Si Enrique Gaspar hubiera publicado su novela sobre la máquina del tiempo este año en vez de a finales del siglo XIX, hubiera situado a Murcia como sujeto principal y paisaje donde todo vuelve atrás por un túnel oscuro. El autor, que era costumbrista, feminista, cien mil veces castizo pero a la par que avanzado, le adelantó por la derecha a H.G Wells, quien escribió ocho años después sobre esa idea, y también a los científicos que sitúan el pasado como un ente infinito y al Big Bang como un evento cósmico más. Aquel libro casi olvidado se llamaba 'El anacronópete'. Ahora que estamos en modo fiestas del Orgullo, ocurren cosas que no deben de pasar desde hace tiempo, o eso dice la teoría. No tenemos artilugio que nos lleve a la Edad Media, pero sí cenutrios orgullosos de serlo, animales de bellota asustados y ofendidos por cualquier cosa que huela a evolución. Pero no teman, porque debajo de la alfombra mohosa la vida, imparable, avanza.
El consulado de Ecuador en Murcia no ha permitido esta semana a un ciudadano actualizar su estado civil de manera telemática por estar casado con un hombre. También lo habría hecho con una mujer casada con otra mujer, al parecer por un defecto administrativo. Sin embargo, este trámite se lleva a cabo sin poner un sólo pero cuando se trata de un matrimonio heterosexual.
Si eres gay y quieres votar en las elecciones de tu país natal, tienes que solucionar ese trámite viajando hasta el registro civil de allá, aunque en Ecuador es legal desde hace cinco años el matrimonio entre personas del mismo género. Dicho así suena a un inocente error administrativo que impedirá a este joven de doble nacionalidad votar en las próximas elecciones de su país, a no ser que pague un billete de avión de como mínimo setecientos reales de vellón y se traslade a casi nueve mil kilómetros para solucionarlo, como si la tecnología no fuera la opción más eficaz y obligatoria. Los errores administrativos que se cometen en cuestiones de preferencias sexuales son siempre muy tramposos, porque tienen tufo a discriminación. Huelen a carcoma de sacristía. La comunidad latina, en esta región y otras donde gobiernan los últimos de Roncesvalles es vista con el interés del colono que busca esclavos a su imagen y semejanza, obedientes. Forjados como se debe en los principios de cualquier variante de la verdadera religión.
Me pregunto entonces si este organismo se ha infectado por cercanía con el veneno de la Murcia profunda por el que algún día ganaremos el muy poco honorable premio a la Carcundia Nacional. Porque a lo mejor resulta que es contagiosa la manera en que el gobierno autónomo se las apaña para no cumplir según que leyes.
En esta tierra de la coletilla tan lírica que hermosa eres, tu huerta y todo eso, no se cumple la Ley de Vivienda para negar al gobierno central, lo que viene a ser deslealtad institucional. Se abusa y abunda en el discurso de odio a los inmigrantes, los del chiringuito ultra convocan procesiones y actividades de familia tradicional para conjurar el desfile de los descarados mariquitas, las mujeres desviadas y las furiosas trans. Los cazadores exhiben en ferias sus armas y su aparataje bélico, sus perros maltratados, deshonran en las monterías nuestra bandera nacional. Mientras en la Asamblea, secuestrada por los murcinazis, boicotean otra, la del arco iris. Sacan toda su homofobia, el odio, los insultos como argumento, porque no tienen programa. Pero sólo les importa la hucha pública. No saben que es muy tarde y la propaganda, por cansina, ha dejado de funcionar.
Existe otra Murcia, vivísima, que representa este chico latino, quien cuando llega a su coche se pregunta por qué se tiene que conformar. Y vuelve al despacho, y pregunta. Escribe para el Consulado que le niega su derecho al voto una ejemplar proclama donde habla de obligaciones, de civismo, de educación. La murcianía insumisa que sacude la alfombra mugrienta se está desperezando con derechos, la única manera de parar tanto disparate. Este marido ecuatoriano, Juan Carlos Vélez, es uno de ellos, patriota por partida doble. Un adorable valiente por su sencilla lección de dignidad.
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