Faltaba, en la cadena de dislates que la agonía del Mar Menor viene suscitando de la parte más directamente culpable (mundo de lo agrario en cabeza), la participación de los ingenieros, concretamente de los que mantienen una relación especial con el agua: los Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos (ICCP). Tan cercanos a los asuntos del agua que han llegado a considerarse, si no como sus dueños morales o así, al menos como los más capacitados para resolver sus problemas.
Pues resultó que los ICCP de esta región convocaron hace pocas semanas una jornada de trabajo sobre nuestra –literalmente– manoseada albufera para, se supone, aportar sus toneladitas de cemento a la urgente salvación de la misma, sin duda movidos por la sensibilidad social que los caracteriza; pese a que gente incomprensiva y demagógica, es decir, los ecologistas, se empeñen en considerarlos –desde los años 70 del pasado siglo, que ya es decir– muy principales enemigos del medio ambiente y de soluciones afinadas, proporcionadas y sostenibles para éste.
Me ha servido de base para esta reflexión la crónica, moderada y correctísima, del experimentado periodista y conservacionista Miguel Ángel Ruiz, paisano mío, al que yo le notaba que mordía el freno por no transcribir lo que en realidad tal jornada, con sus contenidos, le inspiraba, porque no me privo de afearles a tan dilectos organizadores que no me invitaran al evento, sabiendo el juego que habría de dar yo en tan hormigonoso cónclave. Hubiera, sobre todo, animado e incluso estimulado al pacífico, riguroso y sin duda paciente Ángel Pérez Ruzafa, eminente biólogo que, más allá del reducido papel, por cientificista, que le atribuyen las instituciones en este asunto, sabe perfectamente que el problema del Mar Menor no es ambiental, sino mucho más amplio y complejo. Ya digo: una pena que a los del ICCP se les pasara lo de contar conmigo, fallo difícilmente disculpable si tenemos en cuenta que entre ellos figura un significativo miembro que desde hace años sigue mi singladura ecologista con especial interés.
Esta croniquilla, con todo, no habría merecido mi detenimiento y esfuerzo redaccional de no haber brillado con peculiar destello uno de los invitados, dicen que de lujo, en esa jornada marmenorense: se trataba de Luis del Rivero, murciano y conocido empresario de la construcción que, tras numerosos y notables éxitos parece en estos momentos hundido en el anonimato y la impotencia (aunque se dice que ahora concentra su interés y su ingenio en los cítricos). Y fue notable esta intervención toda vez que el personaje aparece asediado por la justicia debido a su comportamiento –presuntamente poco ortodoxo– en la populosa jungla de logreros, comisionistas, corruptores y corruptos de esta España del PP. Uno piensa que estas circunstancias debieran de obligar a cierta modestia en las conductas de quienes caen bajo sospecha, pero no: el señor Del Rivero acudió a esa memorable reunión con la pretensión de erigirse en analista, crítico y salvador –todo en uno– del Mar Menor.
La crónica periodística a la que me remito recoge preciosas perlas proferidas por el distinguido emprendedor (¿pertenecerá Del Rivero a esa tribu, tan ensalzada en tierras papanatas, de los “hechos a sí mismos”, que tanta zozobra suscitan cuando se indaga, con precisión, su itinerario triunfal?); perlas tan numerosas que he de limitar mi reseña a unas pocas. La primera, que no se me olvide, espectacular por lo brutal y analfabeta (que, ¡ay!, lleva el sello de esa formación y ese espíritu ingenieril, tan nefastos, que priman siempre la solución-cemento), fue que para limpiar el Mar Menor hay que “abrir al máximo las golas, ya que ningún lago puede estar sin río, y el del Mar Menor es el Mediterráneo”. Declaración, ya digo, ignara y amenazante: que ni el Mar Menor es un lago, sino una albufera (¿captará el repetitivo visitador de Bárcenas la diferencia?), ni es de recibo que el agua de la Mar Mayor haya de entrar para purificar la de la Mar Menor, con obras carísimas de hormigoneo (¡este pillín!) que, en esa lógica, se reproducirían en la medida en que la albufera continuara siendo contaminada en un círculo fatal de irresponsabilidades.
Clamaba el citado hombre de negocios mimado durante años por los políticos regionales por obras que él y su empresa realizaron en el Campo de Cartagena para –decía– prever que ninguna gota indebida se vierta al Mar Menor, y por acabar las obras inconclusas, previstas por el Estado y la Confederación Hidrográfica del Segura; y aprovechaba para criticar, en una acalorada intervención ¡de hora y media!, la decisión de la Consejería de Agricultura antes del verano de suspender los vertidos agrícolas que estaban llevando a la sufrida albufera al borde del colapso ecológico.
Pretencioso como suele, según dicen quienes lo conocen, el investigado en el asunto del cohecho de Toledo –a cuenta de la adjudicación de la concesión del servicio de basuras– se autoproclamó Lucifer al declarar que “no se debe seguir demonizando las desalobradoras privadas, vitales para la agricultura del Campo de Cartagena”, mezclando hechos y conceptos y evitando detenerse en el espectáculo jurídico-agronómico-ecológico, también del Campo de Cartagena, de innumerables pozos, desalobradoras y hectáreas en buena medida piratas, ilegales o no declaradas, con el resultado –infernal, vaya que sí– de una conjura contra el Mar Menor en la que no se sabe bien dónde radica la mayor culpabilidad: si en los agricultores que se sienten animados por mandato divino, o poco menos, para salvar nuestra tierra o los políticos regionales que optan –sabiéndolo todo– por mirar hacia otro lado.
Como pasmado analista, yo no salía de mi asombro cuando leí, completando datos sobre las ocurrencias del visionario tubófilo y ecófobo militante, que todo nos iría mucho mejor si se pudiera utilizar en desalación con fines agrícolas el 10 por 100 de la energía de la central nuclear de Cabo Cope, “una oportunidad de negocio perdida que debemos al señor Costa Morata…”. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que siempre es bueno reclamar más energía nuclear, el potentado naranjero y catastrófico concesionario del innombrable aeropuerto quiso enviarme recado (o, según algunos, sacudirme coz) no sé muy bien por qué ni de qué, ya que ni nos conocemos ni, con seguridad, se enteraría gran cosa de aquella movida tan gozosa y oportuna. Vuelvo a sospechar que algún atento amigo, infiltrado entre los ICCP, le soplaría la historia (por aquello del Pisuerga y de la coz).
Y maravillosa, vaya que sí, la coda del espectáculo riverense: “El acuerdo (sigue lo de la nuclear aguileña) ya estaba hecho con los Escámez y los Muñoz Calero”, que a más de reivindicar la intermediación procaz de próceres franquistas, mostraba una muy reducida sensibilidad a los clamores populares (y me incitaría a desarrollar un abultado memorial sobre esos próceres y otros más, pero que no es el caso).
El Colegio murciano de ICCP mostró escasa sagacidad (o imprudente afición a ensalzar figuras de su oficio susceptibles de sonrojar) cuando en 2011 declaró a Del Rivero “Ingeniero del Año”, pocos días después de que su empresa, la potente Sacyr, le diera una patada en el trasero por maniobrero y ambicioso, descabalgándolo de la presidencia. A buen seguro que algunos de sus miembros ya estarán lamentando tanta precipitación, e incluso se plantearán despojar de tal honor al interfecto dadas las causas en que ha incurrido y su maloliente tufo. (Yo, que lo sepan, los apoyo.)