Me gustaría comenzar estas letras con una confesión: cuando era más joven de lo que soy, vivía el baloncesto apasionadamente desde la grada. No es que ahora no lo viva con pasión, pero procuro contener los incontenibles latidos de mi corazón y expresarme de una forma más introspectiva. Sin embargo, antes veía los partidos con mayor profusión en el lenguaje no verbal y sin pisar el freno en el verbal, y participaba tanto en la ‘animación positiva’ hacia mi equipo, como en aquello que podríamos llamar ‘animación negativa’ o ‘guerra psicológica’ hacia el rival de turno. Y puntualizo: el insulto no solía entrar en mis planes; mi guerra psicológica iba más en la línea del humor y del sarcasmo, del dispendio de sustantivos y epítetos floridos, cuanto más rebuscados y absurdos, mejor. Andaba yo llamando “osobuco”, “concomitante” o “filibustero” a tal o cual rival, o acusando el diferente criterio arbitral en una y otra pintura, o alabando el largo del pantalón de los colegiados, y la verdad es que me reía bastante de mi propia simpleza, por lo demás bastante sana, si me permitís la inmodestia.
Así, en una época en la que ‘mi’ CB Murcia estaba sufriendo una etapa de palizas entrelazadas, comenzó a venir por aquí quien ya era un genio prematuro, un ídolo reconocido, el ‘suma cum laude’ de una generación nueva de sobresaliente: don Juan Carlos Navarro. El 7 ante el cual ya me quitaba el sombrero en la Selección Española era el 11 que reventaba sin piedad a mi club. ¿Qué hice yo en uno de esos días? Pues, desesperado, cuando Navarro se fue al banquillo en un cambio, probablemente con veinte o treinta puntos de ventaja para su Barça, le grité: “¿Quién es el once? ¿Ése quién es? ¡Eh, once! ¿Quién eres?”, y añadí un adjetivo peyorativo de baja intensidad: “¡’Flipao’!”. ¿Qué pensáis que hizo Navarro? Pues torció el gesto, elevó la ceja y se puso a buscarme con la mirada por la grada, tranquilo pero desafiante, incrédulo y un tanto contrariado. Está claro que no pilló la ironía; no lo dijo, pero en su cara leí un “soy Juan Carlos Navarro, idiota”. ¿Y qué pensáis que hice yo, entonces? Pues grité algo así como “¡acho, Juan Carlos, es broma! ¡No me jodas, que vais ganando de paliza!”. Ante cualquier otro me habría ahorrado la explicación, pero ante Juan Carlos Navarro me salió de forma instintiva.
Ahora que ya lo sabemos, que ya se ha anunciado su retirada, me vienen (nos vienen) a la mente y a la retina tantos y tantos momentos que he (hemos) vivido, tanta felicidad que me (nos) ha dado Juan Carlos Navarro con un balón y sobre una cancha de baloncesto, y el pulso se me (se nos) vuelve a acelerar, y casi salto otra vez (saltamos) del asiento, y me llevo (nos llevamos) las manos a la cabeza, y me tiro (nos tiramos) de los pelos. Y grito, y gritamos. Esta ‘pérdida’ es colectiva pero la vivimos desde lo más íntimo y personal, desde el yo que éramos cuando éramos felices viéndolo jugar. Desde ese yo más joven, expectante, que disfrutaba del momento y de lo pronto que era. El disfrute doble de saber que estás disfrutando y la seguridad de que te queda mucho por disfrutar. Felices al ganar y al tener un horizonte por delante de seguros triunfos, o quizá de derrotas, pero siempre jugando finales. Con la cabeza alta, mirando de frente.
‘Así jué’, que dicen en la huerta: un buen día llegó Juan Carlos Navarro y tiró de nosotros hacia arriba con su calidad y con su carácter. Lo llamé ‘flipao’, maldita sea, pero ahora lo repito en el mejor de los sentidos. Navarro ha sido un ‘flipao’ que nos ha hecho flipar sin necesidad de tomar ninguna sustancia psicotrópica. Hemos flipado con su insolente y descarado dominio del baloncesto, con su ‘mens sana y brillante in corpore ligero’ como pluma al viento; con su “pienso esto, quiero hacerlo y lo hago”, y todo sin tener un palmo de parquet ni una décima de segundo en el crono para hacerlo. Cada vez más rodeado de musculados mamotretos, de moles de acero: ¿Crees que voy a penetrar por ahí? Penetro por aquí. ¿Crees que haré una bandeja? Te lanzo una bomba sobre tu cabeza. ¿Crees que voy a tirar? Te finto y te dejo sentado. ¿Crees que voy a fintar? Te lanzo un triple desde nueve metros, y ahora mira, mira hacia arriba: vas a ver el balón elevándose despacio como si fuera una pompa de jabón, y cuando llegue al cénit, a lo más alto de la alta parábola, vas a verlo descender como un meteorito en llamas, como si fuera de plomo, atravesando limpiamente tu aro y dándole la vuelta a la red. Te lo regalo con lacito. ¿Que quién soy, preguntas? Soy Juan Carlos Navarro.
