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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Patria, vida e internet

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Durante mucho tiempo, quizá demasiado, cierta intelectualidad considerada progre confraternizó con la dictadura cubana a la que, siguiendo las consignas de sus dirigentes, denominó revolución. Aquella revuelta contra la dictadura de Fulgencio Batista, surgida en la mítica Sierra Maestra a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo, no estuvo exenta de luces y sombras ya desde su origen. Lo que comenzó por venderse como un movimiento libertador del pueblo contra el opresor satélite de los estadounidenses, acabaría convirtiéndose con el tiempo en un inflexible régimen comunista bajo la égida de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

En 1984 viajé a Cuba. Para mi sorpresa, cuanto de idílico había leído hasta la llegada al aeropuerto José Martí, en La Habana, se desmoronó nada más salir del avión y, a pie de pista, contemplar descendiendo por la escalerilla a sendos soldados, con uniforme verde oliva y su armamento reglamentario en la mano, dándonos instrucciones. En los once días que permanecí en la isla pude comprobar en primera persona qué tipo de sistema político había implantado allí. 

Una de las obsesiones del régimen era que los cubanos no se mezclaran demasiado con los turistas para no resultar contaminados por las influencias capitalistas. Por ejemplo, no se les permitía acceder a los hoteles donde estos se hospedaban y había que hacer habilidosas maniobras de despiste a la hora de esquivar a los miembros de la policía política que vigilaban al acecho a las puertas de los locales. Cuando regresé de aquel viaje le conté a algunos de mis amigos de la izquierda más ortodoxa lo que allí había visto. Hubo quien cuestionó mi relato, mientras yo intentaba convencerlo de que el que había estado allí era yo y que lo había visto con mis propios ojos.

Las manifestaciones de estos días en determinadas ciudades cubanas ponen de manifiesto que algo ha cambiado en ese país caribeño. Una nueva generación, surgida tras los sucesos de 1994 conocidos como el Maleconazo, ha tomado las calles. Un complemento indispensable para esas movilizaciones ha sido internet, extendida por el país desde hace unos cuatro años y a través de la cual los cubanos pueden optar a conocer lo que ocurre fuera, algo que los medios oficiales les han negado sistemáticamente. Por eso las autoridades interrumpieron el servicio en estos días, aunque ya sea demasiado tarde.

Con una televisión estatal y unas estaciones de radio al servicio por completo del Gobierno, junto a unos periódicos, encabezados por el emblemático Granma, más parecido a una hoja parroquial que a un diario de actualidad, la información ha brillado por su ausencia durante décadas. La llegada de internet ha permitido la interconexión necesaria para provocar el levantamiento civil contra el ejecutivo que lidera el burócrata Miguel Díaz-Canel, que no es otra cosa que el testaferro del desaparecido Fidel y del omnipresente Raúl Castro.

Sin embargo, ese cambio tan ansiado que ha de llegar desde dentro del país, dista bastante del que quisiera una parte consustancial del exilio de Miami, siempre al acecho de regresar a la isla e intentar recuperar lo perdido, bajo sus férreos parámetros capitalistas. Tras 62 años, incapaces de articular una alternativa coherente frente al barbudo comandante, el paso al frente lo están dando jóvenes que intentan encabezar a un pueblo harto de cortes de luz, escasez, miseria y cartillas de racionamiento. La Covid ha sido la puntilla, con la proliferación de contagios mientras las autoridades permanecían volcadas en crear su propia vacuna, invirtiendo ahí el presupuesto sanitario, en tanto en los dispensarios de farmacia el ciudadano no tiene ni aspirinas. Añadamos a tan paupérrimo panorama que cuando el hambre se apodera de un pueblo, cualquier cosa puede pasar. 

El Muro de Berlín, caído en 1989, y la posterior desintegración de la Unión Soviética, dejaron a Cuba al albur del destino y dieron al traste con el sueño romántico de aquella progresía que, escuchando a Silvio Rodríguez y a Pablo Milanés, se puso la venda tantas veces como se enfundó la camiseta con la efigie del Che Guevara, en nombre de no sé qué monsergas doctrinales, para no ver la triste realidad. Fue Rousseau el que dijo que el mejor medio de llegar a la libertad era pasando por una dictadura. Confiemos en que Cuba esté en ese camino al grito esperanzador de “¡Patria y vida!”. Y que las democracias del mundo no la dejen sola.

Durante mucho tiempo, quizá demasiado, cierta intelectualidad considerada progre confraternizó con la dictadura cubana a la que, siguiendo las consignas de sus dirigentes, denominó revolución. Aquella revuelta contra la dictadura de Fulgencio Batista, surgida en la mítica Sierra Maestra a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo, no estuvo exenta de luces y sombras ya desde su origen. Lo que comenzó por venderse como un movimiento libertador del pueblo contra el opresor satélite de los estadounidenses, acabaría convirtiéndose con el tiempo en un inflexible régimen comunista bajo la égida de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

En 1984 viajé a Cuba. Para mi sorpresa, cuanto de idílico había leído hasta la llegada al aeropuerto José Martí, en La Habana, se desmoronó nada más salir del avión y, a pie de pista, contemplar descendiendo por la escalerilla a sendos soldados, con uniforme verde oliva y su armamento reglamentario en la mano, dándonos instrucciones. En los once días que permanecí en la isla pude comprobar en primera persona qué tipo de sistema político había implantado allí.