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Política de las emociones versus política de la razón

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De un tiempo a esta parte, el debate político está trufado de alusiones al llamado 'voto emocional'. El análisis de los programas parece haber dejado paso a un comportamiento apasionado de la sociedad, que anula por completo cualquier juicio reflexivo sobre los apoyos políticos que ésta presta. Durante los días posteriores a las elecciones madrileñas, mi respetado Antón Losada esgrimió un argumento en el que se diferenciaba entre el voto emocional de la derecha y el voto racional de la izquierda. El primero se había impuesto claramente al segundo, lo que implicaba una anomalía que solo se podía corregir mediante la reorientación del debate.

El carácter maniqueo de esta polarización entre emociones y racionalidad puede resultar hasta cierto punto atractivo, sobre todo para quienes necesitan cortar de algún modo la hemorragia causada por el desastre electoral. Pero, sin embargo, los apriorismos que sustentan esta visión de la realidad no parecen tan fiables como a simple vista pudieran resultar: ni las emociones constituyen ese estado de enajenación que torna al individuo en una materia dúctil y manipulable, ni el racionalismo supone una garantía del bien social. No debemos olvidar que las estructuras racionales que han gobernado el mundo occidental desde los albores de la modernidad han estado en el origen de aberraciones como los campos de exterminio nazi, la voracidad productivista del neocapitalismo, la devastación del planeta por el cambio climático, o el lado más oscuro de la globalización. El racionalismo no deja de ser una ideología que gestiona la razón sin ningún tipo de empatía y que, por tanto, posee una elevada capacidad destructiva.

Por otro lado, lo que entendemos por 'emoción' o 'pasión' aflora como el resultado de una banalización realizada por el lenguaje cotidiano, que tiende a ver a la persona apasionada como desprovista de capacidad reflexiva y con una actitud enteramente pasiva. Otro error. Como afirmó Sartre, “la emoción significa a su manera el todo de la consciencia”. Y, en esta misma línea, Robert C. Solomon -uno de los grandes representes de la psicología cognitiva de nuestro tiempo- sostiene que “escogemos y somos responsables de nuestras emociones tanto como podemos, aunque solo sea porque la idea opuesta, aquella de que las pasiones nos tornan pasivos, tiene demasiado enganche en el pensamiento ordinario”.

Las emociones constituyen un instrumento de conocimiento tan válido como lo pueda suponer la razón. Ni la pasión excluye el juicio reflexivo, ni la razón opera contra las emociones. El problema es que, en el debate político actual, la verdadera contienda que se libra no es entre 'paradigmas emocionales' o 'paradigmas racionales', sino entre modelos de miedo.  El miedo es el sentimiento más atávico que reside en el ser humano. Y, por supuesto, se encuentra en el corazón de los populismos contemporáneos. Quienes pierden la batalla de los mensajes del miedo, se refugian en la incomprensión de su programa reflexivo para justificar sus derrotas. Arremeten contra el embrutecimiento de las emociones, cuando, en realidad, aquello que ha triunfado no es la pasión propiamente dicha -en todo su potencial cognitivo-, sino un sentimiento de terror hacia el otro.

En la política actual solo hay miedo. Y el miedo desplaza el conjunto de los discursos hacia los extremos. Como si de un falso deber moral se tratase, los representantes políticos siguen aludiendo al espíritu de moderación como un capital que les urge atesorar en la mayor proporción posible. Pero no deja de ser una capa de barniz que dulcifique su imagen, porque, en realidad, la moderación ya no resulta atractiva -ni para los propios actores políticos ni para el electorado-. Ser moderado te debilita en el campo de batalla de los mensajes del miedo. No es difícil de comprender, en este sentido, que un candidato como Ángel Gabilondo pareciese perdido y sin capacidad de reacción en un espacio de debate que no era propositivo, sino contractivo. Es más, la política española -y, por inclusión, la regional- está tan enferma que todo aquel que no juega a la manipulación del miedo es descartado por su falta de actitudes políticas. Si algo necesita el actual paisaje político es una inyección masiva de inteligencia emocional. Los que fracturan a la sociedad mediante sus mensajes del miedo lo hacen desde la frialdad de un racionalismo que ha estudiado, hasta el último detalle, los puntos del sistema nervioso de la comunidad que hay que atacar. No nos engañemos: los populistas manipuladores no son descerebrados que viven en la negación de los mecanismos racionales de actuación. Por el contrario, su comportamiento es de una lógica tan depurada que no se contrarresta con más gritos y fragor. 

De un tiempo a esta parte, el debate político está trufado de alusiones al llamado 'voto emocional'. El análisis de los programas parece haber dejado paso a un comportamiento apasionado de la sociedad, que anula por completo cualquier juicio reflexivo sobre los apoyos políticos que ésta presta. Durante los días posteriores a las elecciones madrileñas, mi respetado Antón Losada esgrimió un argumento en el que se diferenciaba entre el voto emocional de la derecha y el voto racional de la izquierda. El primero se había impuesto claramente al segundo, lo que implicaba una anomalía que solo se podía corregir mediante la reorientación del debate.

El carácter maniqueo de esta polarización entre emociones y racionalidad puede resultar hasta cierto punto atractivo, sobre todo para quienes necesitan cortar de algún modo la hemorragia causada por el desastre electoral. Pero, sin embargo, los apriorismos que sustentan esta visión de la realidad no parecen tan fiables como a simple vista pudieran resultar: ni las emociones constituyen ese estado de enajenación que torna al individuo en una materia dúctil y manipulable, ni el racionalismo supone una garantía del bien social. No debemos olvidar que las estructuras racionales que han gobernado el mundo occidental desde los albores de la modernidad han estado en el origen de aberraciones como los campos de exterminio nazi, la voracidad productivista del neocapitalismo, la devastación del planeta por el cambio climático, o el lado más oscuro de la globalización. El racionalismo no deja de ser una ideología que gestiona la razón sin ningún tipo de empatía y que, por tanto, posee una elevada capacidad destructiva.