Elogio de la melancolía
“Ay, en el templo mismo del deleite/ tiene la velada Melancolía su santuario soberano”.
“Oda a la melancolía”, John Keats (1795-1821)
En la librería del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), el libro “Elogio de la melancolía” de László Földényi, llamaba la atención entre los muchos que boca arriba mostraban su portada, en este caso, reproducía un detalle de “La tempestad” de Giorgione. Inmediatamente le eché un largo vistazo; en la solapa leí la biografía del autor húngaro y después, el índice del ensayo: “Melancolía”, “Más allá del saber y del sentimiento”, “Durero visita a Giorgione en su taller”, “Stanley Kubrick (y el monolito)”, “La melancolía de Anselm Kiefer”, “Francis Bacon (pinta a Lucian Freud)”, “Elegía por el cine”; me pareció muy, muy interesante y por ello, me hice con él.
La primera palabra que la mayoría de nosotros suele asociar a melancolía es tristeza. Sin embargo, María Moliner en su “Diccionario de Uso del Español”, no establece como sinónimo a ambas. Con el término melancolía se trata más bien de hacer aproximaciones. “Propensión, habitual o circunstancial, a la tristeza”, define la filóloga española e introduce como subaceptaciones, el ser una “tristeza suave no causada por una verdadera desgracia”, el significar las cosas que la causan, como los atardeceres o referirse a los estados de abatimiento y pesimismo que la generan. Dentro de un catálogo amplio entra en relación con, nostalgia, añoranza, hipocondría y soledad; y por supuesto, diría con aburrimiento, que también es de amplio calado. Podríamos decir que melancolía entra en conversaciones con Saturno, con lo nocturno; y yo diría más concretamente, con la “intacta luna” que comprende “el porqué de las cosas y ve el fruto/ de las mañanas y de las tardes/, del tácito e infinito andar del tiempo”, como apunta Leopardi en el poema que abre el libro de Földényi. Un cofre lejano. Es, por tanto, algo no muy bien definido, que va y viene y que nunca es lo mismo. Como la luz, es una cuestión de cantidad variable; como fluido, es transparente aunque ofrezca síntomas a la vista, pero no se ha logrado una forma de poderla medir. Es muy tímida. Si nos acercamos mucho a la melancolía, se hace oscura, escapa a la percepción humana y es como si no hubiera formado parte de la existencia.
László Földényi nacido en Debrecen, (Hungría), en 1952, es teórico del arte, ensayista, filólogo y además, dramaturgo. De dilatada trayectoria profesional, ha escrito numerosos libros, todos ellos traducidos al español y publicados por Galaxia Gutenberg. “Melancolía” (1996, 2008), “El sudario de la Verónica” (2004), “Goya y el abismo del alma” (2008) y otros ensayos donde escribe sobre el filósofo húngaro Lukács, sobre el pintor romántico Caspar David Friedrich o sobre Dostoyevski, componen el cuerpo de una obra muy atractiva. A partir de la agradable y enriquecedora lectura y ya, relectura, de “Elogio de la melancolía” (2023), su último ensayo hasta ahora, este humilde lector piensa irse acercando a cada uno de sus libros. Esto es un descubrimiento, y, en este caso, no es nada melancólico. Es una ganancia cierta que amplía nuestra mirada.