Cuando eres más joven de lo que eres, la nostalgia no existe, y menos aún la nostalgia anticipada. Yo supe que me hacía mayor cuando empecé a experimentar nostalgia del pasado y también nostalgia del presente, pero como en todo, la dosis hace el veneno. Demasiada nostalgia te mata y te impide disfrutar del presente, pero la nula nostalgia provoca que la vida pase ante ti sin apenas disfrutarla. He disfrutado de Juan Carlos Navarro, y desde hace algún tiempo, también he anticipado la nostalgia que siento hoy, cuando sé que se retira.
Una última reflexión: Andrés Calamaro canta en una canción que “todo lo que termina, termina mal”, y admitiendo la sustancia pesimista de la frase, añado que en el caso que nos ocupa, en la retirada de un jugador irrepetible, inolvidable, de uno de los mejores jugadores del baloncesto español y europeo, el final podría haber sido, como poco, menos malo. Reconozco los problemas físicos que lleva arrastrando Juan Carlos Navarro en los últimos tiempos, desconozco si él quería y podía seguir jugando y tampoco sé cuáles son las condiciones de su contrato con el Barcelona, pero sé que merecía un colofón más digno de su talla y de su significado.
Sólo me queda decir que lo voy a echar de menos, seguro, al frente de la Selección Española, pero también, incluso, como rival de mi equipo en la liga doméstica. Y le digo que le agradezco su existencia y su trabajo, y su esfuerzo, y su calidad. Y añado que una figura como Juan Carlos Navarro, llegado el momento inevitable de la retirada, no cae en saco roto. Juan Carlos Navarro continuó edificando el baloncesto español que otros cimentaron. Lo hizo con maestría y lo elevó a cotas que jamás pudimos imaginar. Del mismo modo que él aprendió y siguió el camino de sus predecesores, confío en que otros seguirán el suyo. Sólo me queda decirle, una vez más: Gracias, Navarro.
Me gustaría comenzar estas letras con una confesión: cuando era más joven de lo que soy, vivía el baloncesto apasionadamente desde la grada. No es que ahora no lo viva con pasión, pero procuro contener los incontenibles latidos de mi corazón y expresarme de una forma más introspectiva. Sin embargo, antes veía los partidos con mayor profusión en el lenguaje no verbal y sin pisar el freno en el verbal, y participaba tanto en la ‘animación positiva’ hacia mi equipo, como en aquello que podríamos llamar ‘animación negativa’ o ‘guerra psicológica’ hacia el rival de turno. Y puntualizo: el insulto no solía entrar en mis planes; mi guerra psicológica iba más en la línea del humor y del sarcasmo, del dispendio de sustantivos y epítetos floridos, cuanto más rebuscados y absurdos, mejor. Andaba yo llamando “osobuco”, “concomitante” o “filibustero” a tal o cual rival, o acusando el diferente criterio arbitral en una y otra pintura, o alabando el largo del pantalón de los colegiados, y la verdad es que me reía bastante de mi propia simpleza, por lo demás bastante sana, si me permitís la inmodestia.
Así, en una época en la que ‘mi’ CB Murcia estaba sufriendo una etapa de palizas entrelazadas, comenzó a venir por aquí quien ya era un genio prematuro, un ídolo reconocido, el ‘suma cum laude’ de una generación nueva de sobresaliente: don Juan Carlos Navarro. El 7 ante el cual ya me quitaba el sombrero en la Selección Española era el 11 que reventaba sin piedad a mi club. ¿Qué hice yo en uno de esos días? Pues, desesperado, cuando Navarro se fue al banquillo en un cambio, probablemente con veinte o treinta puntos de ventaja para su Barça, le grité: “¿Quién es el once? ¿Ése quién es? ¡Eh, once! ¿Quién eres?”, y añadí un adjetivo peyorativo de baja intensidad: “¡’Flipao’!”. ¿Qué pensáis que hizo Navarro? Pues torció el gesto, elevó la ceja y se puso a buscarme con la mirada por la grada, tranquilo pero desafiante, incrédulo y un tanto contrariado. Está claro que no pilló la ironía; no lo dijo, pero en su cara leí un “soy Juan Carlos Navarro, idiota”. ¿Y qué pensáis que hice yo, entonces? Pues grité algo así como “¡acho, Juan Carlos, es broma! ¡No me jodas, que vais ganando de paliza!”. Ante cualquier otro me habría ahorrado la explicación, pero ante Juan Carlos Navarro me salió de forma instintiva.