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“Y que no temieran”*: balada de la línea 61

La osamenta cuadrangular de un autobús construido para el norte llega a la pedanía de una ciudad sureña. Llega y bascula un poco al pararse, como si le incomodara tener que recogernos. Es un animalito remolón y gigante y subirse a él es como jugar un rato con una ballena. Las vecinas que lo tomamos nos agarramos fuertemente a las barras verticales para dar cualquier paso, tenemos miedo de caernos cuando arranque porque nadie es capaz de llegar lo suficientemente rápido a su asiento. Arrugamos el billete de cualquier manera en la mano para tenerla libre y damos pasos inestables. Las que además, llevan el carro de la compra o los hijos, aprietan la cartera o al mismo niño bajo el antebrazo. Entonces, la ballena arranca, balancea el suelo con el giro que lo sitúa de nuevo en su carril y nos agita.

Todo es diferente dentro del autobús. Hemos dejado fuera una avenida caliente, llena de edificios pequeños que no se atreven a dejar visto el hormigón y se disfrazan del eterno ladrillo rojo romano, hemos visto vendedores misteriosos de cachorros de gato a 5 euros, mujeres muy jóvenes envueltas en velos de colores, ancianas tan cuadradas como su peinado, hombres de mediana edad con boinas, muchachos que llevan libros ilustrados bajo el brazo.

Las vidas que se intuyen cuando miras a los pasajeros de un bus, son vidas “hacia dentro”, tienen siempre ese aire de secreto que no puede ser notado, que no quiere ser notado. No se ofrecen fácilmente al escritor, cuando les preguntes por su circunstancia te responderán con evasivas: estamos bien, voy tirando, ha nacido la sobrina, mi marido se marchó hace dos años, pues estudio mecánica. Tienes que pasar muchas horas con ellos, tienes que ofrecer a tu vez algo importante como el cariño y la atención personal para que te descubran que aquellos que están bien acaban de sortear el Atlántico, o que estos que estudian mecánica lo hacen para arreglar un Cadillac.

Son gentes tenaces las que cogen el transporte público para ir y venir de sus vidas difíciles, valiosas, curiosísimas siempre. Parecen animales modestos, pero son los detentores de fuerzas ocultas inimaginables. El año pasado hemos tenido la suerte de ver despertarse una de esas fuerzas: aglutinados en torno a la “Plataforma por la recuperación de la línea 61”, han conseguido recuperar la línea de autobuses que pasaba por sus pueblos (El Palmar, Aljucer, entre otros), a base de manifestaciones y concentraciones en carreteras y ayuntamientos. Faltaron al trabajo y a sus familias. Dejaron cosas personales sin hacer, se arriesgaron a sanciones. Fueron más lejos que antes, gritaron más fuerte, se armaron de pancartas, internet, buscaron aliados.

Fueron a ver a sus políticos, a Maribel, Paco –que ya protestaba en 2013 por los recortes de la línea–, Ginés, Quique... tantos otros... y les animaron a plantarse delante del Ayuntamiento. Les dijeron que tenían que patearse despachos y oficinas de gobiernos. Que tenían que gestionar autobuses nuevos y que su pueblo no podía quedarse descolgado de las comunicaciones.

Y que no temieran. Que detrás tenían a las vecinas y vecinos peleando, conscientes de que todas y cada una de las calles de Murcia tienen derecho a un transporte eficaz, moderno, público y efectivo para conectarse con el resto de calles del mundo y no solo con el centro.

Y ellas y ellos no temieron.

La osamenta cuadrangular de un autobús construido para el norte llega a la pedanía de una ciudad sureña. Llega y bascula un poco al pararse, como si le incomodara tener que recogernos. Es un animalito remolón y gigante y subirse a él es como jugar un rato con una ballena. Las vecinas que lo tomamos nos agarramos fuertemente a las barras verticales para dar cualquier paso, tenemos miedo de caernos cuando arranque porque nadie es capaz de llegar lo suficientemente rápido a su asiento. Arrugamos el billete de cualquier manera en la mano para tenerla libre y damos pasos inestables. Las que además, llevan el carro de la compra o los hijos, aprietan la cartera o al mismo niño bajo el antebrazo. Entonces, la ballena arranca, balancea el suelo con el giro que lo sitúa de nuevo en su carril y nos agita.

Todo es diferente dentro del autobús. Hemos dejado fuera una avenida caliente, llena de edificios pequeños que no se atreven a dejar visto el hormigón y se disfrazan del eterno ladrillo rojo romano, hemos visto vendedores misteriosos de cachorros de gato a 5 euros, mujeres muy jóvenes envueltas en velos de colores, ancianas tan cuadradas como su peinado, hombres de mediana edad con boinas, muchachos que llevan libros ilustrados bajo el brazo.