Contrapunto es el blog de opinión de eldiario.es/navarra. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de la sociedad navarra. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continua transformación.
Delitos y faltas. Corrupción e imperativo moral
Aunque delito y falta no son lo mismo, ambos están contemplados en el Código Penal, que no entra a considerar, como es lógico, aspectos morales. El imperativo moral no tiene vinculaciones jurídicas como el legal, sino que hace referencia a la obligación que uno se autoimpone por una cuestión ética.
Cualquiera entiende que es la Justicia la que debe dictaminar si se ha cometido un acto delictivo. Y debe ser así, por mucho que pueda no compartirse el sentido de una sentencia. Ahora bien, en aquellos casos en los que los indicios de delito, por h o por b, no terminan en condena pese al convencimiento de que no se ha actuado bien, la sociedad debería poder exigir que aquellos comportamientos poco éticos tuvieran, al menos, consecuencias políticas o sociales.
La avalancha de noticias sobre corrupción nos ha hecho perder la capacidad de asombro y casi la de indignación. Es momento pues de hablar de moral, pues no todas las personas inmersas en estos procesos serán condenadas, como demuestra el carpetazo al asunto de las dietas de la CAN que, sin embargo, todavía colea. Otros recibirán un castigo ciertamente sui generis (véase la sospechosa, por no decir desvergonzada, concesión del tercer grado a Jaume Matas). Lo de Caja Navarra es casi una futilidad en comparación con la Operación Púnica, el caso Bankia, los cursos de formación de CCOO y UGT, los ERE de Andalucía, la mordida valenciana, Bárcenas, Gürtel, Urdangarín, la saga Pujol...por no hablar de las monagadas o la reciente redada contra la corrupción en siete autonomías. Decían Rato y Blesa que, total, con el dinero que ganaban, lo de las tarjetas opacas era calderilla. Para Rato, las black eran una “tradición”, una “práctica consuetudinaria e institucionalizada”. Todo es cierto: era poco dinero en relación con el pastizal que se levantaban y la corrupción está institucionalizada.
Pero también es tradición en Malganases de Polvorosa tirar una cabra desde un campanario y no por acostumbrado resulta más admisible. Por otro lado, no es la cantidad sino la inmoralidad. La candidata a la secretaría general del PSN aseguraba hace unos días que “la ética pública” era “una prioridad para su candidatura” porque “sin ética no hay política y sin transparencia no hay higiene democrática”. Irreprochables declaraciones que se contradicen con su negativa a apoyar la investigación del tema de las dietas de Caja Navarra, en el que su partido está implicado. La penúltima de CAN es la información según la cual los consejeros aumentaban sus dietas hasta un 60% por escuchar conferencias, de lo que se beneficiaron miembros del partido en el Gobierno, socialistas, directivos de la patronal y sindicalistas de CCOO y UGT.
Quiero destacar, por inquietante, el testimonio de Juan Luis Sánchez de Muniáin, consejero portavoz del Gobierno de Navarra y uno de los que suena para sustituir a Barcina tras la renuncia de esta a encabezar la candidatura de UPN a las próximas elecciones. Según Sánchez de Muniáin, el cobro de ese dinero es “absolutamente correcto”. Yo no sé si es ilegal. Puede que no. Pero estoy seguro de que no es “absolutamente correcto”. Y desde luego no es moral. Muy a menudo se argumenta, respecto a la corrupción, que es propia de la naturaleza humana. Viene a decirse que cualquiera, si pudiera, cogería lo que no es suyo. Y suele ponerse el ejemplo de quien encuentra una cartera y se queda el dinero, seguro de que nadie sabrá de su proceder. Niego la mayor. No estoy dispuesto a admitir que esta sea la pauta. Y, si lo es, que nadie me incluya dentro de quienes así se conducen. Lo que me gustaría saber es si los implicados en todos estos casos de corrupción más o menos manifiesta o, en su caso, de conductas éticamente cuestionables, siempre han tenido ese dudoso concepto de la honestidad. Y, si no, en qué momento dejaron de ser honrados.
“La gente arrastra consigo sus pecados, o puede que tenga un mal momento… pero pasa pronto y con el tiempo todo se olvida”, le reconocía Judah (Martin Landau) a Cliff (Woody Allen) en la formidable Delitos y faltas. ¿Cuánto tiempo transcurre desde que un ciudadano decide entrar en política hasta que su moral se corrompe? ¿Sienten remordimientos los corruptos? ¿Concilian el sueño sin problemas o se les aparece el trasunto de su conciencia como el rabino Ben a Judah? ¿Son conscientes de que lo de menos es la cantidad, de que el propio hecho de obrar en contra de lo moralmente correcto es la mayor de las corrupciones?
Al final de la película mencionada, en una escena memorable, admitía Judah: “Y cometido el acto fatal, descubre que un remordimiento sin límites le invade. Pequeños rescoldos de su educación religiosa, que rechazó, se avivan de pronto. Oye la voz de su padre. Imagina que Dios le vigila cada uno de sus movimientos. El universo deja de ser vacío de repente, se revela justo y moral... y él lo ha violado. Le invade el pánico. Está al borde de una depresión nerviosa. Casi lo confiesa todo a la policía. Y entonces... una mañana... se despierta. Brilla el sol, su familia le rodea y... misteriosamente... la crisis ha pasado. Lleva a su familia de vacaciones a Europa y, con el paso de los meses, descubre... que no ha sido castigado. Al contrario, prospera. Su vida ha vuelto a la normalidad. A su mundo protegido de bienestar y privilegio”.
Aunque delito y falta no son lo mismo, ambos están contemplados en el Código Penal, que no entra a considerar, como es lógico, aspectos morales. El imperativo moral no tiene vinculaciones jurídicas como el legal, sino que hace referencia a la obligación que uno se autoimpone por una cuestión ética.
Cualquiera entiende que es la Justicia la que debe dictaminar si se ha cometido un acto delictivo. Y debe ser así, por mucho que pueda no compartirse el sentido de una sentencia. Ahora bien, en aquellos casos en los que los indicios de delito, por h o por b, no terminan en condena pese al convencimiento de que no se ha actuado bien, la sociedad debería poder exigir que aquellos comportamientos poco éticos tuvieran, al menos, consecuencias políticas o sociales.