En el universo Marvel las cosas son tan sencillas que dan ganas de empadronarse en un territorio como ese, donde las reglas funcionan aunque sea a trompicones y se cumple tan razonablemente la ley. Los malos que pudren el mundo parecen invencibles, pero el héroe, al final, siempre acaba ganando la batalla. Bien pensado, el mundo cómic con sus trepidantes viñetas de acción y sus gráficas onomatopeyas no es tan diferente a la vida real. Mismas dosis extremas de crueldad, de codicia, de violencia.
La productora Sony Pictures rodó hace casi dos años la última película de su trilogía de los simbiontes y el reportero antihéroe Eddie Brock. Se llamó ´Venom 3: El baile maldito´. Se hizo en el barrio cartagenero de Los Mateos, un suburbio de México en la ficción. Mis paisanos están resignados a las malas que en el cine jamás daremos una finísima imagen como de Riviera francesa. El equipo de la película vino curtido, porque dos años antes, en el rodaje de la última ‘Terminator’ ambientada también en México, en ese mismo barrio les robaron parte del material, así que esta vez los propios vecinos fueron contratados como personal de seguridad, que es una forma eufemística de definirlo, pero también de tremenda eficacia. El barrio entero se blindó en implacable y digno mutismo profesional, a razón de unos cien pavos la jornada.
En los diez primeros minutos de metraje Eddie Brock (Tom Hardy) corre con sus bermudas viejas, unos crocs azul marino y camisa hawaiana por unas calles tan fáciles de reconocer, que ni parecen haber sido decoradas. Llega a esa nave con perros de pelea encerrados en sus jaulas que también podría no ser ficción. “Es muy probable que te arranque la cabeza y dé de comer a tu culo”, dice el protagonista al dueño de los animales, con educación impecable, antes de pasar a la dialéctica de los puños.
En el peor de los mundos, el de verdad, es de dominio público que Los Mateos (cerca del Cabezo de los Moros) en pisos abandonados del centro de la ciudad, las afueras de Lo Campano y puntos alternos del Campo de Cartagena han sido y siguen siendo escenarios reales de peleas de perros. En los pisos, ponen cartones para delimitar el ring y tiñen el suelo de rojo para disimular la sangre. Asisten niños que dominan la jerga del combate, para los que reservan, por su carácter didáctico, el burakao, que es cuando varios perros entrenados se lanzan a la vez contra uno pequeño, el sparring.
Un perro que ha matado tres veces es campeón, el que mata cinco, gran campeón. Antes de esas terribles victorias habrán sido apaleados, encerrados a oscuras, drogados con esteroides o arrastrados con una cadena desde un coche en marcha. Hay miles de torturas y hasta seis mil euros que pueden ganar en la apuesta lo más selecto del lumpen o un señorito bien. Toda esa chusma parece tan escurridiza como los monstruos de Marvel que operan en las sombras, sin embargo, publican sus eventos en las redes sociales. Quiénes deben conocer estos crímenes e invitarles a la trena hace tiempo que lo saben, pero en Murcia los perros de pelea y los animales maltratados o abandonados solo cuentan con la celestial ayuda de san Antón y, en la tierra, con las desbordadas protectoras de animales.
El cometido del santo es sólo para estas fechas, su arma es el agua bendita. A mí san Antón me gusta, no por ser santo, sino por su vena asceta, pero a lo mejor las leyes son más efectivas que una colectiva bendición. En la Asamblea Regional duerme en un cajón la Ley de Protección Animal Autonómica, aprobada hace casi ocho años por todos los grupos políticos. Si no se aplica ni se reclama (tampoco los colectivos animalistas) es que no hay interés. También porque Murcia debe ser la única región española en la que, si denuncias esto con documentación te mirarán a los ojos buscando un destello de cordura y te recomendarán después un buen frenopático. En las oraciones al santo no olvidemos incluir a un superhéroe con armas de destrucción masiva. Igual cuela.
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