Desde la introducción, el ensayista húngaro nos avisa que lleva décadas pensando en el concepto de melancolía y que no se ve capaz de responder a la pregunta de ¿qué es? Nos cuenta que el erudito inglés Robert Burton, a comienzos de siglo XVIII en la voluminosa “Anatomía de la melancolía”, aborda la cuestión en relación con todo, desde la literatura antigua, la filosofía medieval, la botánica, la zoología, las matemáticas, hasta el amor y las supersticiones, para llegar finalmente a la conclusión de que la melancolía se encuentra en todas partes. Földényi dice que quien empieza a leer la obra se va sintiendo desconcertado y al llegar al final no sabría contestar a la pregunta antes formulada. “Es más, si creía saberlo antes, pierde incluso ese saber. Entretanto, no obstante, comienza a intuir qué es la melancolía”. Pero en la intuición, distinta del saber, el objeto siempre se nos adelanta. Nos quedamos a su merced. Al leer a Burton, “perdemos poco a poco nuestro saber sobre la melancolía, mientras que sin darnos cuenta entramos en la trampa de la melancolía”. Es más que un mero sentimiento porque surge entre opuestos. La melancolía posee un plus debido a que aparece en cualquier lugar. “No solo en el desánimo, sino también en el entusiasmo; no solo en la tristeza o en el tedio, sino también en la alegría y el arrobo. Tanto en el letargo como en la atención concentrada”. Al parecer, hay y ha habido a lo largo de la historia melancolía por un tubo. Y ha ido cambiando su significado. Para los griegos “los melancólicos eran los más excelentes, pero al mismo tiempo los más vulnerables”. En la Edad Media, los melancólicos eran considerados unos palanquines (gandules), ya que “la melancolía era denominada la almohada del diablo”. Al mismo tiempo, los creyentes enclaustrados en la oración y también los locos, eran tildados de melancólicos. En el Renacimiento los artistas más influyentes fueron considerados melancólicos y la melancolía era causa de la desdicha que desembocaba en el suicidio. “Más tarde, con el creciente dominio de la burguesía, pero sobre todo en la época de la revolución industrial, la pereza y el aburrimiento se convirtieron en síntomas de la melancolía...Quienes no querían entrar en el juego social eran tenidos por melancólicos”. La melancolía siguió siendo sospechosa dos siglos más. Era algo que había que erradicar de la realidad pues no se situaba al alcance del saber, de lo racional. Desde principios del siglo XX, se intentó amarrar su concepto y “fue reducido a uno de sus fenómenos concomitantes, la depresión”. Y este fue el término que se utilizaría a partir de 1902 a nivel psiquiátrico. La melancolía en la actualidad abunda como el aire y se desmarca, incluso, se opone a las expectativas que la sociedad sugiere, que hace ver que regala o simplemente, que en el fondo vende. “El gran pecado del melancólico moderno es que se da cuenta de lo poco natural y poco evidente que es aquello que la civilización en su conjunto considera como tales. Comprende que el precio de la destrucción de los mitos es la creación de nuevos mitos”.
El autor húngaro cita a Freud que abordó el tema en “Duelo y melancolía”, escrito en 1917: “Consideramos evidente que relacionamos la melancolía con una pérdida de la que uno no es consciente, contrariamente al duelo, en cuyo caso es plenamente consciente de la pérdida”. Para Freud la melancolía se caracteriza por la ausencia de un objeto, lo que que daña el “yo” y por ello se emparenta con la angustia. “En el caso del duelo, el mundo se ha empobrecido y vaciado, en el caso de la melancolía, en cambio, es el propio yo”. Aunque tenía mucha razón en ésto, Freud no profundizó más en la cuestión y la melancolía para él, era una mera enfermedad asociada a la psicosis o la neurosis y llevaba tratamiento terapéutico.
Sin embargo, la melancolía continua alimentando las raíces de nuestra cultura, sigue mostrando la variabilidad de los sentimientos y desnuda nuestra propia fragilidad, así como la inutilidad del llamado “saber definitivo”: “El hecho de que por mucho que ordenemos seguros de nosotros mismos nuestro mundo, este es tambaleante y descansa sobre pilares frágiles. Aunque lo ensamblemos todo sin fisuras y tratemos de instalarnos amparados en el mundo, el amparo solo puede crearse en el desamparo”. Al margen de que el optimismo sea la religión universal, en este mundo persisten demasiados interrogantes sin respuesta satisfactoria. El melancólico no acude al baile, no participa de la fiesta de la felicidad global y constante; tampoco se ríe de las debacles que por encima de la amnesia, se ven venir. “Sobre todo, la melancolía no es pena o mal humor, sino una fuerza interior que, si uno la posee, le permite prestar atención a otras cosas, descubrir en otro lugar aquello que las civilizaciones anteriores denominaban esencia y no cesar de cuestionar aquello que en apariencia es evidente. La melancolía significa una apertura respecto a la metafísica en un mundo que ha declarado la guerra a toda clase de metafísicas y que las considera anacrónicas, algo perteneciente al pasado que de alguna manera sigue aquí”.
