Desprendimientos (I). Los casetes

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Desarrollado por Philips y lanzado en 1962, el casete apareció como una forma cómoda de grabación de sonido en una cinta magnética. Una alternativa al disco de vinilo que era lo habitual en esos tiempos. Se reproducía en un aparato que también era grabador y que adquirió, por extensión, el mismo nombre. En realidad, fue originariamente diseñado para dictado y uso portátil y no fue hasta 1971 que pudo contener un sonido de calidad para la música, con la reducción de ruidos Dolby y una cinta de cromo. Su uso se extendió desde 1970 hasta finales de la década de los noventa. Durante los años ochenta se popularizó bastante a raíz de las grabadoras portátiles de bolsillo y la alta fidelidad del walkman de Sony, cuyo tamaño era un poco más grande que un paquete de tabaco. Así íbamos a la mili en 1983, con el walkman en la cintura y los pequeños auriculares en los oídos. Gastamos lo poco que teníamos en pilas. Era cómodo y divertido. El casete universalizó el uso de la música. En el Este de Europa, por la censura y en la India por motivos religiosos, tuvo su impacto social. Se podía oír música en los viajes en coche sin que fuera necesariamente una emisora de radio lo que estaba sonando. Te llevabas la música al monte, a la playa, a la azotea en las tardes de verano o en las noches de luna. Escuchabas lo que querías. Fue un buen invento.

No recuerdo bien el año, pero pronto tuve uno de esos maravillosos aparatos de un altavoz solo. Un Sanyo de cinco teclas, una de ellas roja para grabar y dotado de un micrófono aparte. Que quede claro que sigo prefiriendo escuchar a Queen, (que ya no se me ocurre) en un aparato de aquellos, que ir a un desabrido y cansino tributo, ahora tan de moda, para ver al cantante tocándose los cojones del mismo modo que Fredi Mercury. En la época en que se editó “Wish you were here” de Pink Floyd, sería aquí 1976, con catorce años un día acudí a preparar un huerto para sembrar más tarde las papas de invierno. Había hierba seca para retirar y rastrojos que entonces se solían quemar teniendo en cuenta que no hubiera viento ni que fuera un día de altas temperaturas. Coloqué el aparato de un altavoz solo en un ribance de la huerta y con pilas nuevas, bajé la tecla de play y puse el sonido al máximo. La elegía que es “Shine on your crazy diamonds”, se elevó en el campo de las medianías y yo me dispuse, después de cortar los hinojos y las tederas, a ir quemando el rastrojo poco a poco. Estando entretenido en la faena fue pasando el tiempo y las canciones de Pink Floyd se sucedían, cuando de pronto escucho: wañowiniweauhglubwañaaa. El fuego había alcanzado el casete. Corrí desesperado y pude salvarlo a tiempo, aunque eso sí, la tecla roja que estaba en la esquina afectada, quedó como una fresa escarchada. Después fueron viniendo más reproductores de todo tipo, pero aquel aparato primigenio, con la cicatriz del incendio, es el que elige mi memoria.

