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Un inmenso 8 de marzo

No es que seamos treinta mil o cuarenta mil. Ser no es estar. Aunque estemos tal vez no seamos, pero al menos estamos para ser. Luego están los que no son ni quieren ser.

El viernes fue un día azul. El sol de mediodía hacía de parteluz. Iluminaba los edificios de estilo veneciano, la sombra decrecía hacia la fachada del Palacio Episcopal. Las ondas de la marea rosada venían de todas las calles de la ciudad, de las más anchas y de las más estrechas. De Santo Domingo por calle Platería, de Plaza Cetina y Gran Vía. Pero sobre todo, el atardecer así lo atestiguó, de los institutos y de la Universidad de Murcia. Era una marea con todos los matices del color morado, que a veces chocaba como ola de huracán sobre el Banco Sabadell. Y durante el tiempo que duraba la tempestad, el griterío hablaba de otros mundos, no del que vivimos, porque este sufre alguna enfermedad que mata y que hace sufrir.

Fue un día de primavera, de pancartas de cartón, de camisetas y chalecos, de chapas y bragas para el cuello con frases de Rosa Luxemburgo, de símbolos en los rostros, en los brazos, de labios pintados de morado, de banderas ondeando al viento, de personas mayores, jóvenes, adolescentes haciendo de las calles un lugar de libertad. Desde el vuelo de las palomas, la Gran Vía era una riada humana discurriendo entre imaginarios meandros, que la retenía y la desviaba por las calles aledañas. La Historia desciende lenta arrastrando a su paso todo lo que le ofrece resistencia.

Somos un pueblo de enigmas

Antes de las siete de la tarde, cuando el sol ya apenas iluminaba los áticos de los edificios, la marea comenzó a converger en la Plaza Fuensanta. Bajando el Puente Viejo, ya se sabía que iba a ser una manifestación de las grandes. Estas cosas se saben en seguida. Solo hay que fijarse en el fluir de la gente por las aceras.

Ya no hay nada escrito en el viento, pero hay señales que indican que las sombras se extienden y son húmedas y frías como en los sótanos de la antigua Inquisición. Y nosotros somos gente de libertad. De luz, de horizontes amplios. Miramos el mar, sus azules, imaginamos las velas en el horizonte, el viento hinchándolas y la velocidad que adquieren los sueños. Sin embargo, los enigmas siguen atormentándonos: unas veces creemos participar en un nacimiento, otras en un funeral.

Vivimos para ser libres aunque quieran encadenarnos. Pero movilizaciones como las del 8 de marzo demuestran que el viento nos es propicio, que las velas henchidas de esperanza nos llevan a mar abierto. A nuestra espalda, nos susurran voces extrañas. Es difícil no dejarse llevar a pesar de que sabemos que nos dirigen al naufragio, a los acantilados y la opresión.

Cerca ya del Puente Viejo, la gente se vuelve para contemplar la inmensa marea morada. Todavía no ha comenzado a moverse la cola de la manifestación cuando la cabeza se dispersa entre miles de flashes que fijan un momento histórico.

Dentro de pocas horas la fiesta habrá acabado. Las calles solitarias volverán a ser un lugar de miedo. Hay que acabar con ese monstruo que nos acecha e intenta desorientarnos. Los muertos no resucitan. Las Luces son nuestras, las tinieblas pierden territorio. Las ondas de la marea fluyen hacia el futuro. El feminismo arrastra los estériles de un mundo terrible que se resiste a morir.

8 de marzo. Cada vez estamos más gente, cada vez somos más gente. Un grito de sororidad se expande por el Universo.

No es que seamos treinta mil o cuarenta mil. Ser no es estar. Aunque estemos tal vez no seamos, pero al menos estamos para ser. Luego están los que no son ni quieren ser.

El viernes fue un día azul. El sol de mediodía hacía de parteluz. Iluminaba los edificios de estilo veneciano, la sombra decrecía hacia la fachada del Palacio Episcopal. Las ondas de la marea rosada venían de todas las calles de la ciudad, de las más anchas y de las más estrechas. De Santo Domingo por calle Platería, de Plaza Cetina y Gran Vía. Pero sobre todo, el atardecer así lo atestiguó, de los institutos y de la Universidad de Murcia. Era una marea con todos los matices del color morado, que a veces chocaba como ola de huracán sobre el Banco Sabadell. Y durante el tiempo que duraba la tempestad, el griterío hablaba de otros mundos, no del que vivimos, porque este sufre alguna enfermedad que mata y que hace sufrir.