H. está sentado sobre un taburete de su cocina, mirando por la ventana hacia el patio interior de su edificio. Ve figuras en las habitaciones débilmente iluminadas de las casas de enfrente. Son las siete de la mañana, H. acaba de volver de fiesta. La vida comienza a despertar en los cuartos oscuros de sus vecinos, la suya se apaga mientras gira suavemente, quizás por el alcohol, puede que también por esa bebida que llevaba M o éxtasis. Quién sabe.
Una vez más la noche no ha dado sus frutos. Vuelve solo a casa. Saca el móvil, abre el Tinder, 3% de batería, no contesta ninguno de sus cuatro matches. Vuelve a mirar por la ventana. Mañana probará Bumble, o puede que OkCupid. Sí, Ok Cupid dicen que está mejor.
En los últimos meses ha leído varios artículos sobre la soledad. Al principio los leía por encima, un poco con miedo de verse retratado, luego los leyó pacientemente, dejándose inundar por una sensación nueva e inhumana “este soy yo. Este soy yo y estoy sólo.”
H. se considera un chico sensible. O al menos eso le dijeron algunas personas. Siempre fue buen amigo de sus amigos. Se emociona con algunas conversaciones, se aburre con las más banales, aunque las sigue por respeto.
Para algunos H. es un tío del montón.
H. entiende que las mujeres están hartas de los hombres que se lanzan sobre ellas constantemente. Él mismo ha soltado más de una reprimenda a alguno de sus amigos mientras estos gritaban de lejos a alguna chica, o simplemente hacían comentarios asquerosos en el ascensor del trabajo.
Por supuesto H. piensa también en el sexo casi todo el día. Y cuanto menos folla más lo piensa. Pero él reprime sus pensamientos, quizás porque tiene una hermana, porque se crió con un grupo de amigas, o puede que simplemente por vergüenza a decir lo que piensa. A veces se pregunta si son incompatibles la sensibilidad con un impulso sexual irrefrenable. Él intenta ser ambas cosas, al fin y al cabo son partes iguales de su ser. Lo intenta de veras, pero por algún motivo, quizás porque no es muy atractivo, acaba estando solo y, por no hacer como todos los demás hombres, se queda en silencio.
Excepto esta noche, esta noche y por primera vez en mucho tiempo, se ha acercado a una chica. La chica estaba de pie sola, parecía un poco aburrida, un poco apartada de sus amigas. De todas las frases que se le pasaban por la cabeza ninguna sonaba muy convincente, así que simplemente le preguntó: “¿A ti tampoco te gusta mucho salir de fiesta?” Y H. que pensaba tener la entereza suficiente para aguantar las sacudidas de la modernidad líquida y de su violencia implícita y sutil se vio golpeado por la respuesta: “Anda calla...”.
La chica se da media vuelta y se aleja. No era una chica muy guapa, quizás, pensó, sería su alterego femenino, ni muy guapa ni muy fea. Quizás, pensó de nuevo, eso le daría una oportunidad. Pensó mal.
Ahora H. se ha quedado parado, haciendo todo lo posible por mantener la tranquilidad, aunque por dentro siente unas enormes sacudidas de pura violencia. Una violencia visceral y peligrosa, que él mismo odia profundamente.
Quiere correr detrás de la chica, cogerla del brazo y gritarle.
Gritarle que no hace falta ser maleducada. Gritarle que esta mierda de sociedad y sus incongruencias nos afectan a todos, hombres y mujeres. Gritarle que él no tiene la culpa del patriarcado, ni de esas decenas de hombres que le gritan guarradas todos los días en la calle. Tampoco tiene la culpa de que salir de fiesta y emborracharse sea el único ambiente en el que parezca socialmente aceptable acercase a una chica.
También sabe que si nunca hiciera nada nunca nada pasaría, y esta idea le consume.
Por supuesto, él no tiene la culpa tampoco de nada de lo malo que le haya pasado a esa desconocida. Y aunque no tiene la culpa, una parte de él lo siente. De pronto odia ser un hombre. Luego retrocede, no, no puede odiar eso… él es un hombre.
Quisiera gritarle que él también es vulnerable. Todos lo somos.
La última idea que le cruza por la cabeza mientras la chica se aleja es la del respeto, la buena educación. “Al menos nos queda eso, ¿no?”
Luego se acuerda de Tinder. De todos esos mensajes para nada. De todas esas conversaciones a medias, abandonadas por un mejor partido. Se acuerda incluso de cómo han cambiado las conversaciones en el whatsapp. Ya ni los amigos contestan a tiempo, a veces ni contestan. A veces dicen que vendrán, luego no aparecen.
Y la impotencia le paraliza. Se queda clavado unos minutos.
En realidad no hay nada que hacer. Las dinámicas de la sociedad se le escapan, se le escaparon siempre, ajenas a todo, como olas que intentamos surfear hasta que llega la siguiente, o hasta que, cansado, sales a la playa y te sientas en la arena a mirar el mar.
Y como tantas otras noches, sin decir nada, se va a casa.
Siente unas ganas enormes de amar. Se acuerda de su ex. Piensa en enviarle un mensaje, pero ya ha estado ahí, ya hemos estado todos ahí.
H. se va a sentar en su cocina a mirar el mar. Cuando recupere fuerzas, quizás, volverá a intentar surfear alguna ola.