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Las Navidades de la recuperación

Tarde en Murcia capital, hace cosa de dos meses. Tenía que hacer tiempo y ya me había dado un largo paseo, así que me senté en la terraza de una heladería. Pasear por la ciudad no me acaba de gustar. Acostumbrado a caminar por sitios solitarios, no me hago a cruzarme continuamente con tanta gente, así no hay manera de que la cabeza se suelte, demasiados estímulos sonoros y visuales.

Hay otra cosa que no me agrada de la ciudad, y es ver a tantas personas pidiendo. No me molesta que pidan, sólo faltaba (hay a quien sí), lo que me agobia es el aldabonazo en la conciencia. En el paseo por Murcia pude coincidir perfectamente con cinco o seis mendigos. Soy de pueblo, nunca he vivido en grandes núcleos urbanos, y donde he residido no había indigentes, como se dice ahora (jamás escribiré «sin techo», ese eufemismo, burda copia del homeless anglosajón). Ya de pequeño me afectaba mucho encontrarme con ellos cuando mis padres me llevaban a la ciudad, y cada vez que voy a cualquiera de ellas me recibe un bofetón de realidad, como si alguien me diera un puñetazo con la palabra «capitalismo» tatuada en los nudillos. Sin embargo, la gente de ciudad parece estar anestesiada, y no os juzgo: supongo que si viviera allí, a mí me pasaría lo mismo.

Uno de los lugares que más me impactó a este respecto fue Roma. En la llamada «Milla de oro», la calle donde están todas esas tiendas carísimas (Dior, Gucci, Prada…), hay cantidad de mendigos arrodillados, inmóviles, con las cabezas apuntando al suelo y el vaso de plástico levantado. No hablan, no te miran, todos en idéntica postura. Supongo que es la condición para dejarles estar allí, que no molesten a los turistas.

También se encuentran en algunas de las calles adyacentes al Vaticano, decenas de pobres en la actitud que hemos indicado, y al fondo, a pocos metros, la opulencia de la Plaza de San Pedro.

¿Pobreza? ¿Qué pobreza?

Pero estábamos en Murcia. Como os digo, me senté en la terraza de una heladería. Mientras abría el libro (siempre llevo alguno si pienso que puedo tener que esperar), llegó a sentarse en la mesa de lado una mujer de unos cuarenta años con un niño. Me sonrió, nos saludamos educadamente y cada uno siguió a lo suyo.

Terminé el granizado y pedí la cuenta. El camarero, un chaval joven, tardó bastante en traerla. No es culpa suya, está solo para servir una terraza enorme, y para colmo cada vez que entra o sale de la heladería tiene que cruzar una estrecha carretera (con tráfico) que separa el establecimiento de la terraza. Siempre que me he sentado allí lo he visto muy agobiado. Se lo mencioné y el chaval aprovechó para desahogarse: «Echaron a mi compañera, me quedé yo solo y encima me bajaron el sueldo; hago más kilómetros que Martín Fitz y además me llevo todas las broncas de los clientes, y un día me van a atropellar…». Verdaderamente, la usura de algunos empresarios es inconcebible.

«Sí, caballero, ahora mismo». Se fue corriendo hacia un señor con bigote que mostraba su impaciencia llamándole de malos modos. Saqué un billete de veinte euros (era lo único que llevaba) y lo dejé en el platillo, calculando que el muchacho tardaría al menos diez minutos en volver por allí a recoger el dinero, y otros tantos en regresar con el cambio. Menos mal que llevaba el libro.

Pero esa tarde no continuaría la lectura. Antes de bajar la cabeza vi que alguien venía desde el otro extremo de la terraza parándose a pedir en cada mesa. Aparentemente, nadie le estaba dando nada. Volví a echarme mano a los bolsillos por si hubiera quedado alguna moneda suelta, pero no.

Llegó hasta la mujer de mi lado. Me extrañó mucho su forma de pedir: en lugar de limitarse a poner la mano o decir cuatro palabras, soltó una larga parrafada que chirriaba por lo inusual. Era algo así: «Oiga, por favor, ¿podría darme alguna moneda? Agradecería cualquier ayuda, lo que usted tenga a bien…». No recuerdo la literalidad, pero era una manera de pedir demasiado… No sé si «formal» sería la palabra adecuada. Me chocó su manera de hacerlo, parecía como si fuera su primera vez, como si le diera vergüenza.

La mujer sentada a mi lado no le contestó, ni siquiera la miró. No salió ni una palabra de su boca, ni un simple «no». Nada. Se quedó contemplando su enorme batido de chocolate como si se hubiera dado cuenta repentinamente de que tenía entre sus manos el Santo Grial y se preguntara si estaba cometiendo sacrilegio al beber en él. Se hizo un silencio tenso, la interrogación de cierre vibraba en el aire esperando que alguien la recogiera. La mujer pasó del batido a decirle algo a su niño, que miraba a la recién llegada con los ojos muy abiertos, preguntándose quizá por qué su madre no le contestaba a esa chica.

¿Es que no la oía? ¿No la veía? Igual él era como el niño de El sexto sentido, ¡qué pasada! Verdaderamente, y ya que estamos con películas, la chica debía de sentirse como el protagonista de Ghost o los de Bitelchús (en este último caso, el niño tendría el papel de Winona Ryder). La escena me molestó más si cabe por la lección que la buena mujer le estaba dando a su hijo. «¿Ves, Manolito? La gente de la calle no se mira, caca». ¿Qué le costaba mirarla y responder con un «no» o, si era demasiado esfuerzo, mover de lado a lado la cabeza?

