“Esto se arreglaba rápido si los diputados no empezaran a cobrar el sueldo hasta que se conformara un acuerdo de gobierno”, me dijo un amigo, el otro día, mientras desayunábamos. Lo cierto es que me marché a casa meditando sus palabras que, no por simples, tampoco carecían de una lógica particular. Las elecciones autonómicas del 26 de mayo han dejado patente que, en esta Región, no se sabe pactar. El poco entrenamiento en todos estos años transcurridos desde la entrada en vigor del Estatuto de Autonomía en 1982, con sucesivas mayorías absolutas del PSOE, primero, hasta 1995, y del PP, después, desembocaron en una insólita Asamblea Regional en 2015, cuando a los populares les faltó un solo escaño para revalidarla. El concurso de Ciudadanos entonces, que obtuvo cuatro diputados, permitió al PP seguir gobernando la legislatura anterior a la que ahora se inicia. Sin embargo, la fragmentación parlamentaria actual, más amplia que en esa penúltima etapa, en la que hubo cuatro grupos, se complica aún más con la llegada de Vox.
La irrupción del partido de derecha radical, -“ultraderechita cobarde” le llamó el otro día un más que enojado secretario general del PP, el ciezano Teodoro García- ha supuesto que el papel de árbitro de la situación recaiga en él, y ya no tanto en exclusiva en Cs. La presencia en la cúpula regional de Vox de exmilitantes del PP complica todavía más la cosa. Algunos de estos, abandonaron el partido en su día con ciertas dosis de rencor, a pesar de haber ostentado cargos de evidente responsabilidad en la Administración autonómica. Es el caso de Luis Gestoso, exdirector general de Emergencias, al que la llegada de Pedro Antonio Sánchez a la presidencia de la Comunidad y del PP, así como de Joaquín Bascuñana anteriormente a la Delegación del Gobierno, supusieron que actuara no tanto, como asegura, por abominar de la corrupción imperante en el que fue su partido y sí algo más por aquello que cuenta que hizo el periodista deportivo José María García cuando abandonó la Cadena Ser: “Me fui cinco minutos antes de que me echaran”. No había pues que ser un lince para deducir que Gestoso, hoy secretario del grupo parlamentario de Vox y negociador con PP y Cs de un posible pacto, haría sudar tinta a sus anteriores correligionarios de partido, con los que tenía cuentas pendientes.
Los resultados del 26-M fueron sabios por parte de la ciudadanía, que generalmente no suele equivocarse. Estos supusieron 17 diputados para el PSOE, ganador de los comicios, por 16 para el PP, 6 para Cs, 4 para Vox y 2 para Podemos-Equo. Lo de la sabiduría del pueblo viene a cuento de lo dicho por algunos durante la campaña, en el sentido de que eran bastante incomprensible que siguieran gobernando los que ya llevaban 24 años instalados en el palacio de San Esteban, contra viento y marea. Pues bien, las urnas arrojaron la cifra exacta para que socialistas y naranjas sumaran 23 escaños, que es justo lo que implica la mayoría absoluta. A partir de esa noche, Cs tuvo en su mano posibilitar un gobierno alternativo, que renovara las instituciones, las saneara con nueva savia democrática y provocara esa regeneración de la que tanto se hacía gala. Lo que ocurre es que desde la dirección nacional se les advirtió de que el “socio preferente” sería el PP, lo que complicó enormemente la cosa y, al parecer, trastocó posibles futuros planes.
Es evidente que el candidato socialista, Diego Conesa, al que ahora se le acusa de ser un peligrosísimo “sanchista”, ha dado sobradas muestras de moderación desde que irrumpiera en el panorama político regional. Con la imagen de hombre tranquilo, aun cometiendo algunos errores de cálculo, como el de apoyar la figura del 'relator' en la crisis catalana, ha recuperado un partido que se había convertido en las tres últimas décadas en una máquina de perder elecciones, una tras otra. Por tanto, conformar un gobierno con gente del PSOE y Cs, e incluso con la participación de personalidades independientes, no hubiera supuesto la llegada de los bolcheviques al poder, ni mucho menos, como algunos han querido hacernos ver, sosteniendo que esta Región nunca debería volver a estar gobernada por la izquierda, “que quiere romper España y pacta con los terroristas e independentistas”, en un acto reflejo de incomprensible patrimonialismo caciquil 'in saecula saeculorum'.
En su imprescindible 'Todo lo que era sólido' (Seix Barral, 2013), Antonio Muñoz Molina retrata como pocos un panorama que se viene repitiendo desde hace ya bastante tiempo, cuando expresa: “Pareció que no importaba ser mediocre o ser ignorante o venal para hacer carrera política, y ahora que necesitamos desesperadamente dirigentes políticos que estén a la altura de las circunstancias y que sean capaces de tomar decisiones y llegar a acuerdos nos encontramos gobernados por toscos segundones que no sirven más que para la menuda intriga partidista gracias a la cual ascendieron, todos ellos, mucho más arriba de lo que se correspondía con sus capacidades”.
Cuánto nos hubiéramos ahorrado, a la hora de evitar el espectáculo que la clase política murciana está ofreciendo al país, si la lógica hubiera imperado y las negociaciones hubiesen empezado por los integrantes de la lista más votada, evitando el bochorno y la improvisación en la última sesión de la fallida investidura, la semana pasada, con reuniones de cinco horas para sacar un documento que, por su simpleza y escasa concreción, produce rubor y sofoco, cafelitos de por medio, y espantada en el último segundo.
De vuelta al ensayo antes citado del ubetense Muñoz Molina, da en el clavo cuando denunciaba que “la mayor parte de los que tenían conocimientos y sabían hacer cosas se marcharon hace mucho tiempo de la política o fueron expulsados de ella. Han quedado y han ascendido los que no teniendo otra forma de prosperar en la vida se han limitado a una obstinada militancia, a una ilimitada disposición de obediencia, en el mejor de los casos, y de corrupción en el peor. En ningún otro campo profesional se puede llegar más lejos careciendo de cualificación, conocimiento o habilidad verificable”.
Dejar la política en según qué manos conlleva esto: pasar por ser el hazmerreír de España, mientras en Madrid se frotan las manos experimentando con el banco de pruebas en el que nos han querido convertir al millón y medio de murcianos que, como repite con ese mantra porfiado su todavía presidente, viven “en la mejor tierra del mundo”.
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