De vez en cuando hay que salir a la calle y buscar un refugio, hay que cambiar los hábitos cotidianos, aunque solo sea por unas horas, el tiempo necesario para respirar más hondo, para mirar el mismo paisaje de siempre tamizado por otra luz, para escuchar disimulados por un rumor casi imperceptible los mismos sonidos. Lo que descubre uno paseando por el centro de Cartagena en una tarde de lluvia lenta y ligera no es la sensación que durante toda su vida le ha atribuido sórdidamente a los días de lluvia, la lasitud que la apariencia plomiza del ambiente le impone al estado de ánimo, el peso del cielo demasiado bajo que se carga sobre los hombros, la niebla que se interpone por delante de los horizontes de la ciudad: lo que descubre es un ancho paisaje de ciudad desconocida y en calma, una belleza de calles deshabitadas que a uno le hacen pensar en el enigma persistente e inapreciable de los lugares que nadie ve, que nadie sale a disfrutar, porque casi todo el mundo está resguardado de la lluvia en sus casas y no se da cuenta de que el verdadero refugio está afuera.
La lluvia acude a Cartagena todos los comienzos de primavera con una exactitud metódica, con una pulcra puntualidad de lluvia londinense, que va cayendo y encharcando las calles y deja el aire limpio y preparado para los mejores atardeceres del año, que llegarán al final de la primavera. Cuando camina uno por las losas de mármol de la calle Mayor y ve en el suelo el reflejo de los edificios descubre, no sin sorpresa, con una ligera sensación de entusiasmo, que la misma ciudad en la que vive resulta ser la más desconocida de las ciudades, y que una travesía corta desde la calle del Carmen y su plaza de amplitudes modernistas hasta la grisura infinita del puerto resulta ser una expedición y un ejercicio cultural para la mirada, un viaje inesperado en el que pasear y mirar lo convierten a uno en uno de esos turistas solitarios y un poco espectrales que observan cualquier pormenor con la misma inquietud y devoción inagotable que en cualquiera de sus viajes.
Cada fachada, cada cristalera repleta de gotas, cada lámpara que sobresale de los remates y las decoraciones modernistas, cada edificio parece únicamente construido para formar parte de la tarde lluviosa de Cartagena. Por un momento, cuando uno mira la cúpula majestuosa de cinc del Gran Hotel, le alcanza una certidumbre fantástica de encontrarse en una ciudad apacible y europea, donde la gente que pasa por su lado, que seguramente acaba de salir del trabajo y se dirige a casa bajo la protección de un paraguas, no lleva consigo esa prisa característica española, esa celeridad ruda y ciega que induce a los españoles a no disfrutar de los trances de tranquilidad que hay en un paseo, sino que camina con un apaciguamiento y una rectitud de ciudadano centroeuropeo, no ganado por la premura ni por la urgencia ni por la ambición asfixiante de las tareas aún por hacer.
Todo tiene de pronto una precisión no literal, más fiel de la que podría revelar una foto o una pintura. Me acuerdo, en la plaza del Ayuntamiento, de un cuadro desconocido, pintado por un artista también desconocido, Antonio Muñoz Vera, que plasmó la fachada sur de la torre blanca y la internada discreta de la plaza de extensión portuaria en la calle Mayor, en lo que debía de ser un día nublado pero no lluvioso, con unas pocas personas paseando, contemplando las perspectivas y los colores de los edificios contiguos despojados de los matices de sombra característicos del día o de la tarde, porque en los días nublados todas las cualidades que la luz impone a las cosas resultan idénticas. Yo no sé qué puede ver en este cuadro quien no haya estado nunca en esa plaza, hasta qué punto le alcanzará la ternura de ese lugar tan común, de los edificios de oficinas de la derecha, de las palmeras del jardín de los Héroes de Cavite, del mármol grisáceo y pulido de una calle por la que no pasa casi nadie. Lo que sí tengo claro es que, quien ha caminado por la ciudad en un día como el de hoy, ha establecido definitivamente un vínculo con ella, y reconoce en un segundo las cosas que más le gustan, porque recorre a solas las calles usualmente populosas sin cruzarse con casi nadie, ni escucha durante varios minutos el ruido de las conversaciones de los demás ni del tráfico, sumergido todo bajo el estrépito continuo de las gotas que caen sobre el suelo o sobre las paredes o sobre la tela de plástico de los paraguas.
Eso sí, resulta necesario tomar ciertas precauciones necesarias. Uno no puede dejarse llevar demasiado tiempo por el azar de la caminata. Debe bastarle con pasear exclusivamente por las calles del centro, porque si uno quiere que su paseo lo lleve más lejos y descubrir otros lugares mojados por la lluvia para añadirlos a su catálogo de nuevos descubrimientos de la ciudad puede correr el riesgo de que el devenir y la geometría de las avenidas le imponga delante de sus ojos, sin previo aviso, la fachada de aspecto vanguardista de la Asamblea regional tenuemente disimulada bajo una breve disposición de neblina y humedad. En ese edificio las negligencias y las corruptelas de la política murciana se suceden en un desorden escénico como de drama teatral, de resplandores oscuros y cenagosos en los que rara vez falta un sainete indecente de chapuza y de farsa. Cuando uno ve el edificio, al fondo de la avenida, le parece mentira que la misma lluvia que ahora lo está mojando le haya supuesto antes un refugio perfecto contra el vano tremendismo de desmedida ambición política que tiene lugar cada día, allí, a solo unos pocos minutos andando de las calles de otra ciudad más apaciguada, más civilizada, más lluviosa, más honesta en su quietud.
De vez en cuando hay que salir a la calle y buscar un refugio, hay que cambiar los hábitos cotidianos, aunque solo sea por unas horas, el tiempo necesario para respirar más hondo, para mirar el mismo paisaje de siempre tamizado por otra luz, para escuchar disimulados por un rumor casi imperceptible los mismos sonidos. Lo que descubre uno paseando por el centro de Cartagena en una tarde de lluvia lenta y ligera no es la sensación que durante toda su vida le ha atribuido sórdidamente a los días de lluvia, la lasitud que la apariencia plomiza del ambiente le impone al estado de ánimo, el peso del cielo demasiado bajo que se carga sobre los hombros, la niebla que se interpone por delante de los horizontes de la ciudad: lo que descubre es un ancho paisaje de ciudad desconocida y en calma, una belleza de calles deshabitadas que a uno le hacen pensar en el enigma persistente e inapreciable de los lugares que nadie ve, que nadie sale a disfrutar, porque casi todo el mundo está resguardado de la lluvia en sus casas y no se da cuenta de que el verdadero refugio está afuera.
La lluvia acude a Cartagena todos los comienzos de primavera con una exactitud metódica, con una pulcra puntualidad de lluvia londinense, que va cayendo y encharcando las calles y deja el aire limpio y preparado para los mejores atardeceres del año, que llegarán al final de la primavera. Cuando camina uno por las losas de mármol de la calle Mayor y ve en el suelo el reflejo de los edificios descubre, no sin sorpresa, con una ligera sensación de entusiasmo, que la misma ciudad en la que vive resulta ser la más desconocida de las ciudades, y que una travesía corta desde la calle del Carmen y su plaza de amplitudes modernistas hasta la grisura infinita del puerto resulta ser una expedición y un ejercicio cultural para la mirada, un viaje inesperado en el que pasear y mirar lo convierten a uno en uno de esos turistas solitarios y un poco espectrales que observan cualquier pormenor con la misma inquietud y devoción inagotable que en cualquiera de sus viajes.