«Gracias», dijo al fin la chica invisible, resignada, y vino hacia mí con gesto cansado. Le expliqué que sólo tenía el billete con el que iba a pagar mi consumición, pero que si no le importaba esperarse un momento… «¡Claro!», contestó, casi eufórica. Se notaba que no había tenido mucho éxito hasta entonces.

—Pero siéntate, no te quedes ahí de pie— le pedí.

No sé quién me miró más extrañada, si la chica o la mujer de al lado. Aunque en la mirada de la madre del batido había algo añadido a la sorpresa, un brillo muy similar al odio… Se notaba que de haber podido, se habría levantado y marchado de allí inmediatamente. «¡Camarero!», gritó. «Cóbreme, que tengo prisa».

La chica se sentó, incómoda al principio. Bajó la mirada hasta el billete, contemplándolo de una forma que me hizo avergonzarme por enésima vez de esta sociedad y de toda su podredumbre. Nadie debería mirar un billete así…

La señora consiguió que el camarero viniera envuelto entre sus disculpas habituales. Le cobró y de paso se llevó mi cuenta. La mujer se marchó tironeando del brazo de su niño, esta vez sin despedirse.

Para romper el hielo solté alguna broma sobre la velocidad del servicio. La chica se rio y a partir de ahí empezamos a conversar con naturalidad. Mi impresión inicial no iba desencaminada: no era la primera vez que pedía, pero apenas llevaba cuatro meses en la calle. Era joven, veinteañera. Al principio me hablaba con las manos entrelazadas y apoyadas en la mesa, a la manera de una niña buena. Tenía las uñas negras, como cuando has estado escarbando en la tierra. Se dio cuenta y retiró las manos rápidamente. Ahí estuve torpe.

Mientras hablaba con ella me fijé en que debajo de la capa de suciedad, de la ropa, del pelo cortado muy raro, era guapa, o podría serlo.

Su historia es demasiado típica para repetirla en detalle. Sin familia aparte de su madre, que la tuvo con dieciséis años, una cabeza loca con quien dejó de hablarse hace mucho, que ahora estaba enchochada de un tío que ocupaba todo su tiempo y su poco dinero, por lo que su hija no existía para ella (parece que el destino de esta chica es ser invisible). Las cosas le fueron mal y llegó un momento en el que no pudo pagar el alquiler. Se arrejuntó durante un tiempo con alguien mayor que la dejaba vivir en su casa. La trataba mal pero ella aguantaba porque no tenía a dónde ir. Un buen día la echó, aunque antes hubo tiempo de tener una criatura juntos, una niña a la que ella no ha vuelto a ver desde entonces.

Me contó que jamás se hubiera imaginado que iba a dormir en la calle. Yo me colocaba en su situación y se me ponían los pelos de punta. ¿Podría verme un día abocado a pedirles dinero a señoras que ni me miran? Tenía curiosidad por conocer cómo era psicológicamente esa transición. Llevé mucho cuidado de no herir susceptibilidades, pero no hacía falta, ella se moría por hablar. ¿Cuánto tiempo llevaría sin charlar con alguien?

Me comentó que había estado en no sé qué albergue pero que allí «te roban hasta los calcetines que llevas puestos». Ahora le estaban echando una mano los de RAIS, aunque era sólo una solución provisional, no podía quedarse para siempre. Estaba agobiada, asustada… Todas las «grandes» preocupaciones de mi vida, de mi trabajo, aparecieron ante mi cara cachondeándose de mí.

También me explicó que había tenido algún problema con la policía, que para echar a un mendigo de un cajero es muy contundente (una pelea entre ultras de fútbol armados es otra cosa, ahí lo normal es que aparezcan cuando ya ha terminado la jarana).

Llegó el camarero con sus quejiculpas o disquejas y pude entregarle el dinero a la chica, que esta vez le hizo poco caso, creo que ni siquiera vio lo que le di. Estoy seguro de que el agradecimiento con el que se despidió tenía más que ver con la conversación que con la limosna (fea, fea palabra).

De vuelta a mi cómoda y cálida casa, todavía rumiando su historia, caí en la cuenta de que no le había preguntado su nombre. Maldita sea, Salva. Además de invisible, anónima.

Salva Solano Salmerón es autor de www.votaycalla.com

Tarde en Murcia capital, hace cosa de dos meses. Tenía que hacer tiempo y ya me había dado un largo paseo, así que me senté en la terraza de una heladería. Pasear por la ciudad no me acaba de gustar. Acostumbrado a caminar por sitios solitarios, no me hago a cruzarme continuamente con tanta gente, así no hay manera de que la cabeza se suelte, demasiados estímulos sonoros y visuales.

Hay otra cosa que no me agrada de la ciudad, y es ver a tantas personas pidiendo. No me molesta que pidan, sólo faltaba (hay a quien sí), lo que me agobia es el aldabonazo en la conciencia. En el paseo por Murcia pude coincidir perfectamente con cinco o seis mendigos. Soy de pueblo, nunca he vivido en grandes núcleos urbanos, y donde he residido no había indigentes, como se dice ahora (jamás escribiré «sin techo», ese eufemismo, burda copia del homeless anglosajón). Ya de pequeño me afectaba mucho encontrarme con ellos cuando mis padres me llevaban a la ciudad, y cada vez que voy a cualquiera de ellas me recibe un bofetón de realidad, como si alguien me diera un puñetazo con la palabra «capitalismo» tatuada en los nudillos. Sin embargo, la gente de ciudad parece estar anestesiada, y no os juzgo: supongo que si viviera allí, a mí me pasaría lo mismo.