Desde hace aproximadamente un par de meses vivimos una epidemia de suicidios de adolescentes que ha desbordado la capacidad de respuesta de los servicios de salud mental. Se trata de un problema de salud pública cuyo abordaje requiere ir más allá del enfoque clínico individualizado. Los profesionales que tratamos clínicamente este problema realizamos una función tan necesaria, y tan insuficiente, como la de evacuar agua a cubos para evitar que se hunda el Titanic.
Desde mi posición asistencial ignoro cuántos de estos intentos de suicidio llevan a sus protagonistas a la muerte. Sólo atiendo a las personas que sobreviven al intento y vienen a mi consulta. Suelen ser chicas adolescentes que tienen dificultades para expresarse y poner en palabra su malestar. Al no poder hablar actúan, con dramáticas consecuencias para ellas y sus familias. Mi trabajo, al margen de valorar y tratar enfermedades mentales cuando las hay, consiste en ayudarlas a expresar con palabras su malestar. Al hablar, las personas se convierten en sujetos de su discurso y pueden empezar a hacerse cargo de lo que les pasa, manejando su situación en vez de actuar en cortocircuito. Al intentar movilizar el discurso, el diálogo y el pensamiento, lo que hago a nivel individual en la consulta se parece bastante a lo que intento hacer a nivel social en esta columna en la que escribo.
Las causas de este problema, así como su magnitud en números, me resultan desconocidas, aunque dispongo de dos métodos para intentar entender su origen.
El método inductivo consiste en aprovechar mi posición asistencial para escuchar a estas chicas, comprender sus situaciones individuales, identificar elementos comunes entre ellas, e inferir a partir de ahí la etiología de este fenómeno. Es un trabajo lento, que va a requerir tiempo para arrojar luz sobre el asunto, pero que nos puede ayudar a entender desde dentro lo que ocurre.
El método deductivo consiste en basarnos en cosas generales que ya sabemos, para extraer conclusiones acerca de las situaciones particulares. Llevamos ya más de un año inmersos en la pandemia de COVID-19 y esto está originando un sufrimiento importante a nivel general. Las medidas de distancia social nos pasan factura a todos, pero en una época como la adolescencia en la que el contacto con gente de similar edad es fundamental, la tarifa a pagar por la pandemia puede ser aún mayor. Además, durante el confinamiento de la primera ola de la pandemia, los niños y los adolescentes sufrieron una reclusión en sus casas más severa que la de los adultos con trabajos esenciales o los propietarios de perros, lo que los expuso a un potencial nocivo mayor. Entiendo que el desgaste provocado por la larga duración de la pandemia de COVID-19 es un elemento central en el origen de la epidemia de suicidios.
Si sólo se tratase de desgaste, individuos con distinta capacidad de resiliencia se irían 'rompiendo' de manera sucesiva, según cada uno fuese alcanzando su límite de aguante. Sin embargo encontramos una explosión brusca de casos, lo que requiere de algún elemento que los sincronice, un detonante que precipite los intentos de suicidio.
Un elemento común a los chicos de esta edad es la escolarización, que en nuestro país es universal y obligatoria. A lo largo de los años, y muy especialmente durante la pandemia, he podido observar el daño que el sistema educativo hace a algunos niños y adolescentes. Los estudiantes están sometidos a una presión continua para producir unos resultados académicos. Además, el sistema está diseñado para “forzar” a los alumnos a seguir una disciplina alienante, en vez de organizar su proceso de aprendizaje adaptándolo a sus capacidades y necesidades. El ritmo de “deberes” impuestos y exámenes frecuentes marca la actividad de los chavales, obligándoles a entregarse a un sistema frontalmente opuesto a la autogestión y la responsabilidad individual. Cuando el sistema les falla, los estudiantes se ven perdidos, sin margen de maniobra para adaptarse a las nuevas circunstancias.
Este año la mayoría de los alumnos ha tenido que seguir parte del curso desde casa (normalmente uno o dos días por semana, para descongestionar las aulas y prevenir contagios de coronavirus). El apoyo educativo online sólo parchea parcialmente el déficit que supone perder el 10-20% de las actividades del aula. A pesar de ello, el temario y la exigencia no han variado. Por tanto, el sistema escolar ha caminado hacia el descarrilamiento, forzando a los estudiantes a enfrentarse a la misma tarea de todos los años pero sin los medios de todos los años, y habiendo minado su capacidad de autogestión. El resultado, naturalmente, es frecuentemente el fracaso.
Pasado un primer trimestre de toma de contacto, en el segundo trimestre los estudiantes empiezan a afrontar la realidad del fracaso del curso. Ahí es cuando han colapsado los recursos emocionales de los adolescentes, desgastados por un año de pandemia, y han aparecido los intentos de suicidio.
Queda por aclarar por qué las chicas se están suicidando más que los chicos. Probablemente, estos estén manejando de otra manera su malestar, volcando su violencia hacia afuera y recurriendo al consumo de substancias, como ocurre de manera preferente con el sexo masculino.
Sin descartar que existan otros factores, la pandemia y la desastrosa gestión del sistema educativo han sacudido a niños y adolescentes, dejando a algunos sin opciones de salida. Los profesionales de salud mental tratamos de recoger los pedazos de un destrozo social que no podemos manejar, pero las soluciones tienen que venir de otro nivel. Nosotros solos, como los pacientes a los que atendemos, no podemos.
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