Es como sumergirse enun mundo insólito: cada vez que me pasan los prismáticos descubro los detalles de lo que se alcanza a ver desde la lancha. Cerca del litoral, reluce con una llamarada el plumaje carmesí de dos flamencos avanzando por el barro. Más allá, lo que de lejos parecía una junquera o una empalizada resulta ser un bosque de árboles petrificados, fantasmas que resisten desde 1978 con los pies a remojo en esta laguna salada. Cientos de aves reposan inmóviles sobre las ramas: negros biguás (Phalacrocorax Olivaceus), patos, garzas y garcetas, todo un campamento. Entre palmeras y matorrales, cada vez más misteriosa, nos recibe una antigua torre de agua. El olor a algas podridas inunda esta zona.
-Esa bandera a estribor, ¿pueden verla? –inquiere el capitán.
En ese lugar, como un hito de paso, flota una boya con una bandera roja.
-Está señalando el punto más alto del trampolín de la piscina olímpica que quedó sumergida tras la inundación –explica el capitán, describiéndonos las instalaciones del desaparecido complejo hotelero.
Escuadras de biguás atraviesan el aire, de tarde en tarde la silueta aerodinámica de algún flamenco solitario surca la laguna, una parina alza el vuelo.
Al nordeste de la provincia de Córdoba, Ansenuza (la Mar Chiquita), creció entre 1978 y 2005 a causa de las fuertes precipitaciones hasta dejar cubiertas varias manzanas de casas, 136 en total, de las cuales 112 eran hoteles. Los árboles que siguen en pie, los escombros y cascotes de ladrillo que asoman en la orilla, entre las totoras, son testigos de aquellas crecidas. Las voladuras remataron las construcciones que quedaron entre esos dos mundos, el lacustre y el humano. Al final de la costanera asoman los restos que llaman “la ballena” pertenecientes al frontón de la antigua iglesia. La Mar Chiquita, con su cuenca endorreica alimentada por tres ríos, el Dulce, el Suquía (río Primero) y el Xanaes (río Segundo), y sus seis mil kilómetros cuadrados, es la laguna salada más grande de América: ejemplo de la autorregulación y autopoyesis de la Naturaleza.
Entre las décadas de los 40 y 60, familias de origen austríaco y alemán asentaron los primeros hoteles-sanatorios para aprovechar los lodos y los baños terapéuticos de esta laguna pleistocénica. En los 40 la concentración de sal por litro de agua era de 250 gramos. La gente flotaba dentro del agua. Hoy está en 51 gr/l. En Punta Encanto quedan la Posada Alemana y a pocos metros, fantasmal, desmantelado, siniestro, lo que fue el Gran Hotel Viena, con sus pabellones de estilo racionalista y su torre vigía.
-¿Cuántos Miramar habrá por el mundo? –le pregunto a Lady Chorima, mi compañera gallega.
-Miríadas de Miramares. Sin ir más lejos, el del bar de mis vecinos, en Laxe.
El atardecer es otro prodigio, el más público de los tesoros de Ansenuza. Arranca con un incendio rosado entre las nubes, remata con efectos de cañón. La única playa empieza a vaciarse. La gente se queda tomando mate en el paseo o en las reposeras. Otr@s despliegan sillas y mesas e improvisan un picnic familiar. Apenas hay tráfico rodado, pero es fácil ver pasar los carros de pedales de alquiler: llevan escrito Uber en la matrícula. Comienza un concierto. Alejándonos de la marabunta llegamos hasta una especie de escollera, donde nos sentamos a divagar entre los últimos bañistas que son siempre niñ@s. Al caer la noche, el azul klein sobre el espejo de la laguna es impagable.
-Desde que era niña siempre soñé con viajar a Australia –me dice con pena Lady Chorima, mientras repasa en el móvil las noticias terroríficas que llegan de aquel continente, los desplazamientos humanos y las fotos de canguros y koalas víctimas de los incendios.
-Me gusta esta Miramar de Ansenuza porque es una localidad que resiste entre escombros –le digo yo-. La gente convive con toda normalidad con el pasado sumergido bajo la laguna. Mira a tu alrededor: a falta de playas, se hicieron un paseo con escaleras aquí y allá para bajar al mar.
-La historia de este lugar –responde Lady Chorima-me hace pensar que llegamos al mundo demasiado tarde, que otros lo expoliaron y ahora estamos viviendo sobre los restos que nos dejaron.
-Yo tengo la impresión de que Miramar vive sin drama de ese pasado –insisto-. La Mar Chiquita impuso poco a poco su propia de Ley de Costas.
-¿Sabías que tiene una isla que se llama Orihuela?
-¡Orihuela!
De repente, me traslado a diez mil kilómetros de distancia, a la mente acuden imágenes de las crecidas del río Segura que conocí de pequeña, imágenes y vídeos de las que se repitieron hace unos meses, tras las últimas lluvias torrenciales en el Levante, del Mar Menor colapsado poco después, con todos los peces muertos o agonizantes flotando en la playa. Visualizo los flamencos de las salinas de San Pedro, tan semejantes a este lugar. E imagino todos esos complejos turísticos con sus moles de cemento levantadas sin orden ni legitimidad a escasos metros del Mediterráneo, sumergidos bajo la crecida del nivel del mar. Y los restos dinamitados, hundidos para siempre bajo el agua. El paraíso resultante.
-Me pica el bagre –comenta Lady Chorima haciéndose la argentina.
-¡Vamos picando el champión! –le respondo.
Hay muchos paraísos naturales que nos están necesitando, entre ellos el futuro parque nacional de Ansenuza, nuestras señoras Costa da Morte y Mediterránea y el martirizado Mar Menor. No los olvidemos en nuestras reivindicaciones.