Continúo con las observaciones y reflexiones que comencé la semana pasada sobre mi viaje a Aquitania y el choque con su cultura, a la que tomo como una aproximación a la de Francia en general.
Una cuestión que me sorprendió en mi viaje fue la dificultad (o imposibilidad) de encontrar guantes de plástico en las gasolineras, o en la sección de frutas y verduras de los supermercados. En los urinarios de pie que encontré en las gasolineras, tampoco encontré un pulsador que provocase la salida de agua para limpiarlos tras su uso, teniendo que utilizarlos un usuario tal como los deja el anterior al orinar. Además, el uso de la mascarilla para prevenir la transmisión del coronavirus me pareció menos extendido que en España, a pesar de los múltiples carteles recomendando su utilización en determinados espacios.
Me dio la impresión de que el país de los perfumes ha incorporado menos el deseo de limpieza y la obsesión por los gérmenes de Pasteur que la España que tantas vueltas ha dado en torno al concepto de pureza (de la sangre, de la Virgen María o de tantas otras cosas). Creo que Inglaterra ocupa en la cuestión de la limpieza una posición intermedia entre España y Francia, pudiéndose encontrar, aunque no de manera consistente, guantes de plástico en gasolineras y verdulerías. Aunque no he visitado el país desde que comenzó la pandemia, dado el respeto por la ley que impera en esa tierra, me sorprendería mucho que su uso de las mascarillas para el coronavirus no se ajustase en gran medida a las recomendaciones que su gobierno vaya estableciendo en cada momento.
Me llamó la atención que en algunos sitios, entre ellos el Carrefour de Lormont, los empleados llevasen una tarjeta identificativa en el pecho con su nombre de pila (los apellidos o títulos como Sr o Srta parecen haber desaparecido) y con unas cuantas banderas que señalaban los idiomas que podía hablar el trabajador en cuestión. Esto resulta extremadamente útil para los extranjeros que tienen dificultades con el francés y muestra la apertura al mundo del país de la Ilustración, en contra de concepciones nacionalistas de “fraternité” o “grandeur” que han predominado en otros momentos. Me parece llamativo que en todas las tarjetas identificativas que observé figuraba la bandera francesa. Podría darse por supuesto que todos los trabajadores hablan francés y que esta lengua constituye una base común implícita a la que añadir otras opciones, economizando la inscripción de la bandera tricolor. Al parecer no es así. El país que se ha atrincherado en el laicismo y ha desterrado los símbolos de las distintas religiones del espacio público para evitar la fragmentación social, no ha construido otra trinchera con su lengua, a la que sitúa, al menos aparentemente y en el espacio mencionado, como una más en un espacio plural.
En relación con la apertura al mundo mencionada, me impactó la servicialidad de los franceses con los que me encontré. En una ocasión, en la que me estaba peleando con un parquímetro que no aceptaba mis monedas, una señora se ofreció a pagarme el aparcamiento con su tarjeta bancaria, aceptando ella el efectivo que rechazaba la máquina. En otra ocasión, tuve que preguntar direcciones para encontrar mi alojamiento y justo cuando hablaba con alguien para pedirle ayuda, recibí la llamada telefónica del casero al que no lograba localizar. El buen samaritano se ofreció a esperar a que yo terminase mi llamada e intentase solucionar el problema con el casero, por si seguía necesitando su ayuda tras la conversación telefónica. Si estos ejemplos son representativos de la cultura del país, muestran una capacidad de acogida al extranjero vulnerable superior a la “fairness” de los ingleses o la inconsistencia de los españoles.
Una situación inquietante que encontré en Burdeos fue la de dormir en un bajo cuyas ventanas a la calle no tenían rejas. Me sentí tan expuesto que tuve que bajar la persiana tanto como para que no cupiera una persona bajo ella. En la cultura española tenemos tanto miedo a los ladrones, o a la intrusión del otro, que las rejas en las ventanas se han convertido en una parte inexcusable de nuestra arquitectura. Los franceses no parecen compartir este miedo. Tal vez se encuentren con compatriotas menos intrusivos. De hecho, resulta notable la diferencia en el volumen con el que se habla, siendo los españoles marcadamente más ruidosos que nuestros vecinos del norte.
En cuanto a los ingleses, también son capaces de prescindir de las rejas en las ventanas. No sólo por carecer de la fobia hispánica a los ladrones, sino porque ellos tienen su propia fobia, concretamente al fuego y los incendios, que les exige tener una vía expedita de escape.
El último elemento que querría reseñar tiene que ver con el mundo laboral. Cada pueblo tiene sus horarios, pudiendo considerarse una anomalía la hora tan tardía en que los españoles comemos o cenamos. En cualquier caso, los horarios pueden tener mayor o menor flexibilidad según las circunstancias. En Sarlat la Caneda, en un restaurante que dejaba de atender nuevos comensales a las dos, rehusaron atenderme a las 14:02h. Al final fui a comer a un restaurante vietnamita, en el que las limitaciones idiomáticas de la persona que lo regentaba sugerían una integración tan sólo parcial en la cultura local. Interpreté esta extrema rigidez como una forma de proteger el horario de los trabajadores, aún a costa de reducir el volumen de negocio. En una línea similar, me sorprendió que para entrar en un alojamiento en domingo haya que pagar un suplemento, por hacer trabajar a la persona que te acoge en un día consagrado al descanso.
En España, donde no somos hijos de la revolución, los trabajadores nos asemejamos algo más a los siervos del Antiguo Régimen y hemos de asumir más flexibilidad en el horario laboral. Los ingleses, por su parte, no se caracterizan por su flexibilidad, pero parece que sus trabajadores están más entregados a las leyes del mercado que los franceses o españoles.
En fin, el encuentro con otras culturas nos aboca a múltiples misterios cuyo desciframiento nos confronta con equívocos y malentendidos. Es importante tratar de mantener una mente abierta y buscar el sentido de las diferencias, así como no enamorarse de las teorías que uno vaya planteando para poder abandonarlas si los hechos las desmienten. La búsqueda del conocimiento es siempre una aventura.