Es nuestro cuarto viaje al campo de personas refugiadas de Moria en la isla de Lesbos, Grecia. Cuando preparamos el viaje, unos días antes, comentamos que temíamos lo que esta vez nos íbamos a encontrar. Habíamos leído que el campo estaba colapsado, más 19.000 personas atrapadas en un centro con capacidad para 3.000, entre ellas, más de 7.000 menores y 1.000 menores no acompañados. Siempre intentas prepararte para lo que vamos aquí a ver estos días, pero da igual, la realidad siempre supera lo que imaginas.
Lo primero que hicimos al llegar fue visitar uno de los proyectos con los que habitualmente colaboramos, The Hope Project. A través de él canalizamos parte de las donaciones que hemos recaudado desde el verano. Estábamos felices, sigue existiendo gente maravillosa a la que le importa lo que aquí está ocurriendo y gracias a ellas, a vosotros, hemos recaudado bastantes fondos para mejorar un poco la terrible situación del lugar. Pero después llegamos a Moria, el campo de personas refugiadas más grande de la Unión Europea, sin lugar a duda, la vergüenza de Europa. Lo que vimos nos dejó sin palabras. Desde nuestro último viaje, el verano pasado, el campo ha crecido exponencialmente: hay 9.000 personas más.
Miles de personas, la mayoría de ellas de origen afgano y sirio, malviven en tiendas de campaña, sin importar si acabas de dar a luz, estás enfermo o tienes bebés. Conforme íbamos paseando entre los montes que rodean el campo de Moria no salíamos de nuestro asombro: no importaba para donde miráramos todo eran tiendas de campaña.
Paseamos entre las calles maltrechas mientras intentábamos no caernos. El terreno estaba hecho un barrizal, día sí, día no, llueve; el agua se mete en las tiendas y moja lo poco que tienen: mantas, ropa y sus pocas pertenencias. Nos paraban y nos enseñaban las tiendas por dentro -estaban mojadas-, nos enseñaban sus móviles diciéndonos que no podían ni cargarlos porque no hay electricidad. Sus caras lo decían todo, ni tan siquiera pueden comunicarse con sus familiares que quedaron en sus países de origen en conflicto.
A nuestro paso, algunas mujeres cogían a sus pequeños en brazos y nos decían que estaban enfermos, que hacía mucho frío y que esto no era vida. Comparten tiendas minúsculas con personas que no conocen, en muchas zonas no hay baños y en las que hay son portátiles con un hedor que echa para atrás.
Seguimos paseando entre montones de basura. Otro chico afgano que está solo en Moria nos enseñaba la comida que acababa de coger, una comida del catering que llega en camiones. Nos decía: “Esta comida no es buena, no sabe a nada y todos los días es igual. Hay que estar esperando tres horas en una cola infernal para recoger esto”.
Unos metros nos separaban de Amal, una mujer afgana con sus dos pequeños que nos cuenta que ha ido al hospital porque su hijo mayor de tan solo tres años está enfermo y no tiene dinero para los medicamentos. Mientras nos hablaba, el más pequeño de tan solo un año dormía en una silleta de ruedas reciclada. Así podría seguir contando cientos de historias que será complicado olvidar. Mientras hablan cuesta mantener la mirada. No sabes qué decirles. Sabes que no depende de ti su futuro. Estás tan confundida como ellos.
A todo este sinsentido hay que sumarle el frío que, en esta isla es extremo, ya que la humedad hace que la sensación de frío sea mayor. A las 17h empieza a oscurecer y veíamos cómo las familias hacían sus pequeñas hogueras en las puertas de sus tiendas. Hablábamos con ellos, nos invitaron a sentarnos. Con el poco inglés que han aprendido nos contaron sus historias, su origen, cuánto tiempo llevaban en Moria, por qué salieron de su país o el frío que hacía. Todos coinciden en algo: en su país hay un conflicto armado, temían por sus vidas y las de sus hijos y en Moria no se puede vivir.
Al coger el coche para ir a casa, no somos capaces de decir nada durante los 25 minutos que separa el campo de nuestro alojamiento.
Posiblemente todo esté dicho o quizás no. Quizás en algún momento deberíamos coger las riendas de esta crisis migratoria y exigir a los gobiernos, a nuestro Gobierno, que queremos un mundo más justo, que queremos acoger a estas personas que han huido de sus países por poner sus vidas a salvo como nos gustaría que hicieran con nosotros.
Es posible que esta realidad no salga en los medios de comunicación, pero eso no significa que no exista. Es real y duele, duele mucho.