Nuestra vida parlamentaria nunca había sido tan espectacular, ni tan agresiva, ni tan mediática como hemos visto durante la primera y segunda sesión de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Y lo que nos queda. Menos mal que todavía colea la Navidad, de modo que me queda la esperanza de que las fechas hayan influido para que haya habido un menor seguimiento de lo sucedido estos días en el Congreso. Porque realmente da un poco de miedo.
Hemos llegado a este punto de 'granhermanización' del Parlamento a base de una agresividad potenciada por el ritmo y los 'zascas' en redes sociales, el sensacionalismo introducido en el mundo de la cobertura política televisiva por programas como Al Rojo Vivo de La Sexta y, definitivamente, por el tono virulento que las derechas han ido enardeciendo a raíz de la situación de Cataluña o, incluso, la memoria de las víctimas de ETA.
Durante la segunda sesión de investidura del domingo por la mañana tras la intervención de la portavoz de EH Bildu, Mertxe Aizpurua, en la que ha calificado la intervención televisada del rey el pasado 3 de octubre de 2017 como “autoritaria” y ha hecho alusión al líder de la formación, Arnaldo Otegi, la bancada de las derechas han empezado a increparla con gritos como “asesinos”, “viva el rey” y “fuera, fuera”. La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, ha tenido que dar una respuesta contundente pidiendo silencio y respeto a la libertad de expresión ante las interrupciones de varios parlamentarios.
El sufrimiento y el dolor ocasionado por el terrorismo de ETA han sido muy profundos en el País Vasco y en el resto de España. Merece todo nuestro reconocimiento y memoria. Pero cuando miembros de la sociedad civil vasca, incluso víctimas del grupo terrorista, están haciendo un esfuerzo considerable por reconstruir la convivencia, el espectáculo que han ofrecido las bancadas de derechas este domingo es desolador, inoportuno y oportunista. No parece el mejor ejemplo a seguir.
En otra intervención del portavoz de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián, el pasado sábado tuvo la ¿caradura? de atribuir la responsabilidad al resto de España del “tres per cent” del expresident Pujol por haber negociado durante su gobierno tanto con Felipe González como con Aznar, mientras que manifestó no renunciar a Machado, Cervantes, Alejandro Sanz o Rosalía. Si lo entiendo bien todo lo relacionado con la corrupción sería 'español', mientras que las manifestaciones culturales y artísticas de talento serían reconocidas como 'catalanas'. Así cualquiera.
En el show ofrecido durante estas dos sesiones Santiago Abascal se ha salido del hemiciclo acompañado por dos víctimas del terrorismo, Cayetana ha interrumpido el discurso de Aizpurua con el reglamento del Congreso en la mano, Inés Arrimadas no ha parado de hacer aspavientos en su escaño, mientras que Adolfo Suárez Illana ha dado la espalda a la diputada de Bildu en la mesa, entre otras tantas 'actuaciones'.
La figura de Arnaldo Otegi sigue encarnando la violencia pasada de ETA para muchos diputados, mientras que la CUP defiende la independencia de Cataluña, pero todos ellos son parlamentarios con la misma legitimidad que el resto. Un Congreso puede, en un momento dado, ser bronco, pero al descalificar a sus miembros lo que se descalifica es al propio Parlamento y a la democracia.
Nuestra vida parlamentaria nunca había sido tan espectacular, ni tan agresiva, ni tan mediática como hemos visto durante la primera y segunda sesión de investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno. Y lo que nos queda. Menos mal que todavía colea la Navidad, de modo que me queda la esperanza de que las fechas hayan influido para que haya habido un menor seguimiento de lo sucedido estos días en el Congreso. Porque realmente da un poco de miedo.
Hemos llegado a este punto de 'granhermanización' del Parlamento a base de una agresividad potenciada por el ritmo y los 'zascas' en redes sociales, el sensacionalismo introducido en el mundo de la cobertura política televisiva por programas como Al Rojo Vivo de La Sexta y, definitivamente, por el tono virulento que las derechas han ido enardeciendo a raíz de la situación de Cataluña o, incluso, la memoria de las víctimas de ETA.