Inmediatamente después del confinamiento que sucedió a la expansión de la pandemia y cuando nuestro estado de ánimo nos permitió mirar y escuchar más allá de los mensajes sobre la angustiosa situación nos fuimos dando cuenta de que por momentos el silencio iba ganando el pulso al ruido, que los vehículos apenas ocupaban las calzadas, y que, eso intuíamos y nos decían, la calidad del aire era mucho mejor. Esos contaminantes que no se ven pero que sí que están, el ozono a nivel de superficie, los óxidos de nitrógenos o las PM10 disminuyeron en cuanto los transportes y la actividad industrial se fue apagando.
También la vegetación espontánea, esas plantas que crecen casi en cualquier sitio, se extendió durante estos meses por las lluvias que han estado cayendo y porque se han dejado de pisar y de quitar. No estorbaban a nadie porque casi nada y a casi nadie les molestaba: apenas paseaban los peatones, cualquier actividad al aire libre fue desapareciendo, y poco a poco esos seres vivos —que lo son aunque se suele reservar esa categoría a los animales—, a los que apenas se hace caso, se fueron abriendo paso. Descampados, zonas de tierra de los parques y jardines, arcenes de carreteras y carriles, solares, muros, tejados, rotondas, vías verdes, meandros/sotos del río Segura, y hasta en los huecos entre adoquines de algunas aceras brotan hierbas. Cualquier lugar es bueno si contiene algo de tierra y de humedad.
Así, casi de repente, esa ceguera colectiva vegetal, esa incapacidad para reconocer las plantas comunes que nos rodean en nuestros andares cotidianos, se convirtió en una presencia más patente cuando por fin la actividad humana se fue normalizando: los huertos a los que no se había podido ir estaban llenos de hierbas bien altas, en los arcenes de los carriles una variedad de ellas competían por ocupar espacios, los alcorques del arbolado, cuando son de tierra, tenían más vegetación —y también más basura—.
Algunas veces, cuando están en floración, nos podrá atraer su colorido; claro, que si nuestro imaginario son esos ramos de flores de diseño casi artificial seguramente apenas las miraremos. Lo más probable es que no despierten nuestra atención; si fueran gorriones con su corto canto repetitivo, una merla atrevida que silba, un sonido agudo que emite un pequeño verdecillo o incluso las escandalosas cotorras quizás nos detendríamos un momento, pero esas 'malas hierbas' como son llamadas por los ayuntamientos, esos matojos, hierbajos, maleza, como se señala despectivamente a las plantas no deseadas, también aportan diversidad biológica, absorben CO2 y producen O2, favorecen a los insectos polinizadores, tan necesarios, son alimento de aves y, con un control y cuidado mínimo proporcionan belleza a nuestros municipios.
Pero casi todos los ayuntamientos buscan la manera más fácil de halagar a quienes creen les votarán y no hay nada como seguir las inercias de aquello que se ha hecho siempre y no ha producido un gran rechazo. Cada año en primavera la concejalía correspondiente, en el caso de Murcia la de Movilidad Sostenible y Juventud con el Servicio de Limpieza y Recogida de Residuos y Ferrovial Servicios baña los barrios y pedanías con miles de litros —en este año 27.000 según informan— de un herbicida (Cosmic XL) cuya sustancia activa es el glifosato y que hasta el día 16 de mayo se vertió sobre 300.000 metros lineales —por no decir 300 km, que una cifra con más ceros, piensan, impresiona más a los lectores; aunque esto no es nada con el dato sobre el número de semillas del Plan de Resiembra 2019-2020: “Permitirá la plantación [sic] de 39 millones de semillas en distintas zonas verdes de Murcia y pedanías”, que queda más impactante que si se dice que se va a usar una bolsa de 10 kg —.
A pesar de que en años anteriores se aprobaron mociones en diversos ayuntamientos y en la Asamblea Regional en las que se proponía dejar de usar plaguicidas y herbicidas de origen sintético, como en el caso del glifosato. A pesar de que en el año 2017 se celebró en Murcia la I Jornada de Alternativas a los Herbicidas en Espacios Públicos, en la que se mostró la posibilidad práctica de un tratamiento de los espacios públicos libres en los que la vegetación espontánea no sea necesariamente eliminada —y en el caso de que lo fuera se usen métodos no tóxicos— y donde aumentar la biodiversidad y la participación ciudadana deben ser objetivos principales, poco se ha avanzado.
Esas plantas que molestan, o por lo menos olvidadas y menospreciadas, no tienen un lugar reconocido en las ciudades, no se tiene en cuenta que tienen las mismas cualidades por las que tanto se valoran a las demás, ahora que hay más conciencia de que la contaminación es un mal abrumador; y la sociedad y los ayuntamientos deben de tenerlas en consideración. En primer lugar, es necesario cambiar la visión negativa que se tiene de ellas cambiando la denominación de malas hierbas por otras que señalen sus funciones positivas, como por ejemplo, flora urbana o hierbas silvestres.
