“No empuje señora, bajo en la próxima, que ni usted es marquesa, ni yo un miserable, mi generación suele ser más amable, más criticable, pero no escuchamos a nadie, cuando nos falta cariño es como si nos falta el aire (…)” comenzaba rapeando Lírico en la canción “No somos ciegos” hace ya 19 años. Una canción de rap entonada por un cantante que plasmaba una ruptura generacional importante, la de una generación harta de los modales pomposos y vacíos de la época de postguerra y que reclamaba que los cuidados deben ir al centro, pero aún sin saber que la herida era tan profunda.
No es hasta que los milenials se acercan a la treintena, a la vida adulta, al desgaste laboral sin alternativas de vivienda y a la maternidad, que se traducen esas rimas en movimientos que definen a esa generación de jóvenes como unos adultos exigentes y autoexigentes, que quieren entenderlo todo, que no aceptan respuestas sin explicaciones y que sienten debilitada toda su estructura de vínculos desde la crianza temprana hasta la edad adulta, por lo que su prioridad es hablar de cuidados, aunque sea en distintos idiomas (vivienda, amistad, maternidad, trabajo…)
Hablar de cuidados es generacional porque nos ha criado una generación criada por los hijos de la postguerra. Esto psicológicamente tiene un calado, un significado, personas que no podían validar tus emociones porque decirte “esto es lo que hay, llorar es de débiles” es lo único que sabían hacer en aquel momento. Aún si habéis tenido infancias felices, la validación emocional y el cuidado no ha sido el mismo que existe hoy día en una gran parte de las nuevas familias. Yo, personalmente, tuve una infancia terrible, pero reconozco un factor común en todas las infancias de mi generación: hemos tenido que aprender de mayores a diferenciar nuestras propias emociones.
El día del apagón mi hija de dos años me preguntó qué pasaba, le expliqué que había un apagón en varios países y me dijo “mamá yo no veo ningún apagón”. Efectivamente, para ella no había cambio en su rutina, solo ve la televisión de manera excepcional, no sabe para qué sirve un móvil más allá de llamar o hacer fotos. Pensé: mi hija es totalmente analógica, y qué paz que sea así.
Nuestra generación fue el conejillo de indias del inicio de las redes sociales, del MSN, del chat terra, del Tuenti, del avance en tecnología de videojuegos… hoy día tenemos estudios que hablan de sus repercusiones en nuestro mapa neuronal y en nuestra salud. Hemos vivido acontecimientos como el asesino de la catana en Murcia, que estuvo muy influido por su relación con los videojuegos y sabemos que la tecnología no puede ser el refugio de ningún problema, que lo acrecienta, porque lo hemos vivido.
Frente a esto las madres de la crianza consciente, respetuosa o como quieras llamarlo hemos decidido que nuestros hijos cuanto más analógicos mejor. Pero no en un sentido de vivir en una burbuja, sino de amortiguar la dependencia y todos los factores negativos que esos estudios nos han mostrado con sus datos alarmantes. La Asociación Española de Pediatría tenía la recomendación de pantallas cero a los niños hasta los 2 años de edad, cuando fui madre lo veía un trecho fácil de afrontar, pero hoy día esas recomendaciones se han actualizado y el margen de edad ha subido a 6 años, ¡a ver cómo aguantas hasta los 6 años! Muchos estudios están demostrando lo nociva que es esa exposición a pantallas a todos los niveles: alimentación, retrasos en el habla, retrasos cognitivos, disminución del grosor de la corteza cerebral en las zonas relacionadas con la atención, la memoria y la regulación emocional. Una madre milenial con esto delante se arma escudo de plata y se lanza a la batalla.
Y ahí es donde el cauce de la generación exigente desemboca en ese corte generacional tan importante: tener hijos conscientemente analógicos y no dependientes de las redes sociales. No darles la tablet ante cada incomodidad para que sepan afrontar lo incómodo, hablar de cuidados en todos los espacios, validar sus emociones cuando caen, cuando son violentados y darles la fortaleza que nosotros hemos adquirido a los 30 desde los 2 años.
Un chaval de 20 años me decía el día del apagón que hicieron algo muy raro con sus amigos: quedar en un lugar e ir todos, llegar sin estar avisándose cuanto le queda a cada uno, no estar con el móvil todo el rato mientras están juntos. “Hablamos entre nosotros, fue una pasada”.
Claro, me hizo gracia, pero pensé que es triste que haya una generación Z tan metida en la hiperconexión constante que no sea capaz de desarrollar ciertas habilidades básicas y seguridad relacional. ¿Cómo van a enfrentar los problemas reales de la vida diaria cuando lleguen a sus 30 años? ¿Qué tipo de comunicación deberá tener mi despacho para referenciarse ante esas personas? Tengo la respuesta y me da tristeza.
Con toda esta amalgama solo quiero introducir la reflexión a raíz del apagón de que lo mismo no estamos tan locas y obsesionadas con eso de que nuestros hijos no sean víctimas de la tecnología, sino unos usuarios responsables cuando llegue el momento. Lo mismo conservar un punto de lo analógico –como tener dinero efectivo en casa– no es una locura, sino sentido común. Hay que repensar el sistema en vez de seguir a ojos cerrados a Dinamarca para que hacienda y los bancos tengan todas las herramientas de su lado. Repensar que todo lo que no puede hacer la IA es cuidar y eso es lo que queremos tener en el centro de la sociedad.
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