Recuerdo los viajes a Garafía oyendo a Genesis, vendíamos Inglaterra por una libra y echábamos cordero en el Broadway del Roque El Faro; el itinerario era nuestro viaje a un Darjeeling particular; la relación entre música, paisaje y el cannabis de aquella época, era una epopeya de la luz y del sonido; recuerdo escuchar “Carmina Burana” de Carl Orff en los ocasos en la Casa del Monte, cerca de Marcos y Cordero, como vislumbro el cuerpo de ninfa de la amante que me acompañaba; por encima del mar de nubes son los dioses los que afinan los instrumentos; recuerdo oír las sonatas de Beethoven por Wilhelm Kempff al llegar a casa del cuartel en el País Vasco, como fondo amable del regreso al hogar; recuerdo escuchar a la Fania y a Henry Fiol en los kioscos de las fiestas, incluidos los punkies de Los Llanos, que en San Antonio nos ponían la cinta sin problema alguno; muchas músicas diferentes y todas se daban la mano; recuerdo ir cantando las canciones de Chicho Sánchez Ferlosio en el coche con Laura y Melquiadez; “Buscas el ser por lo alto / tan alto que yo me temo / que el ser que andas buscando /debe ser el ser supremo. / Ni el propio San Antonio lo encontrará / lo que no se ha perdido no se hallará…”; ese casete legendario, grabado por mi profesora de filosofía en Madrid, contenía el disco “A contratiempo” del gran cantautor castellano, además de otras piezas de Amancio Prada, y, como regalo final, la bellísima canción, “Jhonny Guitar”, cantada por Peggy Lee para la banda sonora de la película; eso permitía el casete, hacer tu propia antología musical; recuerdo con Miguel Sentís escuchar a la orquesta Bolero de Tazacorte, entre las calderas y el alambique durante la zafra de la caña de azúcar en El Valle; recuerdo las cintas que me regalaba Ana, con su bella letra y su buen gusto musical: Aretha Franklin, Tanita Tikaram, Donald Fagen; recuerdo oír a Marlene Dietrich en las largas sobremesas de Álvarez de Lugo, en Santa Cruz, con alguna guapa invitada; se ponía en el cuello dos toques de Chanel N 5 cuando sonaba “Lili Marlen”; recuerdo con mi amigo Francisco Guerra, comprar en un guachinche una cinta de “Los alegres de Terán”, nos gustaba la música mexicana; te encontrabas los casetes de frente, en un expositor sobre la barra; pedíamos medio litro de vino tinto y elegíamos uno para amenizar el itinerario por las sinuosas carreteras de Anaga; recuerdo las selecciones o antologías que le regalé a Sara con todo el amor del mundo, estaban escritas y coloreadas con algún dibujo; toda la música toda. Nos despertábamos con la suite para violonchelo de Bach, nos dormíamos con Teleman. Recuerdo la cinta grabada del disco de Bola de Nieve que me trajo mi hermano de Cuba. Y las copias que se hicieron. Y las copias de los discos de los neozelandeses Split Enz que había traído a Los Sauces la hermana de un amigo. Oíamos a Lole y Manuel en un viaje en barco a la península, a Gal Costa, a Astrud Gilberto en aquellas noches tórridas de verano, en Manos de Oro; y era toda una unidad: la luna, el verano, el murmullo de las olas, las luces tenues y la piel de mi amor que era como una rampa de lanzamiento hacia el cielo de la estancia; escuchábamos el sitar envolvente de Ravi Shankar bajo el velamen de las sábanas. Nos dejábamos invadir por la sensualidad narcótica de Oriente: “Dale vuelta a la cinta, amor, que la noche es amable”. La mente recuerda el latido del pasado. Suena la melodía de la memoria. Una cabeza electromagnética lee y descubre que aquello fue la felicidad. Una cabeza escucha lo que fue la gloria bendita. Gira el mundo en la cinta que mueve el molino del tiempo. La cuestión es dar vueltas como hace todo lo viviente. Dar vueltas y acabar enredándose en el amor, en la vida o en el radiocasete en cuestión, porque cromados pueden ser los sueños. Dábamos vueltas bailando con la música del radiocasete de dos altavoces. Extendíamos el cable de la corriente para no gastar las pilas. Y aquellos guateques de la infancia, en el Lomo Grande, con los amigos y amigas del barrio de Las Lomadas, cuando en las azoteas de junio descubríamos el deseo y cuando nunca llovía al sur de California. Y ya sabemos todos que siempre hay una canción al fondo que nos deja el alma al descubierto. Por eso ahora escucho otras cosas. Hay música que ya, ni en broma, se me ocurre oír en solitario, porque el desprendimiento también es espiritual y hay que tomar precauciones. Tal vez, hay una música para cada formato y un formato para cada etapa de la vida. Algunas músicas, en realidad muy pocas, aguantan el tránsito y logran convivir con el estrés tecnológico y comercial de cada veinte años. Todo pasa. También la música. Y el espíritu se va limpiando de tanta carga emocional. ¡Allá cada uno!

