I’ve been chasing ghosts and I don’t like it.
Dying on the vine, John Cale
Como en una jaima, dos matriarcas sentadas en una de las mesas del parque fuman de un narguile mientras toman el té. Llevan el aura del sur impresa en la piel, en los cabellos y en los ojos negros. Nos saludamos al pasar. Las mujeres más jóvenes se cubren con el hiyab. Sus compañeros, en cambio, visten completamente a la europea, igual que sus retoños. Con nuestras diferencias y particularidades, somos mediterrantes, migrantes del Mediterráneo. Este origen común traza una red entre nosotros, ajena a las fronteras políticas, como una idiosincrasia solar.
En las últimas cuatro décadas hubo muchas solicitudes de asilo en Suecia por parte de población que huía de las guerras y de las dificultades económicas en sus países de origen. Muchas de esas personas procedían de Irán, Irak, Palestina, Líbano, Siria, Turquía, Somalia o la antigua Yugoslavia. Hoy en día, Suecia cuenta con una población de 10,3 millones de personas. El 25% de la población sueca es de origen extranjero.
A las cinco he sido capaz de levantarme por fin para salir a dar un paseo, un paseo largo, con el único propósito de despejarme. Me he pasado el día en la cama, con una resaca de campeonato. Mis pasos sonámbulos me han llevado hasta el antiguo molino rojo, que campa en medio de una urbanización circular. Las fachadas de las casas están invadidas por malvas reales de colores blanco nácar, amarillo pálido, melocotón y fucsia. Miden más de dos metros. No hay rejas en las ventanas de las viviendas, auténticas exposiciones de lámparas, candelabros y orquídeas, tampoco suele haber cortinas para resguardar la intimidad. Nada que ver con las celosías y persianas de las casas mediterráneas, donde lo prioritario es preservar la oscuridad y el frescor.
Una senda peatonal me conduce a una zona ajardinada, al pie mismo de la torre roja del Lazareto, un centro médico producto de una imaginativa mente más que un edificio funcional. Así es la arquitectura nórdica: hanseática, curvilínea, fantasiosa.
Rodeando un estanque, frente a las villas de frontones curvados y jardines en los que siempre hay aparcado uno o más coches de alta gama, se enlaza con otro parque, que lleva directamente al centro de Landskrona. Acabo en la Fiskargränden, una bonita calle de casas bajas donde viven los Larsson, Persson y Johanssen de los buzones. Una mujer de tez nívea que viene empujando una bicicleta me sonríe al pasar. En general, la gente es muy afable en esta ciudad de 45 mil habitantes. Al llegar a la esquina, te encuentras el muelle de los cruceros y la zona este, enteramente industrial. Avanzo de espaldas a las naves, grúas, contenedores y almacenes de techumbre abovedada. Al frente, muy cerca, se ve un islote que alberga varias casas de colores y doce aerogeneradores de tamaño XS, que parecen las velas de un tarta de cumpleaños: “la reserva natural”.
Dos jóvenes toman el sol en el balcón del hotel Kronan, frente al muelle. El nombre le viene del Stora Kronan, el gran Kronan, un navío de guerra que sirvió a la armada sueca en 1670. Lo mandó construir Carlos XI, iba a ser uno de los buques de guerra más grandes y costosos del mundo, una especie de símbolo de estatus, ya que Suecia era potencia europea y controlaba, junto a Dinamarca, el tráfico en el mar Báltico. De hecho, la construcción se fue retrasando a causa de problemas de financiación entre el ministerio y la armadora: las cosas no han cambiado tanto. En cualquier caso, no sirvió más que cuatro años porque se fue a pique al volcarse en una maniobra, durante la batalla de Öland. Lo más dramático es que arrastró consigo a 800 hombres, todo el equipo militar, una gran cantidad de monedas de oro y plata… Y un queso, éste último rescatado en 2016 (al parecer, aún comestible). Hubo incluso una comisión de investigación para depurar responsabilidades, siendo declarado como único culpable el comandante supremo de la marina, fallecido en el naufragio. En definitiva, junto con el Vasa, el Stora Kronan es el otro gran fiasco de la armada sueca.
