bosque-ciudad gobierna el más fuerte y siempre habrá un pájaro más veloz y más ágil que tú, con alas más grandes y pico más reluciente.

Ya lo pronosticaba Enrique Martín Criado en el año 2004 (momento en el que yo empezaba educación primaria), la sobrecualificación de la juventud actual es insostenible, porque el aumento de individuos con títulos escolares no modifica sustancialmente la cantidad de puestos a cubrir, simplemente significa un crecimiento de universitarios en paro. En unos meses espero ser doctora y mis expectativas de futuro, como las de Virginia Woolf, son simplemente tener una habitación propia, un árbol frondoso que me cubra el frío y unas alas lo suficientemente robustas para poder seguir volando. Con una carrera, un máster, idiomas, congresos, publicaciones y cincuenta cursos a mis espaldas puedo decir que, a mis casi treinta años, me cuesta asumir el gasto del supermercado. Porque la vida no para de subir de precio y los sueldos no se estabilizan a su paso.

Hace unos días se congregaba una multitudinaria protesta en Barcelona por los alquileres. En Tenerife y Gran Canaria hemos vivido ya dos manifestaciones por el modelo turístico y la consecuente subida de los precios y la gentrificación de las personas locales. La realidad es que la población (y, en especial, la juventud) nos encontramos perdidos, volando en círculos en busca de un lugar en el que poder hacer nuestro nido y llamar hogar. Pero, cada vez más, el acceso a la vivienda se convierte en una prueba de Got Talent al por mayor. Mientras, los medios de comunicación, como cotorras huecas con picos de oro, siguen demonizando y generalizando a un colectivo heterogéneo y categorizándonos con términos despectivos como “generación de cristal” o llamándonos egoístas por no querer tener hijos. No se dan cuenta que, en la mayoría de los casos, el querer está relacionado con el poder.

Lo cierto es que tenemos un sistema capitalista totalmente insaciable que no nos permite ni cuidar de nosotros mismos como para responsabilizarnos de un hijo. Un sistema de gasto y consumo que se retroalimenta de las demandas del mercado y que prioriza los bienes materiales y los cuerpos productivos. Un problema estructural que instrumentaliza a unos muchos en beneficio de otros pocos. No quiero decir que no tengamos ciertos privilegios por el lugar en el que hemos nacido y por los cuidados que hemos recibido, que no se me malinterprete, nadie niega nuestra realidad. Pero también es cierto que somos víctimas de un sistema destructivo que nos insta a gastar en el ahora y nos limita el ahorro hacia el mañana. La industria de la happycracia y el carpe diem (como ya he comentado en otros artículos) nos ha convertido en individuos neoliberalistas que buscan el estímulo instantáneo a golpe de visa. Pero esa situación de consumo masivo de momentos no minimiza el problema del acceso a la vivienda ni la falta de recursos económicos o de sobrecualificación, solo suma otro engranaje a la ya de por sí complicada rueda que denominamos sociedad capitalista.

Estamos creando una imagen que se nos revela como un mañana distópico, una situación que se ve reflejada en el aumento de la pobreza y de la jerarquización social. Tenemos que pararnos y romper la rueda si es necesario, pensar en el futuro que nos gustaría construir, empezando por el presente que habitamos. Porque, si no lo hacemos, nuestra vida seguirá estando limitada por la ley de la selva. Una realidad donde la juventud seguiremos volando bajo y recogiendo palitos para nuestro nido-cuarto, mientras el resto de los animales del bosque nos llaman privilegiados.

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