Somos humanos porque tenemos capacidad para sentir que nuestra existencia es finita en el tiempo y limitada en el espacio. La conciencia de esa fragilidad, nos hace comprender el mundo como un montón de fragmentos que no podemos ensamblar de un modo adecuado. El puzzle no se puede reconstruir porque nunca ha sido armado o más bien, porque no es un puzzle. La física busca una teoría que unifique las leyes del universo. Los humanos, que se preguntan o preguntaban por el sentido de la existencia, vagan sin saberlo en lo desconocido. “Entre dos grandes bestias, no sé cuál más feroz, Naturaleza e Historia, se agolpa, despavorida, la progenie humana”, nos recordaba en uno de sus impagables pecios, el escritor Rafael Sánchez Ferlosio. Tanto al nacer como al morir, nos arrancan igualmente de algo. Continúa Földényi en su suculento ensayo: “Cuando se agrieta la envoltura y se abre un resquicio en el vientre materno -o en lo que nos rodee -, el hombre se da cuenta de hasta que punto no es dueño de su propia existencia, y es entonces cuando surge la melancolía...El hombre reconoce entonces que desearía ser todo, desearía participar en aquello que percibe como infinito en relación con su propia limitada existencia y en la cual no puede sumirse. Y aunque es imposible ser todo, no es capaz de resignarse. He ahí la melancolía. Es al mismo tiempo rebelión y parálisis. Está más allá del saber y del sentimiento...Enriquece la vida, pero a quien alcanza tiene la sensación de haber sido despojado de algo. El melancólico percibe la melancolía como un tesoro incomparable, pero al mismo tiempo es incapaz de decir qué es lo que posee”.
Para el poeta romántico inglés Hartley Coleridge, solo existía una musa: melancolía. El historiador francés George Minois se preguntaba; “¿Qué sería de la cultura occidental si se eliminaran las obras que la melancolía ha inspirado?”. Vladimir Nabokov, a quien también cita el ensayista húngaro lo sabía: “La cuna se mece en un abismo y la mente sobria nos dice que nuestra existencia no es más que un breve fulgor entre dos eternidades de la oscuridad”. Así comienzan sus memorias. El melancólico, sea artista o no, sabe que lo desconocido, a pesar de la vorágine optimista del progreso, seguirá permaneciendo ignoto. Considera, además, que en esa terra incógnita, en esa oscuridad, se halla “el centro más profundo de la existencia y del pensamiento humano”. Ser capaz de mirar más allá de las sombras de la Caverna de Platón, de las banderillas de colores saturados de Internet, del espectáculo inocente y a la par, dantesco, de la Babilonia del mundo; salir de la ceguera inoculada por una sociedad insaciable, donde el alto consumo de ansiolíticos, demuestra a las claras que hay mas ansiedad que dolor, sería muy recomendable. Pero estamos dormidos, como sujeto histórico no pintamos nada en el tablero de la actualidad. Después de los años setenta, ni siquiera ponemos nerviosos a los que detentan el poder. Sin embargo, es claramente detectable que la mala conciencia de una sociedad hedonista, si es desvelada, no le gusta nada a los responsables económicos, políticos y culturales. Si hablamos de la melancolía, del aburrimiento, de la angustia, de un modo paralelo a su presencia en la vida cotidiana, “decae la moral de los hogares y se viene abajo el lema de nuestra civilización” después de la Segunda Guerra Mundial, el derecho y la obligación de todos sus ciudadanos a ser felices; ser felices a costa de olvidar la tristeza latente. La naturaleza humana hace balance emocional y para ello se necesitan dos polos; quizá la melancolía establece la distancia necesaria entre lo que se anuncia y lo que tomamos como verdad. La melancolía evita el engaño, aunque no por ello abandona su camino entre grandes interrogaciones, que siempre estarán por encima de nosotros. El misterioso poliedro que aparece en “Melancolía I”, de Durero y el monolito de “2001: Una odisea del espacio” de Stanley Kubrick, no necesitan ser descifrados; aquellos que buscan el significado pierden el tiempo y en el fondo, no entienden nada. El misterio nebuloso, velado, ininteligible, forma parte de la existencia humana. El asombro causado por nuestros límites, sea deslumbramiento, dolor, confusión o deleite contemplativo, nos distingue de todos los seres vivos.
