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Un western radioactivo

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No hace tanto tiempo en que Jorge el vaquero fue el mendigo más estelar de Cartagena. Era un pobre en una ciudad mucho más rica de lo que ahora es. Un tipo bueno, simpático, que vivía en una neblina perenne de vino barato y pacharán. Un fotógrafo le compró una radio que llevaba colgada, siempre en el mismo dial, funky y pop de los ochenta. Se miraba en el espejo de una tienda de souvenir del puerto, se ajustaba el sombrero a lo Clint y disparaba imaginarias balas a su reflejo, moviendo su figura pequeña, comprobando la coreografía de reojo. La gente lo quería por su carisma, aunque estuviera turbio. Por su profesional perrillo Rambo y porque su miseria no parecía contagiosa. Cuando murió de frío, le lloraron como a un amigo y pusieron una placa en el banco donde pasaba horas viendo el mar. No miramos a los ojos de los mendigos para no saber que, de un día para otro, nosotros podemos ser uno de ellos.

Eran tiempos convulsos, cuando los trabajadores de las empresas químicas de Torreciega estaban a punto de perder sus puestos de trabajo. El suelo de El Hondón era ya un infierno de arsénico, cromo, cadmio, zinc, mercurio. Como lo es ahora, casi veinte años después. Un paisaje lunar donde no crece una mala hierba. En épocas de transacciones, ayuntamientos como el de Cartagena y gobiernos como el autonómico (ellos, los de entonces, siguen hoy siendo los mismos) doraban el sueño urbanístico de construir viviendas de lujo sobre hectáreas de residuos químicos enterrados. Aún lo siguen pensando, da igual que bajo el cementerio indio duerma un cancerígeno poltergeist.

En una de esas protestas coincidieron Jorge y varios concejales del Partido Popular. El pistolero viviendo una tarde de esplendoroso western radiactivo, con su mejor pañuelo al cuello, contagiado del fervor de la protesta, gritando al mundo que también quería trabajo. Los concejales, en una iniciativa insólita, seguramente en busca de sus habichuelas, acudieron con pulcra corbata, traje chaqueta, zapatos de marca, sin asomo de pudor. Al llegar a la plaza del Ayuntamiento desde la calle Mayor, llegó el paroxismo. El indigente bailando al lado de los políticos, los de seguridad controlando que la gomina se desparramara lo justo, los trabajadores a lo suyo, que era reclamar su pan. Ha habido y habrá muchas manifestaciones pero nunca más he vuelto a ver a cayetanos vestidos de Tucci abrazando al mundo proletario. El tiempo puso las cosas en su sitio. Los trabajadores por supuesto despedidos, las empresas desaparecidas sin asumir responsabilidad ambiental, los suelos y el aire envenenados. Ellos siguen cobrando de lo público por el infalible método de la patada para arriba. Pero ahora piden, en el colmo de los colmos, libertad.

El metal que entra en el cuerpo se bioacumula, dice José Matías Peñas, investigador de la Universidad de Limoges (Francia) edafólogo, doctor en Minería y Desarrollo Sostenible, cartagenero. A las administraciones local y autónoma les debe importar bledo y medio el proyecto de Peñas, de los investigadores de la Universidad Politécnica de Cartagena, del Consejo de Seguridad Nuclear. Para los que se creen dueños de la mejor y más contaminada tierra del mundo las evidencias científicas son tan irrelevantes como un chinarro de La Asomada, o que los pájaros se mueran al acercarse a esas balsas tóxicas en la entrada a Cartagena, a pocos metros donde la gente compra, come o va al cine en un gran centro comercial. Que los vecinos del Ensanche, hartos de ver como la gente enferma, les hayan denunciado por prevaricación. Ahora la Comunidad Autónoma y el ayuntamiento de Cartagena se harán cargo de la descontaminación de esos terrenos, porque urge el ladrillo, las licencias urbanísticas y todo lo demás que ya sabemos. El dinero, que es el nuestro, por encima de la vida y la salud. Cuando el viento sople, los tóxicos entrarán en los cuerpos de ricos y pobres por igual. Dará lo mismo, porque hasta los votos se han contaminado en la región de España con mayor concentración de indigencia mental que quiere seguir la fiesta. Si el vaquero viera esto, diría algo así con su voz rota: por favor, hermanos, despertad ya.

No hace tanto tiempo en que Jorge el vaquero fue el mendigo más estelar de Cartagena. Era un pobre en una ciudad mucho más rica de lo que ahora es. Un tipo bueno, simpático, que vivía en una neblina perenne de vino barato y pacharán. Un fotógrafo le compró una radio que llevaba colgada, siempre en el mismo dial, funky y pop de los ochenta. Se miraba en el espejo de una tienda de souvenir del puerto, se ajustaba el sombrero a lo Clint y disparaba imaginarias balas a su reflejo, moviendo su figura pequeña, comprobando la coreografía de reojo. La gente lo quería por su carisma, aunque estuviera turbio. Por su profesional perrillo Rambo y porque su miseria no parecía contagiosa. Cuando murió de frío, le lloraron como a un amigo y pusieron una placa en el banco donde pasaba horas viendo el mar. No miramos a los ojos de los mendigos para no saber que, de un día para otro, nosotros podemos ser uno de ellos.

Eran tiempos convulsos, cuando los trabajadores de las empresas químicas de Torreciega estaban a punto de perder sus puestos de trabajo. El suelo de El Hondón era ya un infierno de arsénico, cromo, cadmio, zinc, mercurio. Como lo es ahora, casi veinte años después. Un paisaje lunar donde no crece una mala hierba. En épocas de transacciones, ayuntamientos como el de Cartagena y gobiernos como el autonómico (ellos, los de entonces, siguen hoy siendo los mismos) doraban el sueño urbanístico de construir viviendas de lujo sobre hectáreas de residuos químicos enterrados. Aún lo siguen pensando, da igual que bajo el cementerio indio duerma un cancerígeno poltergeist.