Resumiendo, puede decirse que las guerras del norte durante el siglo XVII fueron consecuencia de la intervención sueca en la contienda de Luis XIV contra Holanda. Ante esta alianza, Holanda buscó el apoyo de Dinamarca y Noruega, liando un conflicto internacional de gran escala. ¿Qué perseguían, unos y otros? Dinero, como siempre. En este caso, el monopolio del transporte marítimo en Europa. Los daneses, más enfocados, querían recuperar Escania y tener así el control del Øresund. Las contiendas terminaron sin un vencedor claro porque los suecos pierden en el mar, pero derrotan a los daneses en tierra; a la vez son derrotados en el norte de Alemania y así hasta que alcanzan por fin un acuerdo entre todas las partes. Carlos XI, rey de Suecia, se casa con la princesa Ulrica Leonor, hermana de su adversario, el rey Cristián V de Dinamarca. Y colorín colorado, de enemigos a cuñados.
“Emily”, “Linda”, “Emma” son los nombres de las barcazas habituales en el muelle de Landskrona. Hoy las acompaña una soberbia “Joséphine”. Observando el resto de yates y barcos de recreo atracados en el puerto, empiezo a tararear “Osez, osez, Joséphine”, de Alain Bashung. A pesar de la lengua de trapo y del dolor de cabeza, estoy encantada porque he conseguido llegar hasta aquí a través de los jardines. Para cerrar el círculo, volveré al apartamento por del parque de la Citadelle, el más grande y frondoso de la ciudad, con su alameda y senderos entre castaños en flor y sauces centenarios.
Vacío como siempre, el Uranieborg, un barco de tres pisos con servicio de bar-restaurante, llega de la isla de Ven. De repente, levanta la proa, como una ballena abre las fauces, y avanza así hacia el muelle. Cruza a escape un pato, por un momento el fulgor verde de su pescuezo brilla sobre el azul petróleo de las aguas del puerto. En esta zona, frente a las viviendas de nueva construcción, otro barco acapara de repente toda mi atención. Es un velero con las cubiertas de madera. Bajo hacia el pantalán y avanzo a paso rápido, el corazón me salta en el pecho cuando descubro que es Antares. ¡El barco de Nastacha! Cuando llego a la pasarela de embarque, me inclino para golpear con los nudillos en la cubierta. Si la dueña está a bordo me oirá sin duda y si está ocupada, podrá ignorarme. Me incorporo, un poco nerviosa. ¿Se acordará de mí? ¿Querrá hablarme? Al poco, aparece en cubierta un cachorro de husky siberiano seguido de la propia Nastacha, que me lanza una mirada entre desconfiada e inquisitiva. El perro se acerca en actitud amistosa. Sus ojos celestes son más pálidos que el cielo de la tarde. Tal y como tengo aprendido, lo toco primero bajo la trompa y después la cabecita, mientras saludo a la dueña.
-¿Te acuerdas de mi? -le pregunto.
La expresión de Nastacha se distiende en una sonrisa burlona. Las arrugas en torno a sus ojos me inspiran mucha ternura. Va vestida con un chándal gris perla.
- ¡Claro que sí! ¡Lola, la española!
Nastacha me explica que el cachorro, Jakob, es de su sobrina, que se ha ido de vacaciones, y me invita a subir a bordo para la fika, o sea, la merienda. Sirve los típicos pasteles suecos condimentados con canela, clavo, azafrán y comino, acompañados de café y un zumo a base de fruta confitada. Yo le cuento que hace apenas una semana nos acordábamos de ella y buscamos su barco en el puerto de Elsinor.
- ¡Elsinor! -resopla ella-. No hay quien viva allí en verano. ¡Demasiado movimiento! En esta época atraco en Landskrona y en Lomma, que son más tranquilos.
Mientras nos ponemos al día, evitando por mi parte cualquier referencia a Putin y a la guerra, es ella quien comenta lo catastrófico de la situación en Ucrania, ciento cuarenta y cinco días más tarde, y me cuenta cómo ha estado ayudando a amigos y conocidos a salir del país.
-Nastacha, eres mi ideal de mujer -le digo con voz trémula, encandilada por sus ojos de ámbar y con la hipersensibilidad propia de una resaca-. Si no fuera por Lady Chorima, te juraría amor eterno aquí mismo. De rodillas.
-La monogamia es uno de los grandes males de la humanidad -responde ella, mientras sirve más café.