Con la llegada del CD, se acabó lo de cara A y cara B. Y no había que darle a Rew para poner de nuevo el tema incansable que tanto nos gustaba. Y no teníamos que desenredar la cinta con el bolígrafo cuando se atascaba; como era pintor, tenía un pincel siempre a mano para el asunto. A los casetes les tocó la condición histórica de tener que convivir, al principio, con los discos de vinilo y al final, con los CD´S. Como le ocurrió a mi generación en el caso de España, los casetes se vieron en medio del sandwich, al final de la dictadura y al principio de la democracia. Nos tocó convivir con los restos de lo que se iba, -gracias a Dios-, y con el principio de lo que llegaba. Fueron, por ello, tiempos de esperanza, sin duda alguna, y a los casetes les tocó prolongar ese impulso. Vinieron los CD´S con el nuevo siglo, pero los casetes habían dejado treinta años de buenos recuerdos. Cuando trabajaba en la Viceconsejería de Cultura en Santa Cruz de Tenerife, subía a menudo a La Laguna a ver a Sara. Pasaba por la tienda de Discos Manzana y adquiría algún casete de regalo. Recuerdo comprar “Shooting rubberbands at the stars” de Edie Brickell & New Bohemians. Íbamos a ir al cine a Santa Cruz y como se nos hizo tarde, tomamos un taxi. Nada más subirnos en el coche en la Avenida Trinidad, Sara, una amiga y yo, le di al joven conductor la cinta recién adquirida y muy amablemente la introdujo en el radiocasete y le dio al play. Bajamos la autopista encantados con la alegría de la música y cuando al llegar a Las Ramblas se paraba el coche en un semáforo junto a otros taxis, nuestro conductor subía el volumen y movía la cabeza y los colegas de profesión asentían y le decían: “Así da gusto trabajar”. “Y no les voy a cobrar”, respondía. Y nos reíamos todos.

Aún conservo unos cuantos vinilos que fueron, por supuesto, anteriores a los casetes. Todos teníamos tocadiscos, pero eso sería otro artículo y otra música. Parece que los vinilos, como los llaman ahora, están de nuevo revalorizados. Según tengo entendido, en el año pasado se han vendido más discos que CD´S. Youtube y Spotify (y lo que surja) han desbancado a la industria del CD. Todavía los guardo a mano por si hay un apagón en Internet, pero necesito desprenderme de los casetes por una cuestión de espacio. En el punto limpio acaban todos los inventos, incluso los que nos dieron una felicidad impagable. Siento la pena de dejar algo atrás, como es normal, pero hay que aceptar los hechos y atender a las necesidades de aliviar las estancias. Despejo el estudio donde pinto para trabajar con espacio para los cuadros y a las cajas de los casetes no queda más remedio que decirles adiós. Cambia el formato, la música sigue, pero es otra cosa. Y también otros son los silencios. No es aquella música, pues ésta se halla por encima del mar de nubes y ya la hemos devuelto a los dioses. Había que entregarla porque era de ellos. No podemos bañarnos dos veces en el mismo río, nos advertía Heráclito hace más de 2.500 años y, a veces, lo olvidamos. Cómo nos cuesta despedirnos de lo que amamos. Así somos los humanos, ante la hostilidad del mundo buscamos algo que combata la alienación, algo que modifique nuestro desapego, que haga que amemos el tiempo que nos ha tocado vivir. Y, en esto, los casetes cumplieron la función de aportar una banda sonora a nuestros sueños. Y fue cuando éramos jóvenes, fuertes y alegres, cuando no nos cansábamos de nada, cuando amábamos lo distinto, cuando buscábamos escuchar al otro, al diferente. Gracias a los casetes, la belleza de la música estuvo al alcance de la mano. “Dale vuelta a la cinta, amor / que la noche es muy hermosa / dale vuelta a la cinta y ven”.

ÓSCAR LORENZO

04-10-2024

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