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Y siguen mintiendo

Archivo | Concentración contra el campamento de acogida de migrantes de Cartagena. (30/05/2024)

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Ya los estaban juzgando y aún no habían llegado a Cartagena y ni siquiera sabían que existía una ciudad que tuviera ese nombre tan sonoro, porque el mundo y las distancias que lo asolan se les habían desbaratado en medio de la inmensidad del océano. Habían sido señalados desde que sus vidas iban a la deriva de una cualquiera de esas barcas de madera que son tan frágiles y descoloridas que siempre parecen estar a punto de hundirse: apenas oían ni veían nada más que las olas aterradoras del Atlántico, a las que ya habían sucumbido muchos de los suyos, y, mientras, en la tranquilidad de su día a día, un grupo de ciudadanos enardecidos de patriotismo y de cartagenerismo ya se estaba encargando de arremeter sin fundamento contra ellos.

A finales de octubre, cuando la apertura del campamento de acogida de migrantes de Cartagena no era más que un rumor y la explanada del antiguo Hospital Naval todavía se encontraba abandonada, ya hubo un grupo considerablemente numeroso de gente normal, de la ciudad, la misma que pasea y mira y disfruta de ella cada día, que protagonizó protestas en la misma puerta del recinto. Fueron protestas ante un lugar cerrado. Es un poco ridículo, si uno se para a pensarlo. Esas personas expresaron allí, sin pudor, palabras y expresiones zafias y malintencionadas, dictadas todas por los instintos más primarios y por la mala educación, y comenzaron, al unísono, a propagar eficazmente el odio, la alarma social: son delincuentes, van a venir a cometer robos y atrocidades para poder comer, me da miedo dejarlos campar a sus anchas por mi ciudad, han venido a conquistarnos, es una invasión, una venganza.

Transcurrieron las semanas y el dispositivo humanitario del Naval se abrió. Las personas huidas y exiliadas fueron llegando y refugiándose en carpas habilitadas de manera provisional. Las protestas, entonces, se volvieron más turbias. WhastApp es como una pantalla opaca que otorga a quien suelta en ella sus prejuicios y su resentimiento una sensación ilusoria de clandestinidad. Uno cree que lo que dice ahí dentro tiene menos incidencia. O que directamente pasa desapercibido. Pero no es así. Hileras de mensajes cargados de bulos, fotografías, vídeos y textos que rebosan odio inundan un par de grupos de más de 800 miembros. Dan a entender que, en cualquier parte de la ciudad, en un parque, en una esquina, en la oscuridad de un callejón, uno puede encontrarse con los migrantes, y que si lo hace y nadie le acompaña puede ser víctima de un robo o de una paliza o incluso de una violación.

Nunca había visto nada igual en mi ciudad. Nunca había mirado tantas caras ni escuchado tantos comentarios ni asociado a ambas cosas la identidad exacta de un racista. No quiero pararme a comprender cuáles son las razones que han dado pie a esta situación. Yo sé que Cartagena es la belleza inigualable, los días eternos y luminosos y cálidos, las transparencias de la luna como dibujadas en acuarela sobre la penumbra nocturna del mar, la transfiguración infinita de los colores del sol a medida que su circunferencia va rodeando y escondiéndose por detrás de la sierra. Pero también, ahora lo he visto con mis propios ojos, es el rechazo a los que acaban de llegar, a los que viven como si estuvieran encerrados en otro mundo, en el reino de la soledad, de la condena interminable y horrorosa del apátrida.

En el ejercicio habitual de mi profesión tuve la oportunidad, allá por el mes de marzo, de hablar con uno de los chicos acogidos en el campamento, un senegalés joven y lleno de energía, que andaba por las calles de Cartagena con paso rápido y un entusiasmo evidente por labrarse una vida en la ciudad, por tener la oportunidad de demostrar su talento, de completar y ejercer la carrera que tanto le gustaba y que se vio obligado a interrumpir en Dakar. Recuerdo que fue una charla agradable, tranquila, paseando por las plazas cercanas al Hospital Naval, mientras sus compañeros jugaban al fútbol y se reían y se gastaban bromas en francés. Él hablaba un español razonablemente correcto para llevar solo unos meses en España. Me contó, sobre todo, cómo fue su travesía y su vida hasta llegar a un país que nunca hasta entonces se había imaginado, y que cuando cruzaba el océano en un cayuco junto con otras 90 personas solo sabía asociar a la certeza ineludible de que iba a morir ahogado.

