Rafael Nadal Parera, a quien conocemos como Rafa incluso los que no hemos tenido el placer de conocerle, acaba de ganar un torneo de tenis, el Open de Australia. Este torneo supone el vigésimo primer Grand Slam de su carrera, lo que eleva su palmarés por encima del de cualquier otro tenista masculino, presente o pasado.
A Rafa Nadal se le ha encumbrado como el mejor tenista de la historia. Aunque esto se debe fundamentalmente a sus éxitos, esta valoración se refuerza con la apreciación de este deportista como persona, como estandarte portador de unos valores, como modelo a imitar por la gente de bien. Merece la pena revisar estos valores.
Con la perspectiva limitada que puedo tener a través de la prensa, he conseguido apreciar su constancia en el esfuerzo y su capacidad de trabajo, algo común a la práctica totalidad de los deportistas de élite. También he podido observar su magnanimidad con los vencidos, a los que siempre muestra respeto y suele dedicar alguna palabra de ánimo, así como su generosidad con aquellos que le han derrotado, a los que ha felicitado con gran elegancia. Rafa ha ejemplificado aquello de “en la mesa y en el juego se conoce al caballero”.
Este deportista ejemplar ha destacado por su capacidad de sobreponerse a la adversidad. Cualquier persona es susceptible de desanimarse ante la dificultad y dejar de luchar. Cualquier deportista que se ve muy por detrás en el marcador corre el riesgo de rendirse, de bajar los brazos y encajar prematuramente la derrota. Rafa ha logrado remontar, de manera repetida, resultados que parecían imposibles y que habrían desmoralizado a casi cualquier otro profesional. Sin ir más lejos, en la final de este Open de Australia, llegó a ir perdiendo 0-40, con una desventaja de 2 juegos a 3 en el tercer set, tras haber perdido los dos sets anteriores. Y sin embargo, logró transformar una vez más una situación desfovarable en una remontada épica.
De manera aún más significativa, este hombre se ha sobrepuesto a múltiples lesiones, a vaticinios que aseguraban que su carrera estaba acabada, a sus propias insuficiencias y a intensos dolores físicos. Y mientras sacaba la rabia necesaria para hacer esto, se las apañaba para tratar con amabilidad al resto de las personas, incluidos periodistas y aficionados, que se han acercado a él a lo largo de los años.
Parece una osadía ponerle alguna pega a un héroe así, y debo reconocer que al hacerlo algo se retuerce dentro de mí. La admiración que siento por esta persona, aunque nunca le haya conocido, se opone a mi razonamiento cuando trato de justificar que todos los seres humanos tienen algo objetable, o al menos discutible desde cierto punto de vista. Sin embargo, aunque me sienta mezquino al hacerlo, creo que debo buscar la otra cara de la moneda y señalar algo que no me gusta.
Según su entrenador, Carlos Moyá, cuando Rafa se recuperaba de su última lesión, cuando tenía que valorar hasta qué punto ser prudente y cuidar su salud o esforzarse para mejorar su rendimiento, dijo: “Vamos a tope y si me rompo, me rompo”.
Entiendo que en ese momento, Rafa mostró coraje, asumió un riesgo, priorizó su éxito como deportista sobre su propia salud. Le salió bien y con ello nos dio una alegría a sus numerosos seguidores. Y sin embargo, ese no es el modelo que a mí me gustaría ofrecer a mis hijos.
Cuentan que una inscripción en el templo de Apolo en Delfos rezaba 'Todo con moderación'. La actitud del héroe, la del deporte de élite en general, y la de Rafa Nadal en ese momento concreto (y en tantos otros, me temo) difícilmente puede ser calificada de moderada.
Hay circunstancias que requieren heroicidades. Creo que las personas que dieron su vida sellando la fuga radiactiva de Chernobyl, o los profesionales sanitarios que se enfrentan a epidemias arriesgando su vida (y las de sus familias) merecen alabanzas. Sus sacrificios redundan en un gran beneficio para los demás, que los justifica. Sin embargo, no creo que un juego, un deporte o un espectáculo estén por encima de la salud.
Los deportistas de élite luchan contra sus límites, dañan su propio cuerpo para entretenernos y para ofrecernos una ética de esfuerzo, un modelo de imitación que nos impulsa a hacer ejercicio y mejorar nuestra salud. Les estamos en deuda. Pero cuando renuncian a la moderación y llegan a determinados extremos, el modelo que nos ofrecen ya no resulta beneficioso. Su emulación se convierte en dañina.
Lo que planteo es una contradicción interna en el deporte de élite y su impacto social. El mismo sobreesfuerzo que admiramos resulta dañino para la salud. Esto queda ejemplificado por alguien a quien, como he dicho antes, admiro sin haberle conocido. ¿Cómo conjugamos la competitividad con la moderación y la salud? La cuestión no se restringe al deporte, la afrontamos día a día en nuestra sociedad.