También hay que darlas a conocer y nos sorprenderíamos de la variedad de especies, de cómo varían a lo largo del año, de sus utilidades o de las funciones ecológicas que tienen. Pero ni siquiera la Ordenanza Municipal de Áreas Verdes y Arbolado Viario del municipio de Murcia las nombra ni hay un estudio sobre ellas, ni un inventario. Nada. No existen más que para eliminarlas.
Los espacios urbanizados, las ciudades, son también ecosistemas con funciones ambientales que en el caso de parques y jardines son más notables pero que también tienen esa vegetación difusa y repartida en mayor o menor densidad por todos los espacios. Por eso, debería de cambiar la consideración de esas plantas solamente como un problema de limpieza urbana y tratarse desde los servicios de parques y jardines y de medio ambiente con una visión integral, de manera que se tuviera en cuenta los beneficios para la ciudad. Así, su eliminación sería solo en aquellos casos en los que la vegetación moleste, por ejemplo, cuando las señales de tráfico quedan ocultas, o en arcenes y cunetas cuando dificultan la visibilidad de los vehículos o el paso de los viandantes usándose desbrozadoras u otras formas que no supongan el uso de herbicidas tóxicos. En las demás ocasiones la mayor parte de ellas se marchitarán naturalmente con el calor del verano o por el pisado de peatones y vehículos. Para volver a aparecer. Es el ciclo de la vida.
Nos han acostumbrado a una jardinería espectáculo donde en espacios concretos del centro de las ciudades, de las zonas más transitadas se ocupan con miles de plantas en flor formando geometrías de colores vistosos, con un consumo de agua elevado y que al poco tiempo hay que sustituir porque tienen fecha de caducidad. Con jardines geométricos y con demasiados espacios pavimentados donde las plantas son de mírame y no me toques. Y se le da la espalda a conectar las zonas verdes entre sí y con la naturaleza que rodea la ciudad por medio de esa vegetación que serpentea por calles, caminos, sendas verdes y espacios naturalizados. La sostenibilidad ambiental se demuestra con hechos y no llenando documentos informativos municipales con la consabida jerga tan bien aprendida del glosario medioambiental.
Y es que los ciudadanos debemos ser protagonistas también de los cambios que queremos para nuestros municipios, no solo de recibir información sesgada y de autobombo de la concejalía correspondiente ni de informar al ayuntamiento de incidencias puntuales. Sin embargo, las grandes cuestiones —también las pequeñas— se blindan ante la ciudadanía en los despachos y con contactos discretos con las empresas privadas adjudicatarias. ¿No sería conveniente que los vecinos y vecinas pudiésemos participar directamente, por ejemplo, sobre la conveniencia o no de remunicipalizar servicios públicos como los que se encargan de los espacios verdes y de la limpieza urbana, sobre el uso de plaguicidas y herbicidas tóxicos o la participación en el diseño y mantenimiento de las zonas verdes?
La pandemia ha puesto en cuestión las estructuras comunitarias y económicas del sistema y ha descubierto su fragilidad. Se han reforzado los lazos sociales, se ha comprobado que el apaciguamiento de la actividad económica da un respiro al planeta, que el 'progreso' al que nos lleva el sistema económico es suicida y que podemos y debemos aprender de esta nueva situación, no para volver a la situación anterior, no para acelerar la maquinaria del crecimiento económico basada en la explotación de la naturaleza y de las personas sino para, como dice Jorge Riechmann activar de una vez el 'freno de emergencia' para vivir en armonía con el planeta.
Inmediatamente después del confinamiento que sucedió a la expansión de la pandemia y cuando nuestro estado de ánimo nos permitió mirar y escuchar más allá de los mensajes sobre la angustiosa situación nos fuimos dando cuenta de que por momentos el silencio iba ganando el pulso al ruido, que los vehículos apenas ocupaban las calzadas, y que, eso intuíamos y nos decían, la calidad del aire era mucho mejor. Esos contaminantes que no se ven pero que sí que están, el ozono a nivel de superficie, los óxidos de nitrógenos o las PM10 disminuyeron en cuanto los transportes y la actividad industrial se fue apagando.
También la vegetación espontánea, esas plantas que crecen casi en cualquier sitio, se extendió durante estos meses por las lluvias que han estado cayendo y porque se han dejado de pisar y de quitar. No estorbaban a nadie porque casi nada y a casi nadie les molestaba: apenas paseaban los peatones, cualquier actividad al aire libre fue desapareciendo, y poco a poco esos seres vivos —que lo son aunque se suele reservar esa categoría a los animales—, a los que apenas se hace caso, se fueron abriendo paso. Descampados, zonas de tierra de los parques y jardines, arcenes de carreteras y carriles, solares, muros, tejados, rotondas, vías verdes, meandros/sotos del río Segura, y hasta en los huecos entre adoquines de algunas aceras brotan hierbas. Cualquier lugar es bueno si contiene algo de tierra y de humedad.