Aquel día comprendí la realidad de todos esos chicos: él me hablaba con una voz rota, débil, un poco entrecortada, me contaba el sufrimiento de su viaje, los días eternos y las noches heladas que pasó en la cubierta del barco mientras se agotaban los víveres y el agua; recordaba con un fondo de alivio y con una sonrisa de nostalgia la vida que tenía en Senegal junto a su hermano, al que esperaba tener consigo muy pronto, en Cartagena, donde al fin, decía, se encontraba tranquilo, disfrutando del presente, de unos días y unos meses en que no sentía nada más que la certidumbre del viaje concluido, del porvenir por descubrir en una nueva ciudad.

Mientras paseábamos y hablábamos, el chico nos dejó fotografiarle. La entrevista que le hice se publicaría un par de días después en este mismo periódico. Se vistió para la ocasión con una camisa y una chaqueta que había traído de su casa y hacia las que guardaba un cierto cariño. Seguramente le recordaban a su vida anterior, truncada de pronto por el exilio. Pero ni siquiera la cámara más precisa habría logrado captar lo que había detrás de sus ojos cuando me hablaba de su pasado, al margen del alivio y del sufrimiento, del recuerdo y del dolor, más al fondo todavía, casi inaccesible: una especie de silencio perpetuo, una expresión simultánea de miedo o abatimiento y de felicidad gastada y borrada, una tortura escalofriante que nadie más que él y que sus compañeros era capaz de entender.

Cuando terminamos la conversación, ya al anochecer, lo vi marcharse andando, junto a sus amigos, con la pelota de fútbol en la mano, camino de nuevo del campamento, donde les aguardaba la hora de romper el ayuno. Era el mes del Ramadán. Algunas personas de Cartagena, durante aquel breve trayecto, se les quedaron mirando muy atentas, con una mirada de recelo o de extrañeza, con esa curiosidad sin compasión que despierta en uno el infortunio de otros.

Cientos de esas personas de Cartagena protagonizaron la semana pasada una protesta abiertamente racista y mentirosa contra esos chicos y contra el dispositivo que se encarga de proporcionarles ayuda humanitaria cuando más la necesitan. Da la sensación de que la inteligencia de sus mentes intoxicadas de patriotismo y de justicia cartagenera no les sirve para corregir los prejuicios, sino más bien para alimentarlos. Juntos van construyendo, en común, un laberinto angustioso de figuraciones paranoicas. Pero hay algo que ignoran. Algo muy importante. Los hombres y mujeres que protestaron sienten cerca a los migrantes, los creen amenazantes, al acecho, algunos los tildan de salvajes o de manadas peligrosas. Pero no se dan cuenta que les separa de ellos una distancia impenetrable.

Detrás de cada chico acogido hay una conciencia, una memoria, una proliferación innumerable de sentimientos. Sería preciso, para todos aquellos que se reunieron el jueves en la plaza de España, que, de la misma forma que tienen la facilidad de odiar y desear expulsiones inapelables y de juzgar personas solo con mirarlas desde la confortable posición de sus vidas occidentales, tuvieran también el don de viajar al interior del alma de cada uno de esos apátridas para saber no lo que está pensando, sino lo que está viendo. Ellos no ven Cartagena cuando llegan, sino un entramado de calles hostiles, otra realidad tan vasta como un bosque espeso en el que se reunieran las amenazas que cualquier fugitivo de su país soporta durante toda su travesía. Pisan el mismo suelo que cualquiera, el mismo asfalto, las mismas delicadas aceras de mármol pulido y liso, gustoso al tacto. Respiran el mismo aire oloroso a sal, a algas, a mar. Tratan de recomponer su vida y permanecen a la espera de que un salvoconducto les permita el milagro de salir a la calle y sentirse verdaderamente parte del mundo. Y aun así los siguen juzgando. Y tachando. Y siguen mintiendo.

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