Dicen que las guerras ya no son lo que antaño y que ahora se dirimen en el ciberespacio y no tanto en las trincheras de los campos de batalla. La del Golfo fue el primer conflicto bélico en el que las tecnologías de la información y la comunicación jugaron un papel esencial. Para bien y para mal, informativamente hablando. Tanto que es muy posible que aún no sepamos toda la verdad de lo que allí aconteció, por el implacable control que se ocupó de ejercer el Gobierno norteamericano y en el que el lenguaje fue fundamental. Un periódico danés, Politiken, enunció algunas expresiones sobre cómo se referían los medios estadounidenses a los dos bandos: Ejército (USA) frente a maquinaria de guerra (Irak); regulaciones para periodistas frente a censura o comunicados frente a propaganda, por poner solo tres ejemplos.
El periodista de origen neozelandés Peter Arnett, que ya tiene 87 años, fue una de las estrellas audiovisuales que brilló en aquel escenario. Él tuvo la intuición de emitir para la CNN desde un lugar distinto al resto de enviados especiales por lo que, una vez que las autoridades cercenaron esa posibilidad, Arnett se quedó solo mandando la señal al satélite desde Bagdad. Aquella sería bautizada como la primera guerra televisada en directo.
La CNN desplazó un amplio equipo a aquel conflicto bélico. A Peter Arnett lo acompañaron otros dos periodistas-estrella de la cadena, Bernard Shaw y John Holliman, junto a un elenco de reporteros gráficos, técnicos y productores. Se llegó a cifrar en 300 personas el dispositivo que la CNN había trasladado a Irak. De manera que Arnett, quizá el rostro más carismático de todo aquello, no estuvo solo en su periplo, aunque para algunos lo pareciese. Contaba además con un novedoso teléfono vía satélite que le conectaba con la central de la cadena en Atlanta. Y con muchos dólares de presupuesto. Hablamos de 1991. Es lógico que esta cadena de noticias 24 horas se consagrara como la voz de esa guerra.
El conflicto presente entre Rusia y Ucrania, flagrante invasión del primer país sobre el segundo en toda regla, está evidenciando la racanería que en este sentido manifiestan algunos medios audiovisuales españoles para llevar a cabo la cobertura del mismo. Periodistas que emiten con sus teléfonos móviles, algunos dotados de palos selfi, con una calidad que deja bastante que desear. La irrupción de este tipo de tecnología para realizar información en directo se incrementó durante la pandemia y, por lo que se ve, ha venido para quedarse. Una cosa es la urgencia de la noticia y otra la precariedad de medios, con hombres o mujeres orquesta, algo que suele ser directamente proporcional a la baja calidad de la información que muchas veces se ofrece al telespectador. El colmo es cuando estas televisiones conectan con un supuesto enviado especial y lo colocan con un micro, con la esponjilla identificativa de la cadena, supongo que a modo de atrezzo, ya que por donde de verdad llega su voz es a través del micro del teléfono móvil. Se ahorran de una tacada el cámara y el técnico de sonido. Todo muy teatral y casi fashion, que diría alguno.
La radiotelevisión pública española, presente en las zonas del conflicto con corresponsales y enviados especiales de verdad, y con el correspondiente refuerzo humano y técnico, está siendo la excepción. Aunque en otras circunstancias se la critique, es lo que marca la diferencia en casos como estos. Las cadenas privadas, algunas tan reivindicativas sobre los derechos laborales de los trabajadores, en general, parece que no se detienen a la hora de ver la paja en el ojo propio. Presentan a corresponsales y enviados especiales como tales, siendo como son, en realidad, profesionales freelance que cobran por pieza. Y, en muchos casos, a qué precio. Ya se lo podrán imaginar. No es de extrañar que luego, a la hora de presentar el balance anual, algunas de estas empresas de comunicación exhiban considerables beneficios sin llegar a sonrojarse.
Como sostiene Rosa María Calaf, excorresponsal de RTVE, ese oficio está ya extinto. Y en cuanto al trabajo del freelance, tan mal pagado y poco considerado en nuestro país, subraya el grave riesgo que se corre: que el profesional acabe informando de aquello que sabe que le van a comprar y no de aquello que más interesa por su relevancia informativa. Es como una reñida pugna entre la audiencia y el rigor. El periodista necesita tiempo, investigación, recursos y espacio, como siempre ha reivindicado la Calaf. Tarea imposible en esta época de usar y tirar, donde la inmediatez, la frenética carrera por ser el primero en contarlo, prima sobre la rigurosidad de lo contrastado. Así nos va.