Hasta hace muy poco no sabía quienes eran mis vecinos. Ahora, con el asunto de los aplausos diarios, voy conociendo poco a poco a las personas con las que comparto calle.
Por supuesto es un encuentro superficial, casi una fotografía: los que siempre llegan tarde, los que empiezan antes de tiempo, los que salieron con las cacerolas cuando el discurso del Rey, los que salieron con las cacerolas cuando la rueda de prensa de Sánchez, el que todas las noches se crece con el micrófono, el que pasa religiosamente el Himno de España; y el que nos obsequió con un concierto de saxo el sábado pasado.
Y mi favorito: el abuelo. Su posición en el ranking es fortuita, nuestras ventanas (su balcón, mi ventana) están enfrentadas y cuando saco la cabeza es lo primero que veo. Como esa persona que ahora es tu amiga porque, casualmente, os sentasteis juntas el primer día de clase o como esos perros de Pavlov que chorreaban saliva al son del metrónomo.
A todos los efectos, mi lindo abuelito podría ser un genocida huido de la justicia (argentina, ponele) que se esconde en una antiguo apartamento burgués del barrio madrileño de Chamberí. Pero cuando todos los días, a las 20:00, nos citamos para aplaudir con más épica que la orquesta del Titanic, para mí es el señor adorable que representa a todos los ancianos que durante esta tragedia están asustados, agonizando o finados en soledad.
Junto a él siempre sale una señora. Sí, la que tienes en mente: bajita, morena, andina y madura. No lleva cofia. Deseo que tenga contrato y que la familia con la que no está esté bien. Sigo aplaudiendo.
Cuando las primeras notas del Himno de España dan por finalizados los aplausos nos despedimos, volvemos a replegarnos y me cambio de ventana. Empiezo a derrapar por la pantalla de mi móvil: de la videollamada con mi hermano pequeño al directo de Muerdo en Instagram o al hilo de Twitter de un marinero sobre cómo llevar mejor el confinamiento.
Lo bueno de Internet es que, justo después de leer que el Ejército encuentra cadáveres conviviendo con ancianos en sus residencias y que España ya supera los 700 muertos diarios, puedo distraerme haciendo el challenge de la zanahoria; viendo el vídeo del DJ de los fogones o descojonarme con el dinosaurio que “desafía” la cuarentena. Los males entre memes parecen menos males.
En este macrocosmos todo parece una buena distopía, un lúcido capítulo de Black Mirror: con mi teléfono, paseo entre militares patrullando las calles. Políticos y poderosos pidiendo que se deje morir a los más débiles para rescatar la economía. Justicieros abucheando a personas que van a comprar desde sus balcones.
Hasta que me llega otro audio de Whatsapp: en la empresa de Blanca acaban de liquidar el 50% de la plantilla.
- - El jefe dice que no quiere hacer ERTE porque luego están obligados a mantener el contrato seis meses y no saben qué va a pasar. Ni ERTE ni leches, despidos.
- - Pero si eso es ilegal ¿no?
- - Ilegal es que pagan la indemnización por despido improcedente y a correr.
Por un momento la cabeza me aterriza. Pero doy otro scroll, me pongo uncapideloquesea con mis compis de piso y se me pasa. Durante la cena comentamos: con lo bien que nos lo montamos parece mentira que estemos de pandemia, ¿eh?
Ya ves, reímos.
Por la noche cuando me acuesto, me cuesta “un poco” conciliar el sueño. Será el exceso de energía, sugiere un amigo. Será.
A la mañana siguiente, me despierto y me entrego a la ardua tarea de inventar mi día. Los marineros, astronautas, psicólogos y mi amiga Ana dicen que para no perder la cabeza hay que establecerse rutinas, construir patrones, mantener la mente ocupada. No ir en pijama.
El centro de mi horario imaginario son las 20:00. No me fascina especialmente lo de aplaudir, pero es el único patrón que se ha repetido día tras día desde que empezó esto, hace ya dos semanas. Intento no perder de vista las contradicciones: las banderas, los recortes o el contrato social que parece ese ticket blanco que encuentras en la caja del teléfono cuando necesitas la garantía.
Pero bueno, todo sea por recuperar el sentimiento de comunidad.
Abro la ventana otra noche más. Saco la cabeza. Miro al frente.
Adivina quién no está.
Hasta hace muy poco no sabía quienes eran mis vecinos. Ahora, con el asunto de los aplausos diarios, voy conociendo poco a poco a las personas con las que comparto calle.
Por supuesto es un encuentro superficial, casi una fotografía: los que siempre llegan tarde, los que empiezan antes de tiempo, los que salieron con las cacerolas cuando el discurso del Rey, los que salieron con las cacerolas cuando la rueda de prensa de Sánchez, el que todas las noches se crece con el micrófono, el que pasa religiosamente el Himno de España; y el que nos obsequió con un concierto de saxo el sábado pasado.