Y ahora, habría que hablar de la melancolía a nivel personal. Y también a nivel contexto en el hábitat más cercano. Y ahí es donde duele. Para eso está la escritura. Si tuviéramos enemigos, seguramente entrarían en el deleite de comprobar la melancolía que somos capaces de desprender. Por mi experiencia entiendo perfectamente a Freud cuando diferencia entre duelo y melancolía. Cuando falleció Sara, mi querida compañera, entre el dolor y la gran pena, tuve plena conciencia de que un mundo se había perdido. Sabía que la ausencia vaciaría el espacio habitual y cotidiano. Imaginaba que con el tiempo la pérdida se bañaría en los charcos de la memoria; pero sabía cuál era la causa de la tristeza, ésta estaba bien definida. El “yo” enfrentó la soledad no buscada en un mundo que ya era otro muy diferente al de días atrás. Pasar el trance, aun saliendo escaldado, implicaba no dejar lugar para que entrara la melancolía. El “yo” siguió adelante, a solas, en su taller de pintura y en las huertas heredadas de sus padres. Poco a poco fue dedicando cada vez más tiempo a la escritura; se hizo evidente que hacía falta algo más: y ese algo era la poesía. Lo que está más allá de las explicaciones cuando éstas no existen. Cuando las conversaciones no bastan porque las palabras pronunciadas no alcanzan la definición de los hechos. Y lo hizo; lo hizo aunque el mundo se hubiera empobrecido en cualquiera de sus instantes. Y hay muchos momentos. Quizá, para poder escribir “El Libro de Sara” (Ediciones La Palma, 2021), no dejé entrar a la melancolía, que hubiera acabado con el “yo” y por ello, con el mismo libro. Por eso, el poemario no es una elegía, sino un canto a la vida, como afirma Felipe López-Aranguren en el epílogo. Todos sabemos que la creación humana evita que el “yo” se acabe o se disuelva en una existencia adversa. Pero no siempre ni en todos los casos. Tengo amigos y conocidos que siendo creadores, han sucumbido ante la adversidad. Algunos ni siquiera pudieron pasar el trance de una pérdida. Después de este tiempo podría y debería decir que me encuentro en otra situación. Otros son los síntomas. Han pasado trece años. He ganado soledad a través del hábito y a través de la distancia. Sin quererlo, pero sin hacer nada para que sucediera lo contrario. Al parecer, después del confinamiento y la pandemia todos, absolutamente todos, nos hemos alejado o hemos cambiado de alguna manera. Aunque creo que no caerá esta última breva. Y se hace tarde. Luego están las cosas de las que nos vamos desprendiendo, las que ya no nos dicen nada porque nos aburren, las que no queremos nombrar para no dañar a nadie en su optimismo o en su matraquilla; porque eso contiene la fugacidad del tiempo y el deterioro de la carne, y, peor, el del espíritu. El ruido, el cansancio y el desgaste.
Entonces hay que insertar lo personal y el contexto cercano en el territorio: la casa en el lomo, el pueblo en la isla, la isla en el mar y los sueños en el cielo; y esperar. Aguardar a que salga la Luna, esperar para ver los sueños brillando a lo lejos en el inmenso Nilo de la noche. Y por el día, desbrozar la maleza que nos acecha. El molino de la mañana. Este empujarnos a la carretera, hacia abajo, hacia el mar. Despojados de aquello que amamos, tenemos que insertarnos en un mundo despiadado sin anestesia ni nada. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo lograrlo?, si como decía Sándor Márai, “el secreto del ser humano es que necesita mucha ternura y no sabe vivir sin amor”. ¿Qué diría un melancólico ante esto? ¿Somos capaces de diferenciar aburrimiento, nostalgia, tristeza y melancolía? ¿Qué hay de cada una de ellas en nosotros? ¿Qué siento en la plaza de mi pueblo cuando con 61 años tomo café a solas? ¿Qué noto si vuelvo después de mucho tiempo a Marcos y Cordero? ¿Qué siento cuando voy a Garafía y regreso desolado en la niebla? ¿Qué siento cuando pienso en el último volcán? ¿Qué percibo cuando cae la noche en el patio y observo a las gatas en su presente continuo? ¿Qué me produce la visión de la lluvia en las medianías de la isla abandonadas? ¿Qué descubro si voy a una fiesta o a una cena de Navidad? En unos casos mucha nostalgia, en otros directamente pena, en otros simple tristeza, de algunos se desprende aburrimiento, y, entre otras muchas cosas, pues gracia a Dios nunca es igual, tal vez, tal vez, siento, también, como si fuera una radiación de fondo, pura melancolía. Es casi un deber a mi edad. Se queda uno con la conciencia más tranquila. El alambique del mundo, a esta altura, destila pura melancolía. El bosón de Higgs que une la masa de la memoria con una realidad descompuesta y venida a menos. La melancolía mantiene los interrogantes, pero no se detiene a explicar la causa de los hechos y su finalidad. Es más que un sentimiento. “Anhela ir de aquí a un más allá, a pesar de que con todas sus fibras niega la existencia de un más allá. Ni aquí ni allí: la melancolía surge de la grieta entre ambos”.
“Así imagino los momentos de la melancolía. Se insinúa una terrible Oscuridad; se intuye una Mirada enorme. Y luego empalidece la una, se oscurece la otra. Como si nunca hubieran existido. Solo la nostalgia insaciable que a veces nos inunda de forma tan inmotivada como carente de un objetivo permite deducir su existencia”.
ÓSCAR LORENZO
San Andrés y Sauces
26-11-2023
0